Programa de las Américas del International Relations Center Informe Especial


Una ética de buena vecindad global para las
relaciones internacionales

Por Tom Barry, Salih Booker, Laura Carlsen, Marie Denis y John Gershman
1 de septiembre de 2005

¿Qué estamos haciendo con el mundo?

Casi nunca, como ahora, ha sido tan confusa o fragmentadora la política exterior estadounidense. La ocupación de Irak, la profundización del déficit comercial, agitar el sable por todas partes, el desdén por la cooperación internacional, han dejado al público estadounidense confundido acerca de lo que el gobierno de Estados Unidos hace en el extranjero y por qué lo hace. El gobierno de George W. Bush ha reorientado la política exterior de la nación mediante su doctrina de guerra preventiva y su misión ideológica de exportar la “democracia”. En vez de construir un consenso amplio tras los ataques terroristas del 11 de septiembre, el gobierno polarizó a la ciudadanía.
La falta de certeza del público acerca de lo que se hace en el mundo no es un fenómeno nuevo. En realidad no es algo distintivo de la era Bush. Con frecuencia el público estadounidense ha cuestionado si la política exterior de Washington realmente sirve a los intereses del país o si en verdad lo vuelve más seguro. Hace tiempo que estas preocupaciones ensombrecen la política exterior, especialmente desde que en los noventa del siglo XIX nuestra república revolucionaria comenzó a pensar más en expandir el dominio estadounidense en el extranjero y menos en nuestras propias independencia, democracia y libertad.
Hoy, la “guerra global al terrorismo” y el discurso del “cambio de régimen” en otros países disparan críticas tanto de la izquierda como de la derecha política, y muchas voces se alzan en protesta ante estas iniciativas, exigiendo cambios en la política exterior. El presidente afirma que “mantendrá el rumbo”. Pero los altos costos, los magros resultados y los crecientes peligros que entraña el rumbo de la actual política exterior indican que existe la necesidad de un drástico cambio de dirección.
¿Podemos alterar el curso de la política exterior estadounidense?
¿Alguna vez, acaso, ha habido un modelo que nos aleje dramáticamente del militarismo y el unilateralismo y nos conduzca a una cooperación internacional y a la paz?
La respuesta es sí.
Por fortuna, la política exterior estadounidense abreva de una herencia diferente —una que nos da orgullo y que puede servir de modelo e inspiración para nosotros y para otros. Es la política del Buen Vecino que propusiera el presidente Franklin D. Roosevelt en los treinta del siglo XX, como perspectiva fresca para las relaciones internacionales y los asuntos exteriores de Estados Unidos. La política del Buen Vecino de la presidencia de Roosevelt (1933-1945) marcó un viraje dramático en las relaciones exteriores estadounidenses y estuvo caracterizada por un repudio público a treinta años de imperialismo, estereotipamiento cultural y racial e intervención militar.
En Estados Unidos, Franklin D. Roosevelt (FDR) es recordado sobre todo por sus políticas sociales y democráticas al interior del país y por su fuerte liderazgo como presidente en tiempos de guerra. Sin embargo, la política exterior de Roosevelt antes de la segunda guerra mundial fue también sobresaliente y es muy relevante para responder a los conflictos económicos, culturales y de seguridad actuales.
En su discurso de toma de posesión, en marzo de 1933, Roosevelt anunció una nueva aproximación a las relaciones internacionales que habría de ser conocida como la política del Buen Vecino. “Dedicaré esta nación a la política del buen vecino —un vecino que resueltamente se respeta a sí mismo, y por ende, respeta los derechos de los otros”.
Al propugnar esta nueva visión de las relaciones internacionales y de la política exterior estadounidense, FDR proclamó que toda nación debe ser “el vecino que respeta sus obligaciones y respeta la inviolabilidad de sus acuerdos al interior y con un mundo de vecinos”.
¿Puede replicarse este trascendente giro?
Si la historia es una guía para la acción, la respuesta, de nuevo, es sí.
A fines de los años veinte del siglo pasado, la ciudadanía estadounidense comenzó a cuestionar seriamente la prudencia de la política exterior del país. La crítica fue más allá de un presidente o un partido político en particular y abarcó a todo el rumbo de la política exterior fijado desde 1890 por los gobiernos republicanos y demócratas por igual.
Ambos lados del espectro político alegaban que la práctica estadounidense de fijarle políticas a otros países, reestructurar las economías extranjeras e instalar nuevos gobiernos, iba en contra de los ideales revolucionarios de la nación. Después de treinta años de emular el imperialismo europeo, los funcionarios del gobierno estadounidense en los departamentos de Estado, Comercio y Defensa llegaron a la conclusión de que se requería un cambio importante en la política exterior.
A partir de las protestas y las preocupaciones provenientes del mundo de los negocios, Washington y Wall Street comenzaron a alejarse de la adquisición territorial y el imperialismo. En lugar de buscar una política exterior que fuera parte de la misión de la “raza dominante” —manejar los asuntos de las “razas más débiles”—, el nuevo discurso en la política y el comercio impulsaba la necesidad de que las naciones fueran buenos vecinos.
De nuevo, la política exterior estadounidense se halla en la encrucijada, y de proseguir por el rumbo actual caerá en el desastre. Con el fin de encontrar una manera de salir de este dilema, es útil revisar las lecciones del periodo entre la primera y la segunda guerras mundiales.
La política del Buen Vecino de los años treinta brinda inspiración a una nueva forma de abordar las relaciones internacionales —no es algo radicalmente diferente, pues tiene raíces profundas en nuestra propia historia.
