Rafael Arias Carrión
La primera guerra que reprodujo el cine
(Página Abierta, 234, septiembre-octubre de 2014).

La Primera Guerra Mundial fue el primer gran conflicto del que han quedado suficientes imágenes como para que podamos reproducir con cierta fidelidad cómo fue aquella guerra que, según afirmó Woodrow Wilson, sería “la guerra que acabará con todas las guerras”. Pero, como veremos, los cineastas, que son hijos fieles de su tiempo y a veces hijos bastardos de su tierra, pusieron el acento en lo que más les interesó.

Treinta y cinco Estados participaron en aquella contienda armada que se inició en agosto de 1914 y concluyó en noviembre de 1918, y que ha quedado grabada en la conciencia del pasado y presente, tanto europea como mundial. La cifra de víctimas, unos doce millones, no tenía precedentes en la historia de la humanidad, y aquella carnicería, en la que se contó con la ayuda de la técnica moderna, traumatizó a la civilización occidental. No hemos de olvidar que fue, por desgracia, la primera guerra moderna, pues involucró, tal como señaló Eric Hobsbawm en su Historia del siglo XX, “a todos los ciudadanos, la mayor parte de los cuales además fueron movilizados; que utilizó un armamento que exigió una modificación del conjunto de la economía para producirlo y que se utilizó en cantidades ingentes; que causó un elevadísimo nivel de destrucción y que dominó y transformó por completo la vida de los países participantes”.

El conflicto armado fue documentado por muchas cámaras que filmaron numerosísimas bobinas. Los noticieros fueron fuentes de información para la población civil. Alemania produjo y estrenó durante el conflicto películas donde se mostraba la bravura germánica frente a los cobardes soldados enemigos. Igual hicieron británicos y franceses para levantar el ánimo de los suyos. Pero también hubo muchas imágenes que dejaron de existir, que se quedaron en las cloacas, desechadas por su crudeza. Parte de ellas forman el trabajo de Yervant Gianikian y Angela Ricci Lucchi, directores de Prigionieri della guerra (1996), Su tutte le vette è pace (1999) y Oh, uomo (2004), películas las tres que se dedicaron a reencontrar materiales filmados durante el conflicto y fueron mostrados sin aditamentos.

Contra los alemanes

Los primeros largometrajes que se estrenaron al poco de finalizar la contienda contenían suficientes dosis de melodrama para edulcorar la riada de cadáveres que había supuesto el conflicto. Corazones del mundo (Hearts of the World, EE. UU., 1918) dirigida por David W. Griffith, La pequeña americana (The Little American, EE. UU., 1917) de Cecil B. de Mille, Les enfants de France et de la guerre (Francia, 1918) de Henri Desfontaines o The Heart of Humanity (EE. UU., 1918) de Allen Holubar plantearon una simplificación del conflicto a través de tramas mel(odiosas): un retablo de vencedores y vencidos, que suponían un enorme abrazo al Tratado de Versalles (1).  Si bien no pudieron sucumbir al dolor de las pérdidas humanas, la crítica al ejército todavía era inexistente y nadie ponía en duda que desde ese momento la frase de Wilson sería un hecho. Fue difícil sustraerse a esa tónica. Ni siquiera Chaplin con ¡Armas al hombro! (Shoulder Arms, EE. UU., 1918) pudo contar todo lo que deseaba. Una singular excepción parece ser que fue la prohibida War Brides (Las esposas de la guerra, EE. UU., 1916) de Herbert Brennon. Narraba la historia de una viuda que desobedece un real decreto que la obliga a casarse para dar a luz varones que, el día de mañana, puedan ser soldados.

En este contexto, Abel Gance proclamó su pacifismo con Yo acuso (J’accuse!, Francia, 1919). Se trata de la película menos convencional de las citadas. Si los dos primeros actos de la película fueron un vulgar triángulo amoroso con la guerra como telón de fondo, en el tercer acto fue capaz de pesar en una balanza a los muertos frente a las justificaciones de la guerra.

