Rafael Chirbes

Material de derribo

(Página Abierta, nº 126, mayo de 2002)

El siguiente texto, en el que su autor hace un amplio y elogioso comentario sobre la novela de Juan Marsé Si te dicen que caí y otras obras de este autor, forma parte de un libro homenaje al escritor catalán editado por la Universidad de Berna (Suiza), de próxima aparición. También forma parte de un libro de ensayos y conferencias de Rafael Chirbes, que, bajo el título El novelista perplejo, publicará la editorial Anagrama el próximo otoño.

Leí Si te dicen que caí apenas publicada. Miro el pie de imprenta que hace referencia a la primera edición, repaso los azares de mi vida laboral y pienso que debió ser a fines de mil novecientos setenta y tres (?). Por entonces, yo trabajaba en La Tarántula, una pequeña librería (hoy, héla, como tantas otras, desaparecida), situada en un semisótano de la calle Sagasta, a un paso de la plaza de Alonso Martínez, en Madrid. Allí, a través de la prensa, nos llegó la noticia de que Juan Marsé había obtenido un prestigioso premio mexicano, con una novela que, en su título, recogía parte de un verso del Cara al sol, el himno que para la Falange escribieron Dionisio Ridruejo y José María Alfaro. También se dijo en seguida que dicha novela, por razones políticas, no se publicaría ni se distribuiría en España. Aunque el franquismo estaba a punto de agotarse por mera consunción del dictador, el país vivía un momento siniestro en el que parecía que los hábitos de la dictadura y su ferocidad iban a perpetuarse aun después de que Franco muriera: un momento de tremendo desánimo. Así lo reconoció el propio Marsé en el prólogo que, en 1988, tres lustros después de escribir la novela, le puso a la edición corregida, y que él consideró definitiva: «Escribí esta novela convencido de que no se iba a publicar jamás», dice en dicho prólogo tardío.

Trabajar en La Tarántula (y en algunas otras librerías de Madrid), para un joven inquieto, entre proustiano y leninista, tenía la ventaja de que se podía acceder con facilidad a muchos de los libros que entraban clandestinamente en España, y cuya distribución estaba rigurosamente prohibida. Tenía el local en la trasera un espacio apenas más grande que un armario (creo recordar que lo llamábamos “el cuartito”), donde, junto a los artículos de limpieza, se guardaba un muestrario de esos libros condenados por la censura. A dicho “cuartito” se dejaba pasar a los clientes de confianza. Entre los títulos que estaban permanentemente allí, recuerdo algunos de los “campos” del Laberinto Mágico de Max Aub (los leí sin orden, a medida que pude hacerme con ellos: el primero que leí fue Campo Francés; el segundo, Campo de los Almendros), y también el otro laberinto, el que había escrito el historiador inglés afincado en Granada, Gerald Brenan, El laberinto español, así como los rudimentarios principios de filosofía de Georges Pulitzer y el lúcido e instructivo manual de Historia de España de Pierre Vilar. En otro orden de cosas, más en apariencia relacionadas con las pulsiones de la carne que con los ideales de la política, tampoco faltaban nunca en ese armario los trópicos de Henri Miller, El Amante de Lady Chatterley de D. H. Lawrence, o la Justine del Marqués de Sade. A todos esos libros se uniría muy pronto Si te dicen que caí de Juan Marsé. Creo recordar que llegó un par de docenas de ejemplares (y que se vendieron muy pronto).

El corredor de la distribuidora que ofrecía el libro se empeñó en regalarme uno de ellos, negándose a hacerme caso cuando le dije que no se preocupara, que ya me lo compraría yo, como acostumbraba a hacer con las novedades que hojeaba y que me parecían de interés. “Este libro es otra cosa. Quiero que te lo leas ya”, me dijo aquel hombre, con quien me unía cierta amistad, “estoy convencido de que se lo recomendarás a todo el mundo”.

Le hice caso. Empecé a leérmelo esa misma tarde, mientras comía en el gélido apartamento del madrileño  barrio del Pilar en el que, por entonces, vivía. Conocía las otras novelas de Marsé. Me las había leído, e incluso tenía algún ejemplar firmado por él (yo había trabajado un par de temporadas como vendedor en la caseta de Seix Barral durante la Feria del Libro): me firmó, si la memoria no me falla, Últimas tardes con Teresa y la edición de bolsillo de Encerrados con un solo juguete. Los he perdido los dos: ambos han desaparecido en alguno de los innumerables traslados que han punteado mi vida; a lo mejor están en la biblioteca del Centro Cultural Español de Fez, donde dejé buena parte de los libros que me habían acompañado durante los dos años que pasé en Marruecos; o en la de alguno de los amigos, no siempre cuidadosos, a quienes he prestado la casa, o simplemente libros; quizá, sigan dando tumbos por algún rastrillo. He encontrado en esos puestos callejeros de libros de lance volúmenes con mi firma, que no quiero pensar de qué modo llegaron allí.