Nuestro mundo ha sido testigo de profundas transformaciones, inimaginables en los días de la Gran Depresión y el New Deal. Conforme cambian las condiciones nacionales y globales, las agendas políticas deben evolucionar también. La política del Buen Vecino de FDR no puede aplicarse como plan de acción para la política exterior de hoy, pero los principios básicos subyacentes ofrecen claves para construir nuevas relaciones internacionales que sean sustentables social, política y ambientalmente.
Los principios de una nueva ética global de buena vecindad se sustentan en las mejores prácticas y políticas de los años de Roosevelt. Al igual que las iniciativas de relaciones exteriores impulsadas por FDR, rompen con las tradiciones de las élites de la política exterior y emulan las prácticas de urbes, comunidades y barrios por todo el país.
Los principios de la buena vecindad son fáciles de comprender, porque no están extraídos de algún manual de política exterior ni de los tratados ideológicos. Estos principios reflejan nuestros valores básicos, nuestras reglas de oro, nuestra responsabilidad personal, nuestro sentido común y nuestras buenas costumbres humanas.
El siguiente bosquejo de una ética global de buena vecindad para nuestra época consta de cuatro principios generales y tres preceptos que responden a las principales áreas de las relaciones internacionales: política de defensa, desarrollo sustentable y ejercicio del gobierno —o como se le dice actualmente, “gobernancia”.
Principio uno: El primer paso hacia una buena vecindad es dejar de ser un mal vecino.
Principio dos: La agenda de política exterior de nuestra nación debe vincularse a la amplitud de los intereses de Estados Unidos. Para ser eficaz y obtener respaldo del público, una nueva agenda de política exterior debe trabajarse en conjunción con reformas internas de política pública que mejoren la seguridad, la calidad de vida y los derechos básicos en nuestro país.
Principio tres: Dado que nuestros intereses, nuestra seguridad y nuestro bienestar están interconectados con los de otros pueblos, la política exterior estadounidense debe basarse en la reciprocidad y no en la dominación, en un bienestar mutuo y no en una competencia atrabilaria, en la cooperación y no en la confrontación.
Principio cuatro: Siendo la potencia más destacada del mundo, se trabajará mejor en favor de Estados Unidos si se ejerce un liderazgo y una asociación global responsable en vez de buscar la dominación global.
Principio cinco: Una eficaz política de seguridad debe tener dos patas. Una seguridad nacional genuina requiere de militares bien entrenados, capaces de repeler los ataques a nuestro país, pero también requiere un compromiso proactivo por mejorar la seguridad personal y nacional mediante medidas no mili-tares y la cooperación internacional.
Principio seis: El gobierno estadounidense debe apoyar el desarrollo sustentable, primero en casa y luego en el exterior, mediante sus políticas macroeconómicas, de comercio, inversión y asistencia.
Principio siete: Una vecindad global próspera y pacífica depende de un ejercicio del gobierno, una gobernancia, que sea eficaz, a nivel nacional, regional e internacional. Un eficaz ejercicio del gobierno debe contemplar la rendición de cuentas, la transparencia y la representatividad.
La evolución de la política exterior estadounidense en la Guerra Fría
La audaz idea de que Estados Unidos debe conducir su política exterior como si fuera un buen vecino que vive en un vecindario global de diversas culturas y políticas nunca resurgió después de la época de FDR. Poco después de la Segunda Guerra Mundial, se instaló una lógica de Guerra Fría, de confrontación permanente.
Incluso en algunos sosegados periodos de esta Guerra Fría o en su secuela de paz, la política del Buen Vecino ha continuado en el olvido.
Durante los más de cincuenta años de Guerra Fría, las élites implicadas en la política exterior estadounidense movilizaron el apoyo del público y el gobierno en favor de la intervención internacional, acicateando el miedo y el odio hacia la Unión Soviética y el comunismo. Gran parte de todo esto fue producto de la propaganda alarmista. Exageradas “evaluaciones de la amenaza”, de los riesgos a la seguridad que implicaban los países y organizaciones comunistas se volvieron un instrumento para justificar enormes aumentos en el presupuesto militar de la posguerra.
Independientemente de sus inclinaciones políticas, todos los miembros de la comunidad involucrada en la política exterior se desorientaron por la pérdida abrupta de recursos tras el fin de la Guerra Fría. Aquellos que urgían al gobierno a adoptar más fuertes medidas anticomunistas, o quienes confrontaban las políticas intervencionistas estadounidenses de Guerra Fría, se vieron forzados a reajustar abruptamente sus lentes.
Tras el colapso de la Unión Soviética, no era únicamente el público escéptico sino todo el sistema de política exterior, quien preguntaba “¿qué estamos haciendo con el mundo?” Sin el “enemigo del mal” como enemigo, los analistas de política exterior, los think tanks, los expertos, los funcionarios de gobierno, quedaron confundidos y buscaron un nuevo punto de partida para la política exterior estadounidense.
Los estrategas y teóricos a todo lo ancho del espectro político buscaron un nuevo marco de trabajo que guiara la política exterior y militar posterior a la Guerra Fría. En su búsqueda, de nuevo pasaron por alto el legado de la aproximación de sentido común de FDR —que implica un mutuo respeto y los valores de la buena vecindad como marco para las relaciones internacionales.
En los noventa, el sector dominante de la élite de la política exterior consideraba el vecindario global como una mezcla mutuamente beneficiosa de productores, comerciantes, inversionistas y consumidores. Los progresistas hablaban con entusiasmo del “dividendo de paz”, que permitiría canalizar a los programas sociales fondos antes asignados a aspectos de defensa. Sin embargo, otros comenzaron a invocar un nuevo “ogro” que justificara elevar el presupuesto militar y que convocara el apoyo del público a los despliegues militares estadounidenses en varias partes del mundo. La amenaza de los “Estados rufianes” vino a ser un estribillo común.
