Paloma Uría
Bicentenario del nacimiento de Larra.
Un escritor inconformista

(Página Abierta, 203, julio-agosto de 2009)

«Escribir como escribimos en Madrid, es tomar una apuntación, es escribir en un libro de memorias, es rea­lizar un monólogo desesperante y triste para uno solo. Escribir en Madrid es llorar, es buscar voz sin en­contrarla como en una pesadilla abrumadora y violenta. Porque no escribe uno siquiera para los suyos. ¡Quiénes son los suyos! ¿Quién oye aquí?».
(Larra, Horas de invierno, diciembre de 1836)

          Mariano José de Larra nació en Madrid, en la calle de Segovia, en marzo de 1809, hace ahora doscientos años. Su padre era partidario del rey José Bonaparte, por lo que con la derrota del Ejército francés, en 1812 se trasladó a Francia con su familia y permaneció allí desempeñando su profesión de médico hasta que una amnistía le permitió volver a España en 1818. Su hijo tenía, entonces, 9 años.

          Demasiado joven para sentir la impronta de la revolución liberal de Riego (1820-1823), se educa bajo la llamada década ominosa (1823-1833), durante la cual el absolutismo del rey Fernando VII mantiene el país en el mayor atraso y represión.

          Cursa estudios universitarios en Valladolid y posteriormente en Valencia, aunque no llega a licenciarse. Durante su estancia en Valladolid sufre un desengaño sentimental que, al decir de quienes le conocieron, cambia su carácter, que desde entonces aparece inclinado hacia el escepticismo y el pesimismo. A partir de 1827 vive en Madrid, escribe y frecuenta tertulias literarias, particularmente la tertulia denominada El Parnasillo, que tenía lugar en el café del Teatro del Príncipe, hoy El Español, y en la que participaban los principales escritores de la época, como Espronceda, García Gutiérrez, Mesonero Romanos, Bretón de los Herreros...

          Se casa en 1829, a los 20 años de edad. El matrimonio se rompe en 1834, cuando Larra ya mantenía relaciones con su amante, Dolores Armijo, quien estaba casada y con la que tiene una relación compleja hasta la ruptura definitiva en vísperas de su suicidio. Durante el año 1835 viaja a Portugal, Londres, Bélgica y Francia. Vuelve a España, donde el partido liberal progresista había llegado al Gobierno. Larra ve primero en Mendizábal la posibilidad de dar al fin un paso adelante en la senda liberal, pero, descontento con los resultados del proceso de desamortización, se acerca a los moderados. Cuando Istúriz llega al poder, Larra se presenta y es elegido diputado en las elecciones de agosto de 1936, pero el motín de La Granja trae como consecuencia la anulación de las elecciones.

          Larra, cada vez más desalentado, intenta reconciliarse con Dolores Armijo, pero ésta ha decidido romper definitivamente. El 13 de febrero de 1837, Larra se pega un tiro en la sien: aún no había cumplido los 28 años. Antes de finalizar el año se aprueba, al fin, la Constitución que Larra había insistentemente reclamado.

          El joven Larra, formado en el espíritu ilustrado, se declara firme partidario de un régimen constitucional que instaure las libertades y derechos democráticos. Denuncia el atraso de España en todos los órdenes de la vida y proclama su fe en el progreso, que habrá de llegar de forma paulatina con las libertades constitucionales. Es partidario de un cambio progresivo, y rechaza el recurso a las armas, tan frecuente en las diversas asonadas que han jalonado el siglo.

          Estas ideas reformistas apenas puede expresarlas en los primeros años de su actividad periodística. Larra inicia la publicación de sus artículos en un periódico que él mismo edita en 1828, El Duende Satírico del Día, del que sólo salen cinco números. Funda después el periódico satírico El Pobrecito Hablador, que se  publica entre agosto de 1832 y febrero de 1833. Colabora también asiduamente en varios periódicos: La Revista Española, donde comienza a utilizar su más famoso seudónimo, Fígaro, El Correo de las Damas, El Observador, La Revista Mensajero, El Español, El Mundo y El Redactor General.

Artículos literarios

          Una gran parte de su producción periodística está destinada a comentar las publicaciones literarias y los acontecimientos teatrales y operísticos que se estrenan en Madrid. Inicia sus críticas literarias defendiendo los principios neoclásicos y las comedias de Moratín. Más tarde, sin rechazar el teatro moratiniano, se muestra partidario de adecuar la literatura al espíritu de la época, que es el espíritu romántico. Le entusiasma El trovador, de García Gutiérrez, y Los amantes de Teruel, de Hartzenbusch. Su propia obra teatral Macías, con su exaltación de la pasión amorosa, viene a ser un precedente de los dramas románticos posteriores.

