Paloma Uría
La polémica sobre el sexismo lingüístico
12 de marzo de 2012.
(Página Abierta, 219, marzo-abril de 2012).

A primeros de marzo se publicó en la prensa un informe firmado por el profesor Ignacio Bosque y varios académicos de la RAE, entre ellos tres mujeres, titulado “Sexismo lingüístico y visibilidad de la mujer” (*). Su aparición provocó una interesante polémica, a veces demasiado apasionada, y en la que se han mezclado debates lingüísticos con reproches de diversa índole que no ayudan a buscar una salida constructiva.

En algunos momentos, parece como si se enfrentaran las feministas, que defienden los derechos de las mujeres, con unos especialistas en lingüística, indiferentes a los mismos. Sin embargo, el artículo del profesor Bosque es sumamente respetuoso con estos derechos y reconoce y denuncia la secular discriminación femenina, y eso es preciso admitirlo, aunque no se esté de acuerdo con sus razonamientos. Pero también es cierto que han surgido voces en algunos blogs ridiculizando injustamente los esfuerzos de las autoras de las guías feministas.

Se ha criticado a la RAE con dos argumentos contradictorios entre sí: o bien por haber intervenido, abusando de su autoridad y sapiencia, sin reconocer el sexismo en la lengua, o bien por no haber intervenido antes para denunciar el lenguaje sexista. Bien es verdad que las reales academias españolas, lo mismo que otras muchas vetustas instituciones, no han hecho gala de sensibilidad feminista, al menos por lo que a su composición se refiere; pero también es cierto que el artículo del profesor Bosque viene firmado por mujeres académicas que con su trabajo y sus declaraciones públicas han servido de ejemplo de la valía de las mujeres y de la justeza de sus reclamaciones en pro de la igualdad.

Vayamos, entonces, al problema de fondo en esta polémica: el papel de la lengua española en la discriminación o minusvaloración de las mujeres. En las posiciones de algunas defensoras de las guías subyacen, según creo, ciertas concepciones bastante discutibles sobre la relación entre lengua y realidad. Unas argumentaciones, haciendo gala de un realismo extremo, parecen considerar que la lengua (y supongo que el pensamiento o la conciencia individual) es un reflejo mimético de la realidad y, por tanto, a una sociedad machista ha de corresponderle una lengua histórica machista, mientras que otras, con un pensamiento idealista radical, parecen afirmar que la lengua (o el pensamiento) construye la realidad, por lo que, cambiando la lengua, cambiamos al mismo tiempo la realidad. Unas y otras parecen compartir la hipótesis de Sapir-Worf –hoy obsoleta en ámbitos lingüísticos– según la cual determinadas peculiaridades de las gramáticas de las lenguas están indisolublemente ligadas a la concepción del mundo de los pueblos que las hablan.

Creo que es mejor abordar el tema no desde confusos presupuestos filosóficos, sino desde la semiótica, es decir, desde la teoría de la comunicación humana y social por medio de signos, en este caso, de signos lingüísticos, y analizar qué elementos actúan y cómo lo hacen en este proceso de comunicación. Para ello es imprescindible recurrir a la distinción que hizo Saussure entre lengua y habla. La lengua es un sistema trabado y relativamente estable, cuya evolución es lenta, no intencionada y emana del propio proceso de comunicación social: son los hablantes quienes, utilizando el sistema lingüístico, gramatical, que tienen a su disposición, van configurándolo en función de sus necesidades comunicativas. En el caso del castellano, el sistema fonológico, morfológico y sintáctico se ha mantenido relativamente estable a lo largo de los siglos, mientras que el léxico se ha modificado y enriquecido: las palabras nacen, se usan, a veces se desgastan y a veces mueren. Es lógico que la morfología y la sintaxis permanezcan porque su modificación, por pequeña que sea, desequilibra y obliga a modificar el conjunto del sistema.