Diferentes maneras de entender el mundo —y el papel de Estados Unidos en éste— compitieron por su prominencia en Washington. Una tendencia que emergió del Pentágono y del Departamento de Estado abogaba por expandir la definición de la seguridad nacional estadounidense para que incluyera las llamadas “amenazas no convencionales” —cambio climático, tráfico de drogas, Estados fracasados, y pandemias de salud global. Muchos liberales y progresistas alabaron la nueva estrategia por considerar su papel proactivo en los asuntos internacionales y apoyaron una respuesta más multilateral y de Estados Unidos ante las amenazas no convencionales, su intervención humanitaria en los conflictos internos y la liberalización del comercio. Otros, sobre todo de la derecha, arremetieron alegando que esta definición expandida conduciría a la nación estadounidense a involucrar ingenuamente sus tropas en confrontaciones de civiles en el extranjero.
Al interior del Partido Republicano, la coalición de halcones, conservadores sociales y neoconservadores intentó diseñar una nueva política exterior basada en el concepto de la supremacía estadounidense. Aseguraron que lo que el mundo requería para la paz y la estabilidad era un árbitro que tuviera un avasallante poderío militar y la voluntad política necesaria para mantener el orden. Estados Unidos, con su superioridad militar y sus precedentes históricos de liderazgo global, era el Leviatán que podría sentar las bases de un “nuevo siglo americano”.
A fines de los noventa, el Proyecto de un Nuevo Siglo Americano y el American Enterprise Institute propusieron un plan de política exterior para la era posterior a la Guerra Fría. El plan estipulaba que Estados Unidos debería poner su poderío militar supremo al servicio de su “claridad moral”. Estos grupos insistieron en que Washington tiene la responsabilidad moral de utilizar el poderío estadounidense para mantener el orden global aplastando cualquier amenaza a dicho orden, domesticar las regiones tumultuosas como el Medio Oriente y patrocinar transiciones económicas y democráticas.
Los adherentes de esta Pax Americana, que después habrían de ocupar los puestos más altos en el gobierno de Bush, menospreciaron las nociones “liberales” e “ingenuas” de que la cooperación internacional y el respeto mutuo eran la mejor manera de garantizar un vecindario global seguro y sano. Alegaron que tales puntos de vista equivalían a un apaciguamiento, una mediatización, y hacían de Estados Unidos un rehén de las opiniones de una comunidad internacional envidiosa y poco confiable. Desde su punto de vista, las fuerzas del mal y la anarquía social siempre predaban a los desventurados buenos vecinos y a los “conciliadores”.
Desde los primeros días del gobierno de George W. Bush, el discurso de Washington dio un viraje, de la “cooperación internacional”, “el compromiso constructivo” y la “comunidad internacional” a “los cambios de régimen”, la “guerra preventiva”, las “coaliciones de los dispuestos” y la “supremacía americana”. Los tratados internacionales, las normas y los convenios fueron rechazados, violados o menospreciados porque intencionadamente minaban el poderío estadounidense y mellaban la “misión” de América.
Tras los ataques del 11 de septiembre, el gobierno estadounidense desplegó con fervor el manto de su “rectitud”. Washington sabe más que todos, alegaban los funcionarios de la administración, no sólo más que la sociedad estadounidense, sino más que otras naciones o que la sociedad global. En casa, las políticas incluyeron la supresión de las libertades civiles en nombre de la seguridad, según la expresa la Ley de Patriotismo Estadounidense, y las reformas sociales quedaron abiertamente sujetas a los preceptos religiosos fundamentalistas. En el extranjero, la guerra preventiva, la actitud policiaca global, la reestructuración política, se tornaron conceptos operativos para armonizar el orden mundial —una Pax Americana que beneficiaría a todos menos a los “malévolos”.
Sin embargo, las acciones impulsadas por esta visión no condujeron a un orden mundial o a un nuevo consenso al interior del país. La “misión” estadounidense de recrear el mundo a su imagen y semejanza condujo a la animosidad y al resentimiento de gobiernos y pueblos extranjeros. Donde alguna vez hubo el consenso interno de combatir el terrorismo y defender a la nación, ahora había dudas y preguntas agudas en torno a la “guerra global contra el terrorismo”.
¿Había en realidad vínculos entre Saddam Hussein y Al Qaeda? Si no los había, ¿por qué entonces Washington envió tropas y recursos estadounidenses para invadir Irak cuando Osama bin Laden continuaba libre y oculto? ¿Por qué continúan ocupando Irak las tropas estadounidenses después de haber logrado el “cambio de régimen”, siendo que no pudieron encontrar armas de destrucción masiva (ADM)? ¿Por qué los líderes estadounidenses detectan posibles amenazas de armamento nuclear en Irán y Corea del Norte mientras minimizan las amenazas reales que implican las armas nucleares de Paquistán e Israel, “aliados” estadounidenses? Muchas de estas preocupaciones confrontan las etiquetas tradicionales y las escuelas políticas de pensamiento. Los liberales atacan las políticas de Bush diciendo que son muy conservadoras, y resienten el militarismo y el desdén por la cooperación internacional. Los conservadores tradicionales alegan que las políticas del gobierno siguen lineamientos liberales, con su llamado a un gobierno más amplio, a la promoción de la democracia y al intervencionismo entrometido.
Pero comienza a emerger un nuevo consenso público que afirma que, por sus acciones y arrogancia, Estados Unidos está provocando una peligrosa discordia que puede precipitar la desintegración de las relaciones internacionales. Al hacerlo, los actuales líderes estadounidenses ponen en peligro el futuro del país.