 Digamos, por volver al hilo de lo que importa, que había leído cuanto había publicado Marsé hasta entonces, y seguí leyéndolo después: incluso leía con avidez los retratos de personajes que bajo el título Señoras y Señores aparecían cada semana en aquella desternillante revista que nos consolaba en la interminable espera, y que se llamaba Hermano Lobo. Me gustaban mucho los libros de Marsé, pero creo que no miento si digo que los admiraba más que los amaba, porque, sobre todo, Últimas tardes con Teresa, esa novela que debía fascinar al joven leninista, había desazonado al joven proustiano, y uno y otro se peleaban dentro de mí, con resultados desconcertantes: lo cierto es que apenas fui capaz de terminarla de leer, no porque no me pareciese buena, que me pareció magnífica, sino porque, seguramente, me había tocado algo que no me gustaba sentir; me había enseñado algo que no me gustaba ver. De “sarcástico” calificó un historiador de la Literatura ese libro extraordinario (y cruel).

Yo era más joven que los personajes sobre los que Marsé había colocado su microscopio, y ni siquiera procedía de la burguesía –todo lo contrario–, pero sí que seguramente compartía con los jóvenes rebeldes de esa clase un catálogo de tics y lugares comunes que, como es obvio, no me reconocía, pero que tampoco me gustó contemplar tan ferozmente expuestos. Como suele ocurrir en esos casos, le eché la culpa al estilo (Proust le ganaba la baza a Lenin). Me negué a apreciar el primoroso trabajo de lenguaje que soportaba el libro: no lo haría hasta un par de años más tarde; más en concreto, hasta que, veintitantas horas después de que el corredor editorial me regalara un ejemplar de Si te dicen que caí, concluyese la lectura de esa novela convencido de que, efectivamente, el proustiano tenía razón (Marsé trabajaba con castigados materiales de derribo), pero también de que el leninista ganaba la partida: pocas veces en mi vida había leído un libro que me hubiera atrapado con tal violencia.

La historia me parecía deshilachada a trechos, un tanto confusa en su construcción, y, sin embargo, aquello funcionaba como una máquina infernal: me había pasado una tarde y una noche enteras leyendo y, de buena mañana, me estaba duchando para ir a trabajar y, en aquel estado insomne, ya estaba pensando que, cuando volviera del trabajo, tenía que empezar a leerme de nuevo ese libro que me había agarrado por las orejas, me había zarandeado, me había roto por dentro. Tenía que descubrir cuál era su autoridad, por qué se me imponía, por qué me esclavizaba de esa manera: tuve que volver a sumergirme en Si te dicen que caí y, cuando terminé, leerme de nuevo Últimas tardes con Teresa para empezar a entender cuál era la autoridad de esas obras y a aceptar el dominio de Marsé. Los segundos asaltos a uno y otro libro me cercioraron de que estaba ante un mago del lenguaje, y de que, por añadidura, en Si te dicen que caí, el trabajo con esos materiales reciclados partía de un proyecto de relectura de todas las fórmulas literarias precedentes triturándolas hasta convertirlas en polvo para, desde el polvo, levantar una arquitectura radicalmente nueva, tan deslumbrante como desazonante. Que era, a la vez que una gran novela, la crítica de todos los artefactos literarios e ideológicos que la habían precedido. Lo diré de una vez: me di cuenta de que la lectura de Marsé me ponía ante uno de los escritores más grandes de la literatura española, y, por lo que se refería al segundo libro, ante una escritura nueva, radical, irrepetible.

Y eso se produjo a pesar de que, en esa relectura de Si te dicen que caí, la historia siguió pareciéndome a ratos confusa, mal hilvanada (¿resabios del joven proustiano?). La verdad es que no sé hasta qué punto tenía razón, pero ahora he aprendido que todo eso, siendo tan importante, daba igual. De hecho, ya me dio igual por entonces. A lo mejor es verdad que esta novela que, treinta años después, ha vuelto a zarandearme, a romperme, a hacerme sentir como una hormiga ante su grandeza, tenía en su primera edición ciertas incertidumbres, ciertas grietas de arquitectura que el autor –tal como explica en el prólogo del 88– pulió luego (dice Marsé en ese prólogo, citando palabras de Machado: «En labios de los niños, las canciones llevan confusa la historia y clara la pena»). No he comprobado las diferencias entre una edición y otra (también he perdido el libro de Novaro en cuya portada se veía el Saturno devorando a su hijo de Goya), ni siquiera he tenido demasiado interés en cotejarlas. Qué más da. Hoy, como balbuciente escritor, sé por experiencia que el poder de una novela reside en otra parte, está situado en un lugar distinto de su extremo cuidado formal. La lectura de malas traducciones que no consiguen derribar la grandeza de grandes libros me ha hecho reflexionar sobre ese misterio.