          Larra nunca dejó de considerar que el arte debería ser útil, buscar la verdad y el progreso. La libertad y la verdad deberán ser los pilares en los que se sustente la literatura de la época:

          «Libertad en literatura, como en las artes, como en la industria, como en el comercio, como en la conciencia. He aquí la divisa de la época, he aquí la nuestra, he aquí la medida con que mediremos; en nuestros juicios críticos preguntaremos a un libro: ¿nos enseñas algo?, ¿nos eres la expresión del progreso humano?, ¿nos eres útil? –Pues eres bueno. No reconocemos magisterio lite­rario en ningún país; menos en ningún hombre, menos en ninguna época, porque el gusto es relativo: no recono­cemos una escuela exclusivamente buena, porque no hay ninguna absolutamente mala. (Literatura, 18 de enero de 1836).

Artículos políticos

          Después de la muerte de Fernando VII (1833), con la Regencia de la Reina María Cristina, vuelven del exilio los liberales, que habían defendido la Constitución de 1812, y se abre un periodo de expectativas que pronto desilusionan por su moderación. El escritor Martínez de la Rosa, nombrado Presidente del Gobierno, es el artífice de un remedo de Constitución, el Estatuto Real, que no reconoce la soberanía popular ni las libertades básicas que los liberales reclamaban. Al mismo tiempo estalla la guerra carlista, que se prolonga hasta 1839. En torno al pretendiente, don Carlos, se agrupan las fuerzas absolutistas y el clero.

          En sus artículos periodísticos, Larra arremete con frecuencia contra los carlistas y el clero –los facciosos–, y contra unos gobiernos que no son capaces de conducir la guerra con éxito, y reclama asimismo la instauración de las milicias urbanas para combatir a los facciosos. Denuncia también la lentitud de las reformas, los estrechos límites del Estatuto Real, la traición de los antiguos liberales a los ideales democráticos, y reclama un periodo constituyente que sea capaz de implantar una verdadera Constitución que se apoye en la soberanía popular.

          Para exponer estas ideas lucha constantemente con el censor, que con frecuencia prohíbe o recorta sus artículos. La libertad de imprenta es una de sus más insistentes demandas. Para burlar la censura se basa en una prosa característica de su estilo literario, cargada de ironía y dobles sentidos que hacen de su lectura una verdadera delicia por el humor y la agudeza que destilan:

          «Una cosa aborrezco, pero de ganas, a saber, esos hombres naturalmente turbulentos que se alimentan de oposición, a quienes ningún gobierno les gusta, ni aun el que tenemos en el día; hombres que no dan tiempo al tiempo, para quienes no hay ministro bueno, sobre todo desde que se ha convenido con ellos que Calomarde era el peor de todos; esos hombres que quieren que las guerras no duren, que se acaben pronto las facciones, que haya libertad de imprenta, que todos sean milicianos urbanos...Vaya usted a saber lo que quieren esos hombres. ¿No es un horror?

          Yo no, Dios me libre. El hombre ha de ser dócil y sumiso, y cuando está sobre todo en la clase de los súbditos, ¿qué quiere decir esa petulancia de juzgar a los que le gobiernan? ¿No es esto la débil y mezquina criatura pidiendo cuentas a su Creador?». (Lo que no se puede decir no se debe decir, noviembre de 1834).

          Aunque suelen incluirse entre sus artículos de costumbres, podemos destacar también aquellos en los que expresa sus ideas sobre la justicia y la pena de muerte: El reo de muerte y Los barateros o la pena de muerte. Se muestra firmemente contrario a la pena capital y ataca las ejecuciones públicas. En el segundo de los artículos citados critica la situación de las cárceles y el abandono en el que se encuentran los presidiarios:

          «Sonreíame todavía coneste pequeño recuerdo, cuando las cabezas de todos vueltas al lugar de la escena, me pusieron delante que había llegado el momento de la catástrofe; el que sólo había robado acaso a la sociedad, iba a ser muerto por ella; la sociedad también da ciento por uno: si había hecho mal matando a otro, la sociedad iba a hacer bien matándole a él. Un mal se iba a remediar con dos. El reo se sentó por fin. ¡Horrible asiento! Miré el reloj: las doce y diez minutos; el hombre vivía aún... De allí a unmomento una lúgubre campanada de San Millán, semejante al estruendo de las puertas de la eternidad que se abrían, resonó en la plazuela; el hombre no existía ya; todavía no eran las doce y once. “La sociedad, exclamé, estará ya satisfecha: ya ha muerto un hombre”». (Un reo de muerte, 30 de marzo de 1835).