En todo caso, los cambios, de cualquier tipo, no pueden ser nunca impuestos: ni la Academia, ni los grupos de presión, por bien intencionados que sean, van a modificar la estructura lingüística, pues son los hablantes los que, en última instancia y de manera colectiva, sancionarán o rechazarán los usos propuestos. Por ello, las guías del llamado lenguaje no sexista no dejan de ser un brindis al sol que, en el mejor de los casos, afectarán a usos institucionales o a grupos que se vean en la necesidad de ser “políticamente correctos”, y corren el riesgo de fomentar una modalidad lingüística artificial y especializada en determinados usos.

¿Quiere decir esto que la comunicación de los hablantes es neutra, que no se manifiesta su ideología o su conciencia social, sea esta machista, racista o igualitaria? Naturalmente que no. No hace falta recordar la cantidad de expresiones de carácter discriminatorio y ofensivo para las mujeres o para grupos sociales marginados: palabras, chistes, refranes… toda una amplia gama de manifestaciones culturales que ponen de manifiesto la discriminación, y no sólo de las mujeres. Pero también es cierto que su uso es voluntario; nadie nos obliga a insultar o discriminar o despreciar; con el mismo instrumento comunicativo, nuestra lengua, podemos emitir mensajes solidarios e igualitarios.

Ahora bien, ¿es esto siempre cierto? ¿No hay un obstáculo en la propia estructura de la lengua que nos obliga a ocultar, a marginar la presencia de las mujeres? Y aquí llegamos, creo yo, al meollo de la cuestión, que reside en la estructura morfosintáctica del castellano, en concreto la variación de género. En realidad, todas las guías sobre lenguaje no sexista inciden, sobre todo, en este aspecto.

La mayoría de las lenguas europeas tienen variación de género. El castellano, lo mismo que otras lenguas romances, tiene variación de género masculino y femenino, pero ha perdido el neutro (excepto  el artículo lo y los demostrativos esto, eso, aquello); el alemán conserva masculino, femenino y neutro; el inglés no tiene variación de género ni en el sustantivo ni en el adjetivo (sí en el pronombre personal de tercera persona del singular). Podemos asegurar, a grandes rasgos, que la cultura patriarcal, de dominio del varón, ha sido predominante en todos los países europeos, con escasas diferencias, y que la evolución hacia mayores cotas de igualdad ha sido paralela, pero ello no se ha reflejado en la estructura gramatical de las lenguas.  Y es que ¿acaso podemos afirmar, como hacen algunas feministas, que hay lenguas más machistas que otras y que es más proclive al sexismo el castellano o el alemán que el inglés, teniendo en cuenta que su cultura es más o menos semejante?

Es cierto que las mujeres, en nuestra sociedad de predominio del varón, han estado ausentes del discurso, como lo han estado de la vida pública, y una gran parte de las palabras que designan profesiones o se refieren a actividades en el ámbito de lo social se han utilizado solamente en masculino; pero la gramática del castellano permite con toda facilidad la feminización de los sustantivos por dos procedimientos: anteponiendo el artículo o modificando la terminación:  abogada, médica, profesora, catedrática. Hay todavía una indefinición por parte de los hablantes sobre el mejor procedimiento para feminizar algunas palabras, en concreto las que en masculino terminan en consonante o en vocal e: la juez o la jueza, la fiscal o la fiscala, la presidente o la presidenta… cualquiera de las dos opciones es válida desde el punto de vista de la gramática y serán los hablantes –evidentemente de ambos sexos–  quienes acabarán optando por una u otra fórmula.

De todas formas, hay que tener en cuenta que ni la terminación en consonante o en vocal e son rasgos del masculino (la sangre, la paz, la flor…) y que son muchos los nombres de profesiones que terminan en a y que hasta hace poco eran patrimonio de los varones: dentista, ciclista, periodista…, aunque también parece evidente que la terminación en a evoca de manera más nítida la presencia femenina. La feminización de los nombres de profesiones y actividades varias es imparable, la única discusión estriba en el procedimiento y el ritmo de aceptación y aquí, de nuevo, no es ni la academia ni otras “autoridades” las que tienen la última palabra, sino las necesidades comunicativas de quienes usan la lengua; y el procedimiento será más rápido y más completo en la medida en que las mujeres accedan, como lo están haciendo cada vez en mayor número, a profesiones hasta el momento masculinas.

