Pilar Etxaniz

Lo que nos toca
(Hika, 160 zka. 2004ko azaroa)

Nuestras aulas, así como la vida misma, son calidoscopios a través de los cuales se expresan las distintas maneras de ser, de conocer, de sentir, de pensar, etc. que coexisten en ellas en un mismo espacio y tiempo escolar.

Diría que en todas ellas se dan situaciones de rechazo a determinadas personas que sufren un retraso escolar o que tienen alguna característica física o psíquica diferenciada; se ejercen comportamientos en los que el grupo busca una cabeza de turco sobre la que descargar su tiranía y, de paso, afianzarse como tal grupo; conductas agresivas que crean dificultades de relación, que coartan, comportamientos impulsivos, ausencia de límites, insuficiente autocontrol, rechazos y humillaciones debidos a desiguales aptitudes deportivas, actitudes de mal uso o destrucción del material o del mobiliario escolar, expresiones de dominación, e incluso agresiones de género y un largo etc.

Este retrato puede corresponder lo mismo a un aula de Secundaria que de Educación Infantil, salvando las distancias y las características específicas de cada edad. Sin embargo, son expresiones o tendencias que aparecen o se pueden intuir desde los primeros años de escolaridad. Este tipo de comportamientos suelen ser síntomas de un malestar que arrastran las alumnas o alumnos. Así como el dolor es la alerta de que algo no va bien en nuestro cuerpo, estas expresiones anómalas son la expresión de un problema relacionado con el entorno familiar, con una autoimagen negativa, con dificultades de relación, insuficientes habilidades sociales... O, por qué no, pueden suponer el rechazo a un modelo escolar al que no encuentran sentido o que sienten que no les toma en cuenta.

Por tanto, si se trata de síntomas, habrá que descubrir sus causas y actuar sobre ellas, sobre el origen de estas conductas.

Sin embargo, en demasiadas ocasiones todo este tipo de cuestiones no se consideran escolares, a no ser que se conviertan en un problema que trastoca la paz escolar. Lo que habitualmente enciende la luz de alarma en muchos centros es la constatación de que estas conductas alteran la dinámica escolar. Nos preocupamos cuando tal o cual alumno o alumna nos desbarata la clase, pero muchas conductas injustas que discriminan, humillan o hacen sufrir en la vida escolar nos pueden pasar desapercibidas, bien porque en el fondo creemos que no es nuestra labor actuar ante ellas, o porque tenemos prisa por dar el programa; así que, en el mejor de los casos, aplicamos el código penal del centro (el reglamento) y el pertinente correctivo.

No nos paramos a analizar las causas, por lo que no podemos poner en pie una política escolar verdaderamente preventiva. Política que debería servir, a mi juicio, para ir creando las condiciones para que nuestros centros sean más acogedores para con el alumnado, lo que no está reñido con que, a la vez, sean exigentes; potenciar el desarrollo ético de nuestros y nuestras estudiantes; impulsar la reflexión sobre sus comportamientos, de modo que el alumnado pueda sentirse sujeto responsable de su propio cambio...

Es un ambicioso objetivo que, somos conscientes, afecta de lleno a la vida escolar, supone integrar de modo natural la educación en valores en toda la dinámica escolar y no –como también se ha oído últimamente- asignaturizar la convivencia. Requiere dedicar un tiempo al diálogo, a la reflexión, a las entrevistas con las alumnas y los alumnos, a las sesiones de grupo; trabajar mirando a largo plazo y actuar en consecuencia. Requiere una actitud de escucha permanente por parte de los educadores y educadoras. Requiere una organización escolar en la que los objetivos escolares no se den de manera fragmentada. Una distribución horaria que potencie la comunicación entre unos profes y otras. Requiere establecer una línea clara entre lo urgente y lo importante. Requiere ser educadora a la vez que se es profesora de...

Por eso, desde mi condición de maestra de Educación Primaria me sonrojo cuando desde el sector docente se oyen voces reclamándose profesores y no educadores. No comparto, desde luego, tal aseveración, porque estos dos aspectos de nuestra profesión son inseparables en la práctica escolar. Efectivamente, creo que ésta lleva implícita una serie de comportamientos, actitudes, prejuicios, jerarquía de valores, sistema de creencias, etc. que están presentes tanto en los contenidos que se imparten, como en las metodologías que se utilizan, en las formas de organización y de relación que se escogen... de manera que unos y otras no son indiferentes, por mucho que haya quien quiera aparecer como docente imparcial, neutral o aséptico, o por mucho que no seamos conscientes de ello. Otra cosa es que no nos resulte fácil.

Desde luego que al tomar conciencia de nuestra función educadora y al querer explicitar en qué tipo de educación queremos influir y cómo lo queremos hacer, se nos plantean no pocas interrogantes.