Los artículos de costumbres

          Los artículos de costumbres son los más conocidos y celebrados del autor. El costumbrismo de Larra no se puede comparar con la literatura costumbrista de la época, de un Mesonero Romanos (Escenas matritenses) o de un Estébanez Calderón (Escenas andaluzas). Éstos retratan tipos y no caracteres; buscan el color local, el tipismo, lo popular, mientras que a Larra le interesan los comportamientos, las ideas y las actitudes. No se limita a describir, sino que le alienta un espíritu reformista que le lleva a criticar todo lo que en las costumbres españolas ve de atrasado e inmovilista. Su objetivo es promover la salida del atraso y del oscurantismo guiándose por la razón y las luces, por la educación y el estudio. Es el suyo un reformismo ilustrado, pero teñido de un pesimismo que se va acentuando en la medida en que pasan los años.

          Son objetivo de su mordacidad los aspectos más variados de la vida madrileña. Algunos abordan asuntos de más trascendencia, como la vida disoluta y vacía de una juventud inculta y sin ambiciones (Carta a Andrés escrita desde las Batuecas…, El mundo todo es máscaras...), o la pobreza de la educación (El casarse pronto y mal, La educación de entonces); otros se refieren al mal funcionamiento de las instituciones públicas (Vuelva usted mañana, En este país…), o al mal estado de los caminos y del transporte público (La diligencia). Ataca con dureza las corridas de toros, que considera propias de un país bárbaro y primitivo.

          A pesar de que en sus ideas políticas de liberal progresista reclama la intervención del pueblo en la vida política y los derechos democráticos, muestra un aristocrático desprecio por las costumbres y usos populares, que, en su opinión, se caracterizan por el atraso, la ignorancia y la zafiedad.

          El tono de sus artículos varía desde el más ligero y divertido, cargado de ironía, a veces caricaturesco, hasta el tono pesimista y desolado que, en los últimos artículos, refleja una actitud de absoluta desesperanza. También el estilo ha cambiado; se ha hecho más grave, sin perder su mordacidad, y su prosa se hace más retórica. El espíritu romántico, el “mal del siglo”, ha penetrado en él profundamente:

          «No hubo más remedio que buscar el fiador; ya daba mi amigo la mudanza a todos los diablos. Venciéronse, por fin, las dificultades; ya cogió las llaves, y cogió celador, y cogió el padrón, y cogió... ¿qué había de coger por último? El cielo con las manos, lectores míos. Comenzó la mudanza; el sofá no cupo por la escalera, fue preciso izarle por el balcón, y en el camino rompió los cristales del cuarto principal, los tiestos del segundo y al llegar al tercero, una de sus propias patas, que es precisamente la que le había estorbado: si se hubiera roto al principio, pleito por menos: fue preciso pagar los daños. El bufete entró como taco en escopeta, haciendo más allá la pared a fuerza de rascarle el yeso con las esquinas; la cama de matrimonio tuvo que quedarse en la sala, porque fue imposible meterla en la alcoba; el hermano de mi amigo, que es tan alto como toda la casa, se levantó un chichón, en vez de levantar la cabeza, con el techo, que estaba el hombre en medio con el piso. En fin, mal que bien, estuvo ya la casa adornada; pero, ¡oh desgracia!, mi amigo tiene un suegro sumamente gordo; verdad es que es monstruoso; y es hombre que ha menester dos billetes en la diligencia para viajar; como a éste no se le podía romper pata como al sofá, no hubo forma de meterlo en casa. ¿Qué medio en este conflicto? ¿Reñir con él y separarse porque no cabe en casa? No es decente. ¿Meterlo por el balcón? No es para todos los días. ¡Santo Dios! ¡Que no se hagan las casas en el día para los hombres gordos! En una palabra, desde ayer están los trastos dentro; mi amigo en la escalera mesándose los cabellos, luchando entre la casa nueva y el amor filial; y el viejo en la calle esperando, o a perder carnes, o a ganar casa». (Las casas nuevas, 13 de septiembre de 1833).
 