A pesar de todo, aún tendría que equivocarme una vez más con Juan Marsé, cuando creí que Un día volveré eran los escombros de Si te dicen que caí  por fin ordenados en un sólido edificio (durante años me pareció Un día volveré su novela más perfecta). Resulta difícil percibir a primera vista el poder de las obras que revolucionan la Literatura de su tiempo y, a estas alturas, pareciéndome Un día volveré una novela soberbia, creo que se trata de una novela epigonal, como epigonales serán con respecto a Si te dicen que caí la mayoría de las distintas variantes que han continuado después de ella, lo que acostumbramos a llamar “el realismo” o la narrativa de “la memoria” en España. Y es a Proust y no a Lenin a quien le debo haber aprendido eso. Dice Proust, poniendo como ejemplo a Renoir, que cada vez que una obra nos enseña a mirar desde otro lado, un nuevo continente se incorpora ya para siempre al arte. Y dice también que el mundo no ha sido creado de una sola vez, sino que se crea cada vez que nace un nuevo artista. Viene al caso la cita: en Si te dicen que caí, Marsé devoró a todos sus predecesores, los trituró y levantó sobre sus ruinas una nueva cota desde la que mirar.   

Vuelto a leer hoy, lo que me fascina de ese libro es precisamente eso: el modo cómo Marsé ha conseguido hacer estallar el orden anterior y fundar una nueva mirada: mirar desde otro lugar y de otra manera, para contar como si fuera la primera vez algo que parecía que ya había agotado su capacidad de ser dicho (la inmediata posguerra y la formación de una nueva generación), ya que, para alcanzar esa cota, Marsé ha partido de una descarada voluntad de trabajar con los derribos. Si te dicen que caí es una novela escrita entre escombros y con escombros, que encuentra su precisa imagen en esa trapería del niño protagonista (Javaloyes/Marsé), en la que se amontonan los desperdicios que nadie quiere, las páginas de las revistas que ya no se publican, la ropa que no se usa, los restos que el tiempo ha dejado, un tiempo que no es inocente caída de hojas en el calendario y en los árboles, sino en el que el hombre se convierte en protagonista: destructivo instrumento triturador de objetos, de vidas e ideales de otros hombres. El tiempo brutal y alucinado cuya indignidad se repite y prolonga, como se repiten los ajusticiamientos en la playa (Torrijos y sus compañeros a punto de ser ejecutados, dibujados en el tapiz de una habitación en la que se celebran tristes ceremonias eróticas como antecedente de lo que ocurrirá siglo y medio después, igual la arena, las conchas en la playa, el chapoteo del mar, la alineación de víctimas y de verdugos).

En su voluntad de ser literatura de escombros, de vertedero, se sitúa el eje de este libro que nos dice “voy a contar los restos que quedaron y lo voy a contar con los restos del arte de contar que me habéis dejado”. Marsé se distingue de otros escritores contemporáneos suyos en que matiza: pero lo voy a contar con todos los restos. Los voy a usar todos. De modo que convierte la novela en una summa, en una enciclopedia no sólo del archivo temático de la narrativa precedente, sino también de los elementos formales, para con todo ello construir una epopeya del vertedero de la Historia. No en vano, ya lo hemos dicho, el escenario principal en el que transcurre el libro es una trapería, y el personaje central, el que más se acerca al autor en esta novela, que es novela de formación y de relevo de generaciones, es precisamente un trapero.

Cuenta así Marsé la génesis del libro: «Empecé a escribir una novela sin pensar en la reacción de la censura ni en los editores ni en los lectores, ni mucho menos en conseguir anticipos, premios o halagos (…) Pensaba solamente en los anónimos vecinos de un barrio pobre que ya no existe en Barcelona, en los furiosos muchachos de la posguerra que compartieron conmigo las calles leprosas y los juegos atroces, el miedo, el hambre y el frío; pensaba en cierto compromiso contraído conmigo mismo, con mi propia niñez y mi adolescencia, y en nada más». «Jamás he escrito un libro tan ensimismado, tan personal, con esa fiebre interior y ese desdén por lo que el destino pudiera depararle».