¿En dónde está, pues, el problema que ha suscitado tanto debate?  En el masculino incluyente o genérico: cuando tenemos que referirnos a ambos sexos o utilizamos un adjetivo que se refiera a mujeres y varones: salida de pasajeros; mi hermana y tu hermano son amigos. Las guías de lenguaje no sexista rechazan este uso del masculino pues, al identificar sexo con género gramatical, consideran que el masculino sólo se refiere a varones y por lo tanto oculta la presencia de las mujeres. Hacen, entonces, varias propuestas para garantizar siempre la presencia del femenino. Una de ellas es utilizar, o bien la arroba (@), o bien las terminaciones os/as o los/las. En mi opinión, es una propuesta que podría, quizá, utilizarse en algunos formularios o textos escritos, pero que, además de ser agramatical, es inviable por impronunciable en la lengua hablada. Las otras propuestas más habituales son:

 a) Utilizar siempre dobletes; es decir, ancianos y ancianas, abogados y abogadas… Aquí se me ocurren varios problemas; en primer lugar, el de la concordancia: si los sustantivos van acompañados de adjetivos y estos también se duplican, el enunciado se alarga y complica. En un mensaje breve puede, a veces, usarse, pero resulta muy difícil de mantener en un texto largo o una conversación y hace que la comunicación resulte cansina y poco fluida.

b) Utilizar nombres colectivos o sustantivos que resulten incluyentes: persona, gente, ser, alumnado, profesorado… Es evidente que en muchos casos puede funcionar, pero no siempre: podemos decir personas ancianas, pero no personas abogadas; en cuanto a los colectivos, tenemos pocos en nuestra lengua, no siempre equivalen a plurales y, además, no se deben confundir con nombres abstractos o conceptuales, como ciudadanía, ancianidad, que no expresan pluralidad de nombres concretos, sino conceptos.

Sé que mi opinión no es popular en algunos ámbitos feministas, pero yo creo que el masculino, como género no marcado, es incluyente y por lo tanto no oculta, en principio, la presencia de las mujeres; sin embargo, con frecuencia el contexto resulta suficientemente ambiguo como para exigir una aclaración. Esto ocurre porque la presencia mayoritaria de varones es abrumadora en la mayoría de las situaciones de ámbito público o, hasta hace poco tiempo, en la mayoría de las profesiones, por lo que no es raro que el masculino nos evoque una imagen de hombres. Si oímos hablar de los espectadores que hay en un teatro o de los oyentes en una conferencia, o vemos un rótulo que dice salida de pasajeros, las mujeres nos sentimos incluidas; pero si leemos que se han reunido los ministros de economía de la UE o los presidentes del G-8, nuestra mente se puebla de sesudos varones.  En estos casos, y mientras la presencia de mujeres sea escasa, es importante destacarla y se puede hacer sin recurrir a los molestos dobletes, utilizando aposiciones o frases explicativas; por ejemplo: se han reunido los ministros de economía de la UE; solo había dos mujeres  o los miembros del G-8, todos ellos varones...

Se trata de que el mensaje sea claro, que se deshaga la ambigüedad y que se colabore a hacer patente la desigualdad entre los sexos y los avances de las mujeres en la vida pública. Porque el problema no es el masculino, sino las dificultades sociales que ponen trabas a la participación de las mujeres en todos los ámbitos, y el combatir estas trabas es uno de los principales objetivos del feminismo.
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Paloma Uría es profesora jubilada de lengua y literatura castellana en IES y destacada feminista asturiana.

(*) En total firmaron 26 académicos de número más siete correspondientes, todos ellos asistentes al pleno ordinario del jueves 1 de marzo de 2012. En estos momentos, 42 son los académicos de número que ocupan asiento de un total de 46. De ellos, cinco son mujeres.