          «Dirigíanse las gentes por las calles en gran número y larga procesión, serpenteando de unas en otras como largas culebras de infinitos colores: ¡al cementerio! ¡Y para eso salían de las puertas de Madrid!

          Vamos claros, dije yo para mí, ¿dónde está el cemen­terio? ¿Fuera o dentro? Un vértigo espantoso se apoderó de mí, y comencé a ver claro. El cementerio está dentro de Madrid. Madrid es el cementerio. Pero vasto cemen­terio donde cada casa es el nicho de una familia, cada calle el sepulcro de un acontecimiento, cada corazón la urna cineraria de una esperanza o de un deseo.

          Entonces, y en tanto que los que creen vivir acudían a la mansión que presumen de los muertos, yo comencé a pasear con toda la devoción y recogimiento de que soy capaz las calles del grande osario.

          –¡Necios! –decía a los transeúntes–. ¿Os movéis para ver muertos? ¿No tenéis espejos por ventura? ¿Ha acabado también Gómez con el azogue de Madrid? ¡Miraos, insensatos, a vosotros mismos, y en vuestra frente veréis vuestro propio epitafio! ¿Vais a ver a vuestros padres y a vuestros abuelos, cuando vosotros sois los muertos? Ellos viven, porque ellos tienen paz; ellos tienen libertad, la única posible sobre la tierra, la que da la muerte; ellos no pagan contribuciones que no tienen; ellos no serán alistados ni movilizados; ellos no son presos ni denunciados; ellos, en fin, no gimen bajo la jurisdicción del celador del cuartel; ellos son los únicos que gozan de la libertad de imprenta, porque ellos hablan al mundo. Hablan en voz bien alta y que ningún jurado se atrevería a encausar y a condenar. Ellos, en fin, no reconocen más que una ley, la imperiosa ley de la Naturaleza que allí los puso, y ésa la obedecen.

          Pero ya anochecía, y también era hora de retiro para mí. Tendí una última ojeada sobre el vasto cementerio. Olía a muerte próxima. Los perros ladraban con aquel aullido prolongado, intérprete de su instinto agorero; el gran coloso, la inmensa capital, toda ella se removía como un moribundo que tantea la ropa; entonces no vi más que un gran sepulcro: una inmensa lápida se dis­ponía a cubrirle como una ancha tumba.
No había aquí yace todavía; el escultor no quería mentir; pero los nombres del difunto saltaban a la vista ya distintamente delineados.

          ¡Fuera, exclamé, la horrible pesadilla, fuera! ¡Liber­tad! ¡Constitución! ¡Tres veces! ¡Opinión nacional! ¡Emigración! ¡Vergüenza! ¡Discordia! Todas estas pala­bras parecían repetirme a un tiempo los últimos ecos del clamor general de las campanas del día de Difuntos de 1836.

          Una nube sombría lo envolvió todo. Era la noche. El frío de la noche helaba mis venas. Quise salir violenta­mente del horrible cementerio. Quise refugiarme en mi propio corazón, lleno no ha mucho de vida, de ilusiones, de deseos.

          ¡Santo cielo! También otro cementerio. Mi corazón no es más que otro sepulcro. ¿Qué dice? Leamos. ¿Quién ha muerto en él? ¡Espantoso letrero! ¡Aquí yace la esperanza!!
¡Silencio, silencio!!!» (El Día de Difuntos de 1836, 2 de noviembre de 1836).

          Larra es, de todos los escritores del siglo XIX, el que mejor representa el espíritu de una época y, al mismo tiempo, el más moderno, el más actual. A él han recurrido como insignia escritores del cambio del siglo y de principios del XX. El tema de las “dos Españas”, tan caro a los noventayochistas, está contenido en sus artículos y recogido en el famoso epitafio que Larra encuentra en aquel Madrid convertido en cementerio: “Aquí yace media España; murió de la otra media”. Los jóvenes rebeldes de la llamada generación del 98 acuden al cementerio a depositar en su tumba un ramo de violetas.

          Si en algún momento ha habido pensamiento crítico, ése ha sido el suyo. Inconformista, inclasificable, rebelde, de amplia cultura y aguda inteligencia, nos lega una herencia de indudable valor en estos tiempos de atonía. Pero además, nos ha enseñado a escribir. La prosa moderna castellana no sería la misma sin el estilo incomparable de los artículos de Larra. Quizá deberíamos depositar en su tumba un ramo de violetas.