Gance, un virtuoso de la imagen, hizo resucitar a centenares de muertos de un terreno habitado solo por cruces. Estos muertos vivientes se levantan y, como seres humanos, recorren caminos para pedir justicia. En ese peregrinar, el estético Gance dividió horizontalmente la pantalla en dos. La parte de arriba la componía una masa de zombis dispuestos a pedir explicaciones dirigiéndose hacia un punto hasta entonces indefinido. Pero la mitad inferior nos mostraba la masa uniforme de militares y civiles reunidos en torno al Arco del Triunfo, celebrando el final de la guerra. Resulta ser una imagen primigenia, el primer momento que destruye la racionalidad existente en torno al conflicto, aquella que hasta esta película señalaba que la guerra fue imprevisible pero necesaria y que, sin duda, esta guerra sería la última.

Los años veinte y treinta
. Aparece el antibelicismo

La perspectiva temporal, da igual que sean diez años o que sean ochenta, como veremos, produjo dos reflejos cinematográficos. Si por una parte el cine se hizo adulto, por otra, la parte correspondiente al espectáculo se mantuvo. En esa ambivalencia encontramos películas de actividades heroicas, especialmente aéreas, por aquello de la novedad en el plano cinematográfico que suponía hacer sentir al espectador como si fuera un piloto de aviación. La otra cara sería la del efecto disuasorio hacia la guerra.

Dentro del primer campo, los relatos de hazañas bélicas en el aire –Alas (Wings, EE. UU., 1927) de William A. Wellman y Los ángeles del infierno (Hell’s Angels, EE. UU., 1930) de Howard Hughes– sobre la base ya definida con anterioridad del triángulo amoroso entre dos hombres y una mujer en el que uno de los varones debía desaparecer, la recia camaradería masculina, la necesidad de vivir emociones y el evidente deseo cinematográfico de evitar los daños humanos fuera de las trincheras, de eliminar los sufrimientos causados a la sociedad civil.

En relación con el segundo, el mayor valor cinematográfico lo alcanza El gran desfile (The Big Parade, EE. UU., 1925) de King Vidor, quizá la mejor película silente sobre la Primera Guerra Mundial, muestra ciertas diferencias con todas las citadas. Como en la posterior El sargento York, el protagonista no está entusiasmado por ir a la guerra, pero se siente socialmente obligado a ir. La resolución dramática acentúa los daños físicos, al hacerlos evidentes e irreparables. El cine, por fin, se atrevía a mostrar a los heridos y a los mutilados.

Los años treinta supusieron en el terreno cinematográfico la aparición del sonido y, con ello, también del silencio. La experimentación durante el primer lustro de esta década no estuvo tanto en los musicales como en el cine de gánsteres y en el cine bélico. Sin novedad en el frente (All Quiet on the Western Front, EE. UU., 1930) de Lewis Milestone huyó del melodrama (no hay personajes femeninos) y, junto con Cuatro de infantería (Westfront 1918: Vier von der Infanterie,  Alemania, 1930) de G. W. Pabst, puede considerarse la primera película pacifista. La primera de ellas –estadounidense de nacionalidad, pero cuyo director era de origen ruso que combatió en las trincheras, y basada en una novela de un combatiente alemán, Erich Maria Remarque– tomó como personaje central a un grupo de jóvenes alemanes convencidos de alistarse por la proclama sobre el significado de la patria que reciben por parte de un profesor. El uso del sonido, muy elaborado, trataba de hacer sentir, como antes no se había hecho, el horror de la guerra. Ninguno de los alumnos que escucharon la proclama inicial regresará a la vida civil. Todos morirían bajo el fuego dejando patentes dos cosas. La primera, la pérdida de una generación de hombres; la segunda, el verdadero desorden generacional, el que divide a unos, como el profesor, que glorifican la guerra como un componente viril, frente a otros, los jóvenes, que perciben como una mentira lo anterior. La película fue prohibida en Alemania antes de la llegada de Hitler al poder.