Los principios globales de la buena vecindad
Lo que se requiere es una nueva aproximación que tenga sentido para el público estadounidense, no sólo a las élites de la política exterior. Debe ser una aproximación que abreve de lo mejor de los valores y tradiciones de Estados Unidos. Como tal, no debe basarse en la arrogancia y el materialismo sino en una dignidad y una generosidad cívicas; no en el sentido unilateral de “misión” sino en un papel de colaborador como socio global.
La ciudadanía estadounidense necesita y merece una nueva política exterior que clarifique valores, en vez de confundirlos —una que rompa con las barricadas establecidas por las caducas etiquetas políticas de conservadores vs liberales, realistas vs idealistas, aislacionistas vs internacionalistas.
Una política eficaz no puede ser ni egoísta ni meramente altruista. Adoptar los principios de una buena vecindad global para que guíen nuestras relaciones con otras naciones y pueblos, nos hace rechazar la falsa dicotomía entre lo que es bueno para Estados Unidos o lo que es bueno para el mundo. Como subrayó Roosevelt en su discurso de toma de posesión en 1933, unas buenas relaciones exteriores se basan en el respeto propio. No importa qué tan bien intencionados sean los motivos, no importa qué tan inspiradora sea la retórica, cualquier política exterior a la que le falten firmes anclajes en casa será un fracaso.
Hemos llegado a un punto que rebasa la época en que las relaciones internacionales eran ámbito exclusivo de los gobiernos. El vecindario global en que vivimos está moldeado por flujos de personas, ideas, gérmenes, comercio, inversión —intercambios en los cuales, en muchas ocasiones, los Estados son, a lo sumo, actores marginales. Aunque algunos aspectos críticos de la política exterior siguen siendo primordialmente de la competencia de los Estados, todos somos accionistas activos.
La política exterior es promulgada por los gobiernos, pero la ética de una buena vecindad global va más allá del ámbito del gobierno. En un mundo más y más interconectado, los individuos, las comunidades, las iglesias, las organizaciones y las corporaciones tienen un papel que jugar en la forja de las relaciones internacionales. Las prácticas de una buena vecindad se aplican cuando operamos un negocio, cuando compramos bienes, viajamos o compartimos los recursos del planeta. Lo que sigue es una serie de siete principios básicos para una ética de las relaciones internacionales basada en una buena vecindad global.
Principio uno
El primer paso hacia una buena vecindad es dejar de ser un mal vecino
Al igual que la ética médica que enfatiza que la primera responsabilidad de un practicante es “no hacer daño”, ser un buen vecino global implica dejar de comportarnos mal como vecinos. La admonición “no hacer daño” se aplica a las políticas exteriores de todas las naciones, pero es especialmente relevante para las grandes potencias como Estados Unidos —que tienen un alcance global y una historia de malas prácticas en relación con los demás.
El gobierno de Roosevelt recorrió un gran trecho para convertirse en un buen vecino global, poniéndole fin a las intervenciones y ocupaciones militares estadounidenses y frenando las coercitivas diplomacias del dólar o de las lanchas artilladas. Al interior del país, buscó desarraigar las actitudes de racismo, superioridad moral y chovinismo cultural que se cultivaron durante el periodo previo de imperialismo abierto.
Las reglas básicas de coexistencia pacífica y comunidad son las mismas a nivel local que a nivel global. Los malos vecinos usan su mayor poder y riqueza para intimidar a los demás. Aplican una doble moral que escinde su conducta de la de los otros, lo que los aparta de su comunidad. Los buenos vecinos no le dictan a otros cómo deben vivir su vida. En cambio, respetan las diferencias y la diversidad en el vecindario.
Actualmente, Estados Unidos ha revivido algunas de sus peores prácticas como vecino. Invadir y ocupar Irak, renunciar a su membresía en la Corte Internacional, entrometerse en los asuntos internos de Venezuela, impulsar el conflicto armado en Colombia, respaldar a los fundamentalistas en Israel y reforzar las barreras al comercio y los viajes hacia Cuba son todas políticas de un muy mal vecino global.
Ponerle fin a todo este mal comportamiento como vecino crearía una mayor responsabilidad de fiscalizar al gobierno. En un momento de déficits nunca vistos, el país necesita ponerle un alto a la enorme sangría de recursos humanos y financieros de Estados Unidos, que hoy se va en guerras, ocupaciones militares y programas para militarizar otros países.
Principio dos
Nuestro programa de política exterior como nación debe vincularse a los amplios intereses de Estados Unidos en el mundo. Para ser eficaz y obtener el respaldo del público, un nuevo programa de política exterior debe trabajar en conjunción con reformas internas de política pública que mejoren la seguridad, la calidad de vida y los derechos básicos en nuestro propio país
Las prioridades de Roosevelt eran las correctas. Durante la campaña de 1932 que resultó en su elección, delineó sus propuestas de una política de Buen Vecino en las relaciones internacionales. Pero FDR prometió que su primera prioridad sería liberar a Estados Unidos del estancamiento económico y de la profunda desesperación social.
En 1932 Roosevelt propugnó por un nuevo acuerdo con el pueblo estadounidense (un “nuevo trato”, o “new deal” como se le conoce ampliamente por su formulación en inglés) y declaró que la “primera tarea era poner al pueblo a trabajar”. Consistente con el programa de esta nueva política, en casa y en el extranjero, restaurar los programas de salud en Estados Unidos dependería no sólo de la ganancia monetaria sino de la aplicación de valores sociales nobles. Para poner al país a trabajar de nuevo, Roosevelt prometió políticas que brindarían “una supervisión estricta de las transacciones bancarias y crediticias” y “pondrían fin a la especulación”.
