Paulo A. Paranagua

El guevarismo no es un humanismo
(Le Monde, 1 de octubre de 2004)

El mesianismo es resistente. Pese al  fracaso de las revoluciones y los estragos del nacionalismo a lo largo del siglo XX, la ilusión persiste, bajo la forma de mitologías que parecen sobrevivir a todos los contratiempos. Como personalidad en constante evolución, Ernesto Che Guevara (1928-1967)  continúa siendo un mito inoxidable, inseparable de la constante  aspiración a la redención o a la utopía.

Lejos de reducir el alcance de Guevara, los reveses que cosechó repetidamente en todos los terrenos de su actividad alimentan un culto al sacrificio inspirado en el romanticismo y en la figura de Cristo. A falta de poder defender sus ideas así como sus hechos y gestos, la transmisión de su herencia se produce en nombre de  valores humanistas o morales. Diarios de motocicleta, la hermosa película de Walter Salles, se inscribe en esta lógica, tanto más cuanto que evoca al joven argentino antes de haber contraído su  compromiso político, libre de todo lo susceptible de provocar controversia.

Antes de haber acumulado derrotas, el prestigio del Comandante se basaba en una victoria, la revolución cubana de 1959. Sin embargo, sin negar su papel en la batalla de Santa Clara, el único estratega de la Sierra Maestra fue, sin lugar a dudas,  Fidel Castro, que se empleó en la  ampliación del frente contra Batista, no sin incurrir en  ambigüedades políticas que no eran del agrado del Che.

Incluso para quienes le profesan devoción, ¿qué queda de aquel triunfo, cuarenta y cinco años después? La epopeya se ha convertido en un sálvese quien pueda. El fracaso del socialismo castrista impregna inevitablemente todo el proceso. Sus etapas sucesivas, su imparable descenso a los infiernos no dejan lugar a interrogantes sobre el origen de la dictadura.

Listo para consumir

En el plano militar, Guevara se convirtió, a través de sus escritos, en el propagandista de las enseñanzas de la guerrilla, al tiempo que persistía en despojarla de los factores políticos que hacían posible la comprensión del derrocamiento de Batista. El carisma del autor hizo que sus teorías y generalizaciones apresuradas de la experiencia cubana se convirtiesen en ideas listas para consumir a los ojos de varias generaciones de latino americanos,  que se enfrentaron a la muerte sin por ello mejorar la suerte de sus semejantes.

A quienes se quejan de sus epígonos -doblemente culpables por haber fracasado y por haber simplificado las enseñanzas del maestro-, habría que recordarles los desastres en los que Guevara estuvo directamente implicado. La guerrilla del norte de Argentina fue liquidada antes de estar en disposición de actuar. Su aventura en África sería simplemente penosa si no fuera porque revela hasta qué punto desconocía  el contexto social y cultural al que pretendía dar un impulso. Finalmente, el desenlace trágico de la guerrilla en Bolivia, que provocó la muerte del Che y numerosos compañeros, no puede hacer olvidar su obstinada ignorancia de la situación  del país, especialmente la de los campesinos en los que quería apoyarse.

Sobre las dos cuestiones cruciales que marcaron la evolución de Cuba, tampoco se mostró muy lúcido. Hoy es fácil burlarse de las extravagancias de un Fidel Castro en fase terminal. Cuando  Guevara era el responsable de la Banca central, nadie encarnaba mejor que él el voluntarismo a ultranza, el menosprecio de las realidades económicas y sociales, la desenvoltura respecto a la democracia. Coetáneo de la invasión de Hungría y del informe de Jruchov al XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética, profesó un prosovietismo incondicional, seguido de una conversión igualmente ciega a las virtudes de la China comunista, atemperada por un tercermundismo que lo abarcaba todo.

La última línea de defensa de los exégetas de Ernesto Che Guevara se sitúa en el plano personal y psicológico, mediante la exaltación de su fuerza de carácter, su idealismo, su valor, su ética, su  humanismo y su  ejemplo moral. La fascinación por un personaje complejo, forjador de  su propio mito, se comprende bien en un mundo en búsqueda de sentido, a condición de que no se pasen por alto sus aspectos más molestos.

Máquina de matar

El hecho de que abandonara  la isla después de haber desempeñado un papel fundamental en las políticas de desarrollo de La Habana, ¿fue una prueba de coraje político, puesto que  sabía que él era el único dirigente que podía llevarle la contraria a Fidel Castro, o una forma de reconfortar al Jefe Supremo en su papel de dictador absoluto?

En una época en la que la manipulación ideológica de la pulsión de muerte se ha convertido en un fenómeno de masas gracias a la proliferación de kamikazes, ¿sigue siendo posible la admiración por el equipo suicida de Bolivia?

Aparte del voluntarismo que conlleva una dictadura, ¿pueden considerarse valores humanistas el entusiasmo del Che por la pena de muerte, su participación personal en los pelotones de fusilamiento, el hecho de que castigase a los guerrilleros con la privación de alimentos, su llamamiento al odio en nombre de la pureza revolucionaria?

En el sistema represivo que se instauró en Cuba, Guevara no se limitó a justificar que se burlasen y ahogasen las libertades y se encarcelase a los desviacionistas sino que participó en ello. Por lo demás, la noción de pureza constituye una de las más deleznables máquinas de matar que haya inventado el hombre, desde la pureza de sangre propia de la Inquisición hispánica, hasta los campos de la muerte de los totalitarismos contemporáneos.

Ni  la ética ni  la fraternidad salen fortalecidas en absoluto por semejantes nociones, introducidas por ende de contrabando. De ningún modo puede considerarse el  mesianismo como un humanismo.

(Traducción de Clara Ferrer)