En la película de Pabst se acentúan rasgos que no le interesaban a Milestone, como la monotonía de la vida militar en las trincheras. No hemos de olvidar que la batalla de Verdún duró diez meses de trincheras y la batalla del Somne (2) cinco meses, y Pabst lo que hizo fue reproducir la locura y la mecanización de las acciones bélicas. Para Pabst, el heroísmo no existe.

Journey’s End (Reino Unido, 1930) de James Whale sería el tercer bastión pacifista, cuya trama recuerda a la posterior película de Stanley Kubrick, Senderos de gloria. En ella retrata cómo un comandante británico se niega a enviar a un grupo de jóvenes a una muerte inútil. Otros títulos relevantes de este periodo son Adiós a las armas (A Farewell to Arms, EE. UU., 1932) de Frank Borzage, Remordimiento (Broken Lullaby, EE. UU., 1932) de Ernst Lubitsch y Las cruces de madera (Francia, 1932) de Raymond Bernard.

La gran ilusión (La grande illusion, Francia, 1937) de Jean Renoir reflejó los debates ideológicos que sacudieron el mundo intelectual francés en la segunda mitad de los años treinta. El relato retrata la cotidianidad de unos prisioneros franceses en un campo de concentración alemán durante la Primera Guerra Mundial, desde el momento en que dos oficiales de la aviación francesa son informados por sus compañeros de barracón de que están excavando un túnel para poder escapar de allí. Jean Renoir, quien filmaría posteriormente La Marsellesa bajo los auspicios del Frente Nacional, mostró cómo el mundo se divide forma horizontal, no verticalmente. Renoir fue el director más capacitado para humanizar a todos sus personajes. En La gran ilusión todos los personajes, franceses y alemanes, de porte aristocrático o de clase llana, fueron caracterizados de tal manera que nos iríamos con ellos a tomar una cerveza. Pero dejó claro con el trasfondo dramático sus ideas mediante la resolución de la película. La respuesta está en lo que representan los dos personajes que huyen, un afable teniente y un soldado judío. Quizá, salvando a éstos, estaba pensando más en lo que, por desgracia, vendría pronto, el inicio de otra guerra, que fue más devastadora.

El guionista de El sargento York (Sergeant York, EE. UU., 1941), Howard Koch, militaba en el partido comunista cuando escribió un guion que permitía al conservador Howard Hawks mostrar la transformación de un granjero católico en un americano convencido. Lo que unió a director y guionista fue la convicción de la necesidad de defender el modo de vida estadounidense y combatir el creciente poder de los nazis. Fue una película que, en 1941, miraba hacia otro conflicto, la Segunda Guerra Mundial.

El ciclo antibélico (1957-1973)

A finales de los años 50, el cine volvió a poner la mirada en la Primera Guerra Mundial. La distancia del conflicto y la sombra de la Segunda Guerra Mundial produjeron películas reflexivas y ardientemente pacifistas. En ellas, sin ambages, sin cortapisas, se mostraba la brutalidad de la guerra, sus conflictos internos que degeneraban en injusticias de los mandos hacia los soldados. La guerra era completamente inútil y una enorme e injustificada carnicería. La guerra se diseccionó críticamente con bisturí, como no se hizo antes ni se ha hecho después.

La película que abrió las trincheras al cine fue la realizada por Stanley Kubrick, Senderos de gloria (Paths of Glory, EE. UU., 1957),que narra la represión de los altos mandos militares franceses hacia sus subordinados por su retirada ante una ofensiva militar alemana. La cartesiana planificación del director produjo que cada imagen tuviera contenido moral. Kubrick se centró en el Ejército francés y fue capaz de diseccionar un ejército representando a todos los ejércitos. El castillo donde vive el estamento militar y los barracones donde conviven los soldados son las barreras que ejemplifican las diferencias y la imposibilidad de que los primeros asuman que la guerra se desata en las trincheras. A pesar de la tonalidad fría y desoladora en la que se desarrolla gran parte de la película –el castillo donde se decide sobre la vida y la muerte, el honor y el orden–, hay vitalidad y optimismo en Senderos de gloria, como demuestra la escena final, con la celebración de la taberna, donde la que sería mujer de Kubrick, Christiane, canta una canción en alemán consiguiendo que los apesadumbrados soldados franceses sonrían. En Francia la película estuvo prohibida hasta 1975.