El New Deal otorgó empleo y seguridad social mediante un paquete de reformas sociales democráticas que son tan relevantes hoy como en los años treinta. Pero el New Deal era más que un mero programa de bienestar social. Buscó también restringir las desatadas fuerzas del mercado que habían producido la Gran Depresión y se propuso manejar la economía para garantizar un nivel básico de vida a todos y cada uno de los miembros de la sociedad. Para el gobierno de Roosevelt, los intereses de Estados Unidos no podían ser sólo las aspiraciones de Wall Street y las corporaciones estadounidenses. En cambio, debían redefinirse para que reflejaran los intereses de los trabajadores y la gente común.
El programa de políticas del New Deal reinstauró la convicción moral de un bienestar colectivo, alejándose del énfasis en la acumulación de riqueza. En su discurso de toma de posesión Roosevelt canalizó la ira popular contra los “cambistas” que ocupaban los “altos puestos de nuestra civilización”. Pidiendo prudencia para no unirse a “la enloquecida carrera en pos de ganancias evanescentes”, Roosevelt insistió en que “la felicidad no es la mera posesión de dinero”, sino el “gozo que viene con el logro, la excitación del esfuerzo creativo”.
Juntos, el paquete de reformas internas del New Deal y la política del Buen Vecino en las relaciones internacionales le dio a nuestros padres y abuelos un renovado sentido de auto estima.
Hoy, como entonces, la ética de una buena vecindad global no puede separarse de la necesidad de reformar nuestras políticas interna. Para impulsar una política exterior que responda a los problemas del vecindario global, debemos detener el deterioro de las condiciones prevalecientes en casa. Hoy, los salarios en Estados Unidos se están estancando. Mientras que el diez por ciento más rico registra incrementos en sus ingresos, los beneficios para la mayoría de los estadounidenses se deterioran, los programas netos de seguridad social se desintegran y los altos costos siguen elevándose. Como resultado, el país pierde su sentido de esperanza y la determinación de crear una vida mejor.
En este contexto, la definición de los “intereses estadounidenses” requiere de reparaciones importantes. Las actuales políticas —la interna y la exterior— representan intereses que divergen marcadamente del bienestar del ciudadano común. Son políticas que favorecen estrechos intereses y definen la seguridad nacional en términos de reafirmar el poderío militar estadounidense.
Aquellos intereses nacionales que responden únicamente a los lineamientos de las corporaciones traicionan el bienestar del ciudadano común y erosionan los principios básicos de una buena vecindad. Una política exterior que equipare los objetivos de Wal-Mart, Exxon/Mobil, Halliburton y Lockheed Martin con los intereses nacionales estadounidenses es una política muy torcida.
El curso del involucramiento internacional estadounidense es fijado no sólo por lo que el gobierno defina como intereses nacionales y necesidades de seguridad, sino también por las ideologías y valores culturales dominantes, que moldean las políticas internas, y por los grupos de influencia, étnicos y de negocios, específicos de cada país. La redefinición de los intereses estadounidenses debe venir de un cambio de valores que siga los lineamientos que FDR propuso, mientras se pone freno a los grupos de interés especial que ejercen una influencia preponderante en la definición del programa de política exterior estadounidense. Un reto importante que enfrentan los proponentes de una ética de la buena vecindad global es garantizar que las fuerzas internas que influyen en la política exterior compartan los principios básicos de la buena voluntad, tales como el respeto mutuo y el reconocimiento de que vivimos en un mundo más y más interconectado. Conforme limpiemos nuestra propia casa, crearemos los fundamentos de una política exterior que trabaje mediante el ejemplo y no mediante la imposición de normas que nosotros mismos no siempre seguimos.
Un nuevo programa de política exterior debe ligarse a intereses estadounidenses tangibles, y debe redefinirse enfatizando al hombre y a la mujer comunes. No hay sitio para las misiones mesiánicas o las agendas ocultas del mundo de los negocios y las élites políticas.
Pese a que las condiciones sociales, económicas y políticas en casa no son las mismas que privaban en los años treinta, hay muchas similitudes, incluida la creciente desesperación social, la especulación financiera y la voracidad corporativa. Al igual que en los treinta, una nueva serie de políticas internas y exteriores debe reorientarse a objetivos que impulsen un bienestar genuino, otorguen derechos a todos los ciudadanos en nuestro sistema político y pongan un alto a los excesos de las grandes empresas.
En resumen, llegó el tiempo de comprometernos con lo que, en 1776, los signatarios de la Declaración de Independencia llamaron “los derechos inalienables” de todos los pueblos a la “vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”. Nuestros intereses de largo plazo requieren un nuevo equilibrio entre lo que es bueno para unos cuantos y lo que garantiza una alta calidad de vida para nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos.
Principio tres
Dado que nuestros intereses nacionales, nuestra seguridad y nuestro bienestar social están interconectados con los de otros pueblos, la política exterior estadounidense debe basarse en la reciprocidad y no en la dominación, en el bienestar mutuo y no en la competencia atrabilaria, en la cooperación y no en la confrontación
Una ética global de buena vecindad reconoce que los intereses de los ciudadanos estadounidenses están inextricablemente vinculados con los de otras naciones y pueblos. Aunque un paso importante hacia la buena vecindad global sea poner en orden nuestra casa, son también cruciales las acciones internacionales en la solución de los problemas. Como advirtió Roosevelt, “la recuperación nacional es muy estrechamente nacionalista”.
FDR consideraba que el “nacionalismo estrecho” era no reconocer la creciente “interdependencia”. Al hablar de la necesidad de una ética internacional de buena vecindad, Roosevelt decía, “Si leo correctamente el humor de nuestro pueblo, nos damos cuenta, como nunca antes, de que hay una interdependencia entre nosotros —y que no podemos únicamente tomar, sino que también debemos dar”.