Tendemos a pensar que en otros tiempos –cuando las personas que hoy rondamos los 40-50 años íbamos a la escuela- las cosas eran si no más fáciles, sí más claras: tanto la familia como la escuela estaban relativamente de acuerdo en lo que debía exigírseles a los hijos-alumnos, de modo que no había grandes contradicciones entre el ámbito familiar y el escolar. Sin embargo, el concepto de familia ha ido cambiando, hoy coexisten diversos tipos de familia, y muchas de las funciones que antaño desempeñaba las ha transferido a la escuela. Los cambios sociales se suceden de manera vertiginosa, la sociedad de la información nos cuestiona cuál debe ser el conjunto de saberes y de capacidades que las futuras ciudadanas y ciudadanos deberían poseer para poder comprender el mundo en que viven y poder actuar en él.

No es cuestión ahora de profundizar en la naturaleza y en el alcance de estos cambios, pero sí subrayar que plantean nuevos retos a la escuela y dejan al descubierto sus propias contradicciones: está pensada para ofrecer una enseñanza-educación que no se corresponde con las necesidades de la realidad social y, por tanto, entra en crisis.

La escuela asume en su discurso el principio de la comprensividad (escuela para todos) y el de la diversidad (somos diferentes, pero sujetos de los mismos derechos y oportunidades); pero, en el fondo, nos gustaría tener clases homogéneas. Tenemos un alumnado muy diverso (en su procedencia cultural, género, capacidad, valores, etc.) pero no nos sentimos capaces de gestionar esta complejidad y respondemos con medidas parciales que no cuestionan los fundamentos de lo que hacemos. En ocasiones sentimos que perdemos el control de la situación y nos sentimos vulnerables, o actuamos echando balones fuera.

Considero que nuestra práctica profesional ha variado poco en relación a lo que demandan los cambios sociales, quizás porque las ideas de fondo de muchas y muchos docentes tampoco han cambiado; los distintos programas de formación y las tímidas reformas no han propiciado la suficiente reflexión sobre cuestiones tan importantes como qué es el conocimiento, qué es enseñar y educar en y para la sociedad de la información, cuál es el papel de la escuela en un mundo tan globalizado y tan lleno de contradicciones e incertidumbres y qué aportaciones debería realizar a este mundo tan cambiante, qué significa educar para una ciudadanía responsable y crítica, etc. Y, en consecuencia, cuáles son las funciones que nos corresponde asumir como docentes.

En mi opinión quienes somos docentes-educadores deberíamos adoptar un compromiso ético en relación al curso del mundo y de la humanidad, plantearnos cómo podemos colaborar a un mundo mejor, más sostenible, más justo y más humano. Compromiso, para empezar, con la realidad social que representa el aula y con cada persona que en ella convive y se expresa. No puede ser que –como ocurre- ante la invasión de Irak, o el desastre del Prestige, la masacre de Madrid, la violencia de género o tantos y tantos acontecimientos significativos, sigamos con el programa previsto, como si fuéramos esclavos de unos contenidos escolares previamente establecidos, o como si pensáramos que dichos acontecimientos no sirven como base de aprendizajes de gran valor y significación.

Se diría que es la rutina la que preside nuestras actuaciones; muchas personas docentes no son capaces de explicar por qué hacen las cosas como las hacen, por qué toman unas opciones y no otras, aunque mucho me temo que a veces, por omisión, las dejan en manos de la Administración, de las editoriales de libros de texto o de las empresas. No es posible educar en la responsabilidad y en el sentido crítico con una práctica docente que depende más de las normas y de los dictados exteriores que de la reflexión sobre la propia práctica. Es cierto –y se ha insistido en ello durante las últimas semanas- que la Administración educativa, los gobiernos, acostumbran a ir por detrás de los acontecimientos. Es cierto que el gran cambio que la Reforma educativa iba a suponer, se ha quedado en el camino (entre otras cosas por racanería presupuestaria). Es cierto que no contamos con la formación necesaria para afrontar los importantes retos a los que nos enfrentamos. Es cierto que todo no lo puede hacer la escuela. Pero también es cierto que todo ello no nos exime de las responsabilidades que asumimos (o deberíamos asumir, por lo menos) al acceder a un puesto de trabajo como profesionales del sector educativo.

Somos nosotras y nosotros mismos quienes debemos tomar las riendas de lo que hacemos, recuperar la iniciativa, reflexionar colectivamente sobre la organización del centro escolar, sobre la distribución horaria, los contenidos a trabajar, los marcos y modos de relación entre las personas del equipo docente, o entre éstas y el alumnado. La tarea docente es una tarea colectiva, lo que exige marcos y tiempos de encuentro para la reflexión, para compartir ideas y también –porqué no- sentimientos de impotencia, de inseguridad o de soledad y para poder superar los miedos que nos impiden actuar y arriesgar.