Rey y patria (King & Country, Gran Bretaña, 1964) de Jospeh Losey, cineasta estadounidense que recaló en Europa por su militancia comunista, reflejaba las deserciones y las infracciones al estamento militar. Más de 50.000 soldados juzgados, 3.000 condenados y 346 ejecutados hubo durante la guerra atendiendo a lo anterior. La excelente película de Losey narraba la injusticia que se cernía sobre un soldado voluntario, quien después de ver cómo sus amigos mueren uno tras otro, decide regresar a casa y es por ello acusado de desertar durante la batalla. El protagonista expresa su incapacidad de comprender que se le juzgue por huir, cuando él considera que no ha cometido delito alguno, puesto que se ha alistado como voluntario (una manera de no reconocer la subordinación del ciudadano al Estado). Por esa razón no entiende la acusación ni el procedimiento. Ni mucho menos la condena.
La tragicomedia es, entre otras muchas virtudes, lo excepcional de La gran guerra (La grande guerra, Italia, 1959) de Mario Monicelli. Dos pícaros se enrolan en el ejército contra su voluntad. Su paso por las trincheras les hace valorar a sus compañeros pero también comprender la inutilidad de las armas y del código ético que ampara la guerra. Monicelli, con enorme sabiduría, transforma a dos pícaros en héroes y magnifica el suceso. Los héroes no son aquellos que combaten por ideales sino aquellos que pelean por salvar el pellejo y valorar en su justa medida la pertenencia a una comunidad.

Años después, otro cineasta italiano, Francesco Rosi, militante de la izquierda italiana, que ya había destacado con películas como Las manos sobre la ciudad, filmó Hombres contra la guerra (Uomini contro, 1970). El problema que plantea Rosi es el amotinamiento, pero no como habíamos visto, el de un soldado, o la cobardía de un grupo, sino la no persecución de la victoria (del Ejército italiano) por la desobediencia de los soldados. Más allá del argumento, había algo fúnebre y mortuorio en el ambiente que filma Rosi. Los grises y los humos, a los que habría que añadir los constantes ruidos de cañones, servían de ejemplo para transmitir la rudeza de la guerra, tal como hizo Losey en Rey y Patria con el uso cenagoso de la lluvia y el barro.

Quizá el grado sumo de inhumanidad militar que pudo reflejar el cine provenga de la adaptación, en 1971, que hizo Dalton Trumbo de su novela, publicada en 1939, Johnny cogió su fusil (Johnny Got His Gun, EE. UU). Un joven combatiente despierta totalmente confuso en un hospital, después de haber sufrido una explosión. Poco a poco averigua que está ciego, sordo, con las piernas y los brazos amputados, y comprende que está confinado de por vida. Su visión produjo un cataclismo desde que se proyectó por primera vez. Se trata de la única película dirigida por uno de los “diez de Hollywood” que fueron encarcelados por negarse a delatar a compañeros de profesión durante la “caza de brujas”. El dramatismo de la película trasciende el punto de partida, cuando vislumbramos una sábana que cubre un bulto, que es un cuerpo mutilado. Lo hace, poco a poco, cuando el protagonista descubre su estado y el director lo confronta, para hacerlo más dramático, con el retrato del pasado a partir de escenas bucólicas filmadas en color y que recuerdan a otras escenas de películas del periodo inmediatamente posterior al final de la guerra. Más allá del fuerte carácter antimilitarista, la película, vista hoy día, sugiere otros temas que adquieren una importancia mayor a la que podrían tener en su estreno como libro y como película. Me refiero al derecho a decidir la muerte de uno mismo.

Finales y principio de siglo. Entre la idealización y la diversión

Si bien el goteo de películas sobre la Primera Guerra Mundial prosiguió con películas como La victoria en Chantant (Negros y blancos en color) de Jean Jacques Annaud (Costa de Marfil, 1976), donde los nativos de las colonias aparecen como carne de cañón para los combates entre franceses y alemanes, o Gallipoli de Peter Weir (Australia, 1981), sobre la batalla del mismo título, nos trasladamos a los años noventa para encontrar otra vez la misma tendencia que hubo en los años 20 y 30. Frente a un grupo de películas críticas con la guerra, hallamos otro grupo de películas que son anécdotas o divertimentos.