Hace setenta años, mientras la nación se debatía entre la desesperanza en casa y los bandos guerreristas del exterior, FDR percibió que el bienestar y la seguridad estadounidenses eran inseparables del bienestar y la seguridad de otros. Esta visión del mundo es mucho más pertinente hoy. Gran parte de los problemas sociales, económicos y culturales que enfrentan Estados Unidos y otros países trascienden las fronteras nacionales. El rápido pulso de la integración económica global y el desarrollo de las tecnologías de la comunicación vinculan cercanamente a toda la gente en cualquier parte. Un resultado saludable de esto es el emergente sentido de comunidad internacional, pero no hay duda que la integración global significa también problemas compartidos.
En los tiempos de Roosevelt, cuando los líderes hablaban de “comunidad internacional” e interdependencia global, se referían sobre todo a las relaciones comerciales o a preocupaciones militares. Hoy, sin embargo, cualquier reflexión en torno a la interdependencia global conduce invariablemente a la consideración de un espectro de retos transnacionales que no eran parte del discurso convencional relativo a la política exterior a mediados del siglo XX. Ahora confiamos más unos en otros para resolver los problemas planetarios tales como el cambio climático, las pandemias de salud pública, el desplazamiento de poblaciones, las redes internacionales de criminalidad y terrorismo, y los choques culturales. Estamos más y más conectados porque compramos los mismos productos de marca, escuchamos la misma música y trabajamos en las mismas corporaciones transnacionales.
En un momento en que la vida cotidiana asume características transnacionales, los ciudadanos pueden ser la vanguardia de una buena vecindad global. No podemos esperar que nuestros representantes políticos sigan los principios de la cooperación global si nosotros, como consumidores, como miembros de alguna iglesia, como emprendedores y miembros de alguna comunidad, no integramos este precepto a nuestras acciones y actitudes.
En su núcleo, una política global de buena vecindad se basa en la responsabilidad personal. Trae la política exterior al nivel de la gente común enfatizando la conectividad —una que no viene de las amenazas compartidas solamente, sino también de la posibilidad de soluciones compartidas.
Principio cuatro
Siendo la potencia más destacada del mundo, se trabajará mejor en favor de Estados Unidos si se ejerce un liderazgo y una asociación global responsable en vez de buscar la dominación global
Estados Unidos se halla ante una decisión crucial. Podemos blandir nuestro poder como hacen los abusadores o usar nuestra influencia para ejercer un liderazgo comunitario responsable.
Actualmente, nuestra nación tiene un poderío militar sin paralelo, que gasta casi tanto como el resto del mundo junto en armas y tropas. No hay país que pueda desafiar seriamente nuestro poderío militar. China, mencionado frecuentemente como competidor equiparable, podría en el futuro rivalizar con la dominación de las fuerzas armadas estadounidenses en Asia, pero no a nivel global. Operando un archipiélago de bases a nivel mundial, los militares estadounidenses mantienen una presencia en todo el planeta.
Estados Unidos tiene la economía más grande del mundo —dos veces mayor que la de otras potencias económicas como China y Japón. Aunque las políticas económicas internas están minando los fundamentos de nuestro poder económico, la economía estadounidense sigue siendo fuerte. El inmenso mercado estadounidense de bienes de exportación, la ventaja tecnológica, y la producción de alimentos básicos, mantienen la estatura de Estados Unidos como la potencia económica dominante en el mundo.
Por más de diez años, los analistas y los diseñadores de políticas públicas han debatido cómo utilizar tal poderío. En los noventa, una coalición política de militaristas, neoconservadores y conservadores sociales comenzaron a argumentar que este poder sin precedentes debía ser el fundamento de un orden mundial posterior a la Guerra Fría. Según Paul Wolfowitz, Richard Cheney, William Bennett, Donald Rumsfeld, William Kristol y otros, el siglo XXI debería ser el “nuevo siglo americano”, modelado por el superior poderío y propósito moral estadounidense. Argumentaron que cualquier país, grupo político o institución que se atravesara en el camino de la supremacía de Estados Unidos hacía concesiones al mal y por tanto arriesgaba la paz y el progreso globales. Los “peligros actuales” a ese orden internacional incluían a los liberales en Estados Unidos y a instituciones internacionales como Naciones Unidas, que constreñían la posibilidad de que el país combatiera cualquier reto, real y potencial, al derecho y poderío estadounidenses.
Muchos de los principales proponentes de este principio de poder unipolar se unieron más tarde al gobierno de Bush. Su ideología del poder ha guiado la política exterior del gobierno, especialmente tras los ataques del 11 de septiembre.
En los meses que siguieron a los ataques, el público estadounidense y su gobierno compartieron la indignación y la determinación. Conforme comenzó la “guerra global al terrorismo”, el respaldo se extendió por buena parte del mundo, al punto de que un diario francés exclamó: “Ahora todos somos estadounidenses”.
Por un breve momento, pocos tenían dudas de lo que estábamos haciendo con el mundo. Íbamos tras Al Qaeda y sus anfitriones talibanes en Afganistán. Pero poco después de la invasión de Afganistán, comenzaron a desdibujarse las líneas que conectaban las acciones estadounidenses con su objetivo expreso. Prevaleció entonces, en el extranjero pero también en un segmento de la población estadounidense, la idea de que nuestra claridad de objetivos había quedado secuestrada por intereses especiales. Desde entonces, Estados Unidos se ha encargado de agotar las reservas de buena voluntad y solidaridad que mucha gente ofreció al momento de los ataques.
En los cuatro últimos años, las encuestas de opinión por todo el mundo muestran que Estados Unidos es percibido como un abusador y no como un aliado, un socio, un amigo o un líder. Su reputación de mal vecino global se profundiza, según las más recientes encuestas.
El tono y el estilo de la política exterior estadounidense son vistos por muchos como arrogantes, lo cual dispara una más intensa desconfianza y animosidad por todo el mundo. Las acciones y políticas del gobierno de Estados Unidos confirman muchas veces la percepción de que nosotros parecemos exentos de obedecer las leyes y normas internacionales y de que juzgamos a los otros con parámetros que despreciamos.
Un signo alentador es que las encuestas indican que la creciente desaprobación hacia la política exterior estadounidense viene de gente que en gran medida respalda muchos de los valores identificados con Estados Unidos, como la libre expresión, las oportunidades económicas y un sistema abierto de ejercicio del gobierno. Nuestro país tiene una digna historia. La revolución estadounidense fue un modelo de inspiración para muchos pueblos colonizados en busca de la independencia. Como nación madura, Estados Unidos tuvo en los años treinta la sabiduría de renegar de sus ambiciones imperiales e instituir reformas sociales democráticas. En los cuarenta, el gobierno estadounidense impulsó en el mundo el establecimiento de cuerpos internacionales de cooperación, marcos de trabajo para la seguridad colectiva y avenidas de desarrollo global político y económico.
Es tiempo de reivindicar ese legado. Conforme revisamos nuestra historia en busca de lecciones que nos indiquen por dónde continuar, nos enfrentamos al desafío de modelar una política exterior que restablezca a Estados Unidos como líder mundial responsable, como el socio global respetado.
Un uso responsable del poder favorecerá más nuestros intereses nacionales y garantizará mejor la seguridad interna. Si se nos considera líderes, tendremos seguidores en vez de detractores; amigos en lugar de enemigos. Reconocer que nuestro bienestar y nuestra seguridad dependen de la cooperación con nuestros vecinos globales no mina el poderío estadounidense ni su posición internacional. Como ampliamente lo demostraron la política del Buen Vecino de FDR y su visionario programa de cooperación internacional, el verdadero poder es producto del prestigio.
Estados Unidos es fuerte, pero nunca podrá ser autosuficiente. No importa qué tan poderosos seamos, requerimos de la cooperación de nuestros vecinos para confrontar las amenazas comunes, como el terrorismo internacional, las ADM, o los excesos de las desreguladas corporaciones transnacionales. En la resaca de los ataques del 11 de septiembre, Estados Unidos perdió una importante oportunidad de fortalecer las instituciones internacionales existentes, la oportunidad de crear unas nuevas que fueran capaces de unir a las naciones en causas comunes. De haberlo hecho, habríamos obtenido respeto en calidad de líderes globales. En vez de esto, tomamos el rumbo opuesto y emprendimos acciones unilaterales, dándole la vuelta a Naciones Unidas, y nos comportamos como un sitial de poder que busca extender su dominio en aras de sus propios fines.
El liderazgo global estadounidense se derrota a sí mismo si busca consolidar el poder de un imperio estadounidense bajo una Pax Americana, como insisten el Proyecto para un Nuevo Siglo Americano y otros. Es más, aquellos que encuadran los asuntos internacionales en el marco de una lucha de “nosotros contra ellos” propalan una profecía autocomplaciente. Y en el proceso de transformar nuestro país en un poder leviatánico, devalúan nuestras propias tradiciones democráticas y antiimperiales, debilitan nuestra seguridad y vacían nuestras arcas.
El componente más dominante del poderío estadounidense —nuestras fuerzas armadas— no está a la altura de los principales desafíos que enfrentan Estados Unidos y el mundo en el siglo XXI. El supremo poder militar, las armas espaciales, las cabezas nucleares, las fuerzas expedicionarias y la tecnología militar de punta que desarrollan los contratistas del negocio de la guerra ofrecen muy poca seguridad contra las dedicadas redes terroristas, contra el cambio climático, contra el vaciamiento de los recursos o la diseminación de enfermedades infecciosas.
Este desequilibrio entre el poderío militar estadounidense y los desafíos actuales pide una aproximación fresca, cooperativa, que implique un compromiso internacional de Estados Unidos. La cooperación internacional, sea a través de instituciones como Naciones Unidas o mediante tratados y convenios internacionales, no es un fin en sí mismo sino un medio para alcanzar un fin. Al debilitarse o fracasar los procesos y las instituciones de cooperación internacional, no debemos dudar en sugerir mecanismos multilaterales para hacerlos más efectivos.
Estados Unidos tiene la oportunidad histórica de ser un verdadero líder —no uno que busque institucionalizar su posición de dominador global que es inherentemente inestable e insegura. Un líder que busque ejercer el poder con respeto hacia sus socios globales en el entendido de que el bienestar mutuo es el fin último de una comunidad internacional. Si para ejercer el gobierno nos adherimos a las leyes y mecanismos internacionales y si ejercemos el poder de manera responsable para el bien de toda la comunidad global, podremos construir con base en el legado de FDR y de otros líderes estadounidenses que establecieron las Naciones Unidas y la arquitectura actual de leyes y normas internacionales.
La pregunta que se nos presenta es cómo habremos de usar nuestro poder —insensata o responsablemente, con arrogancia o humildad, con estupidez o con sabiduría. La respuesta a esta cuestión determinará nuestro legado y el destino de las futuras generaciones.