Del primer grupo, la obra del francés Bertrand Tavernier se revela como una honda reflexión moral sobre los “invisibles” de la guerra, bien sean los familiares de los fallecidos o las cuadrillas paramilitares. La vida y nada más (La vie et rien d’autre, Francia, 1989) y Capitan Conan (Capitaine Conan, Francia, 1996) se ubican en las postrimerías del conflicto. La primera relata el penoso trabajo de un militar que dirige una sección encargada de la búsqueda e identificación de muertos en acto de servicio. La segunda refleja cómo la firma de la paz no significa su consecución. La noticia de la desmovilización no llega al frente oriental, donde una fracción del Ejército francés sigue actuando.

En ese mismo grupo se encuentra El pabellón de los oficiales (La chambre des officiers, Francia, 2001) de François Dupeyron, que cuenta en clave dramática cómo al joven protagonista le estalla una bomba en el rostro el primer día de la Gran Guerra. Por eso ocupa la primera cama de un hospital militar. Poco a poco tendrá muchos más compañeros.

Y una rareza: a medio camino entre los dos conceptos bascula La France (Serge Bozon, Francia, 2009). Un soldado le narra epistolarmente a su esposa cómo son sus quehaceres. Un día le comunica la despedida. Ella decide buscarle en el frente y para ello se disfraza de hombre. Con un grupo de desertores aprenderá lo que ha sido el conflicto. De marcado humanismo, esta excepción consigue conjugar el artificio con la naturalidad. El artificio de ver cantar al grupo se revela como un ejercicio de hondura ética del que, como espectadores, nos sentimos cómplices. No en vano, otra vez son los desheredados, como en las películas citadas de Tavernier, mujer y desertores. Y aquí conviene recordar, dentro de este ciclo, los trabajos citados al principio de este artículo, fuera de la ficción, de Yervant Gianikian, Angela Ricci Lucchi.

En el segundo grupo, el de anécdotas o divertimentos, conviven películas como Feliz navidad (Joyeux Noël, Francia, 2005) de Christian Carion, donde en Navidad soldados alemanes, franceses y escoceses entierran sus diferencias y sus muertos y se ponen a jugar al fútbol, frente a otras que realizan una apuesta formal que desentona completamente con las intenciones narrativas. O Largo domingo de noviazgo (Un long dimanche de fiançailles, Francia, 2004) de Jean-Pierre Jeunet, filme que resulta más cercano a la anterior obra de su director, Amelie, que a cualquiera de las citadas en este artículo, a pesar del hondo dramatismo de su trama. Largo domingo…nos habla de una mujer que recibe la noticia de que su prometido es uno de los cinco soldados sometidos a un consejo de guerra y enviados a la tierra de nadie que hay entre el Ejército francés y el alemán, lo cual supone una muerte casi segura. A pesar de todo, ella emprende un duro viaje para conocer el destino de su prometido y, aunque las noticias que va recibiendo son desalentadoras, sigue adelante. Finalizamos este recorrido con Steven Spielberg, quien ofreció War Horse (Caballo de batalla, EE. UU., 2011), en donde la vena melodramática del director se superlativiza, haciendo de la película poco más que una aventura amistosa entre niño y caballo.
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(1) El Tratado de Versalles entró en vigor el 10 de enero de 1920. Estipulaba que Alemania y sus aliados aceptasen toda la responsabilidad moral y material de haber causado la guerra. Deberían desarmarse, realizar importantes concesiones territoriales a los vencedores y pagar desmesuradas indemnizaciones económicas a los Estados victoriosos.
(2) El 1 de julio de 1916, inicio de la batalla, fue también el origen de un documental rodado por Geoffrey Malins y John MacDowell. Fue proyectado por vez primera ante el primer ministro británico Lloyd George el 2 de agosto de 1916.