Principio cinco
Una eficaz política de seguridad debe tener dos patas. Una seguridad nacional genuina requiere de militares bien entrenados, capaces de repeler los ataques a nuestro país, pero también requiere un compromiso proactivo por mejorar la seguridad personal y nacional mediante medidas no militares y mediante la cooperación internacional
Una aproximación de buena vecindad global que garantice la seguridad nacional tiene cuatro puntos de partida: Primero, reconoce las significativas amenazas a la integridad de Estados Unidos; sobre todo las redes terroristas transnacionales y la proliferación de armas de destrucción masiva tanto en casa como en el extranjero. Como parte de la guerra global que contra el terrorismo emprende el gobierno de Bush, el gasto del Pentágono y los despliegues de tropas en otras tierras han incrementado dramáticamente. Sin embargo, sólo una pequeña parte de este nuevo gasto responde a la amenaza del terrorismo internacional. Fuera de la “guerra contra el terrorismo”, el presupuesto de defensa estadounidense otorga poco margen a las actividades cruciales como combatir la proliferación nuclear, aumentar la seguridad interna y fortalecer nuestra capacidad de respuesta inmediata.
Los despliegues de tropas y las fuerzas expedicionarias en Medio Oriente no han podido reducir el terrorismo antiestadounidense. No hay señales de que el terrorismo dirigido contra las tropas y los contratistas estadounidenses en la región disminuya como efecto de la “guerra contra el terrorismo”; de hecho, hay evidencia sustancial de que ocurre lo contrario. Debemos encontrar mejores estrategias para responder a las amenazas del terrorismo interno e internacional y dar pasos para garantizar que los terroristas no tengan acceso a las ADM ni a otros suministros de armamento.
Segundo, la ética de la buena vecindad global afirma que es central, no periférica, una cooperación internacional que responda a estas amenazas. Recomienda una política basada en la idea de una seguridad colectiva, recordando que nuestra seguridad se fortalece cuando otros también la tienen.
La protección rara vez es de naturaleza predominantemente militar. No se hacen más seguros los vecindarios armando a todo mundo cuadra por cuadra o impulsando acciones vigilantes contra los delincuentes. En cambio, habría que frenar el acceso a armas destructivas, promulgar leyes y otorgar potestades a la policía y a los jueces para poner en efecto dichas leyes; diseñar sistemas de alarma como los grupos de vigilancia barrial y enfatizar la prevención mediante la disuasión. Lo mismo ocurre en el ámbito de la seguridad internacional. Al crear mecanismos de cooperación, no sólo establecemos redes de apoyo mutuo sino que reducimos los motivos de hostilidad.
Tercero, este enfoque de colaboración delega en los militares el papel fundamental de defender Estados Unidos pero insiste en que trabajar por una defensa común pocas veces implica promover una guerra. Para encarar los desafíos a la seguridad en nuestra era, los militares deben enfocarse a varias tareas relacionadas: defender el territorio nacional de cualquier ataque, llevar a cabo operaciones genuinamente anti terroristas, y apoyar las operaciones de pacificación y la construcción de condiciones de paz. Esto requiere una estrategia militar más circunscrita, redirigir los fondos de los programas militares a programas de prevención y cooperación multifacética y transformar las habilidades y el equipamiento militar para que reflejen los nuevos desafíos a la seguridad estadounidense.
Finalmente, la política de buena vecindad global estipula que todas las operaciones de las fuerzas armadas estadounidenses deben adherirse a las leyes internacionales de guerra. Estas leyes, basadas en criterios morales, gobiernan el uso justificado de la fuerza armada, incluida la respuesta defensiva ante los ataques, para evitar una amenaza inminente o para actuar en obediencia de alguna resolución del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. Las leyes de guerra regulan también la conducta del personal militar y el trato de los combatientes.
En años recientes el gobierno de Bush ha asestado serios golpes contra las leyes internacionales que norman todas estas áreas. Esto debilita las salvaguardas que frenan a nuestro personal militar en futuros conflictos externos. También disminuye el freno que puedan tener otros países tentados a recurrir a la fuerza militar, a operaciones ilegales o prácticas inmorales. No se trabaja en favor de los intereses o la seguridad estadounidenses con el desdén que el actual gobierno muestra por las leyes internacionales de guerra.
El punto de las amenazas no convencionales a la seguridad merece una mención especial. Este concepto surgió del proceso histórico de expandir el espectro de la seguridad nacional en Estados Unidos. Con el inicio de la Guerra Fría, se amplió la definición de la seguridad nacional estadounidense, lo que promovió una estrategia que proyectara su fuerza militar por todo el planeta. Con esta estrategia, Estados Unidos se vio obligado a mantener una fuerte presencia militar en el Atlántico, el Pacífico y el Índico. El Pentágono creó nuevas divisiones en las fuerzas armadas como el US Air Force and Strategic Air Comand (comando estratégico aéreo y fuerza aérea estadounidense), desplegó tropas por todo el mundo a través de sus bases regionales y fomentó un sector militar industrial más y más influyente.
Durante la Guerra Fría, Washington exageró la real amenaza a la seguridad nacional al describir a la Unión Soviética como la cabeza de una hidra de ofensiva global. Toda una gama de conflictos en África, América Latina y Asia se redefinieron como facetas de un más vasto choque con la Unión Soviética. Como efecto, la política exterior estadounidense oscureció la base real de los conflictos, lo que costó muchas vidas y mucho dinero.
Al finalizar la Guerra Fría, en lugar de achicar la definición de la seguridad nacional para que reflejara una reducción de las amenazas, ésta se expandió para que incluyera “amenazas no convencionales a la seguridad”.
Según muchos oficiales militares, y muchos estrategas de los think tanks, cualquier cosa —del flujo de droga a la escasez de los recursos naturales, de alguna guerra civil al desafío emergente de “Estados rufianes” cayó en la definición de amenaza a la seguridad estadounidense, lo que justificó mayores presupuestos de defensa y nuevas misiones militares.

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