Pero, asomémonos a la novela, miremos hacia el lugar desde el que mira, que es lateral, periférico: un extremo degradado de la ciudad –paredes leprosas, coronadas por vidrios rotos, arroyos de aguas podridas en las que chapotea una rata agónica–, y, en ese barrio periférico, dos centros que son, también ellos, periferia de la periferia: una trapería y un subterráneo en ruinas. Vigila el conjunto la araña negra de los recientes vencedores, que aún gotea tinta. Hay rincones de tabernas, retretes, últimas filas de los cines. De espaldas, lejana, altiva, la ciudad rica, con sus balcones cubiertos de banderas victoriosas y sus escaleras de mármol y sus ascensores de vidrios esmerilados.

Si te dicen que caí mira, además de lateralmente, desde abajo de los de abajo. Los protagonistas son los niños hambrientos, sarnosos, tuberculosos, los más pobres en el barrio de los pobres: Java, Sarnita, el Tetas, Luis, Martín, la Trigueña, la Fueguiña, niños que viven su iniciación en ese mundo en ruina física y moral, y que son los hijos de aquellos a quienes la historia ya ha tirado a la cuneta: Meneses, El Taylor, Guillén, Sendra, El Fusam, Lage, la Trini, Palau, Bundó, «hombres de hierro, forjados en tantas batallas, llorando por los rincones de las tabernas como niños». La derrota no es completa hasta que no te conviertes, además de en vencido, en basura: los idealistas son ahora vulgares atracadores, chulos; las esposas y novias de los héroes, pajilleras de última fila de cine, putas de los más miserables cuartos del barrio chino. Hay hombres que fueron fusilados y yacen en algún lugar, hombres encarcelados, hombres topo (Marcos Javaloyes, el Marino), hombres asustados, hombres enloquecidos, o corrompidos, en esta novela de “padres e hijos”, en este libro formativo que cuenta cómo de las ruinas de una generación derrotada surge otra corrompida y enferma. Hay incluso un “vencedor-vencido”, un hombre que se condena a sí mismo a ser un periódico hombre topo, porque el triunfo en la guerra a veces es también amargo y porque no es exactamente igual que el triunfo sobre las pasiones.

No estriba, sin embargo,  el poder del libro en la elección del lugar y “del tema”. Al fin y al cabo, existe una vieja tradición de novelas de los de abajo, incluso de los recogedores de los desechos de los demás, a las que la narrativa española puede sumar algunos dignos títulos como La busca, de Baroja, o La horda, de Blasco Ibáñez. El acierto de Si te dicen que caí estriba en que Marsé no ha querido hacer una novela social, ni histórica, ni política; ni un folletín, ni un canto de piedad, de denuncia, de compasión, o de asco, sino que ha querido hacerlo todo a la vez; es decir, ha decidido hacer otra cosa, y, para eso, ha elegido no negarse ninguna técnica, ningún recurso, con una narración que oscila entre la omnisciencia, el perspectivismo, el monólogo interior, el estilo directo, la diacronía, la narración lineal, el espasmo lírico, la descripción objetiva, el expresionismo, la deformación en el callejón del gato, el sarcasmo, la piedad, lo grotesco. Y todo ello, medido, calculado, como los arquitectos calculan la resistencia de los materiales, en un equilibrio por el que cada elemento sirve de compensación a otro, lo neutraliza, refuerza o niega, y, así, en ese juego que roza la perversidad, colabora en la construcción del edificio narrativo.

En su tarea, que tiene algo de furiosa espiral vertical, Marsé levanta su obra con todo lo que la literatura de trapería ha dejado a sus pies: las páginas sueltas de las revistas de la República, las de Signal; el folletín, los tebeos (Monito y Fifí, El Guerrero del Antifaz), las novelas baratas (Doc Savage, Bill Barnes), las letras de los boleros (Perfidia, Bésame mucho), la copla española (Carmen de Lirio, Miguel de Molina), las películas de aventuras (La corona de Hierro, Suez, El prisionero de Zenda), y las de misterio (Fu Manchú, Arsenio Lupin), los cuentos infantiles, los aventis o relatos, rumores y bulos que corren por la calle: todo eso, formando un alucinado nudo, una red de narraciones desde cambiantes perspectivas que se entrecruzan y acaban por componer un experimento radicalmente original, una relectura de cada uno de los géneros en el que el pasado se expresa y, en conjunto, una relectura de ese pasado que se convierte en un torbellino, en un tornado ascendente en el que, de abajo arriba, los usos literarios más degradados entran en contacto con lo más alto del escalafón literario.

Es el propósito el que lo ordena y da sentido a todo. Los elementos procedentes de la realidad se convierten en materiales literarios: el lenguaje vulgar sufre una consciente reelaboración estética, de manera que acaba limitando a veces con el más alambicado gongorismo sin perder ni un ápice de su credibilidad, que es convención respetuosa de un código; algo similar podríamos decir del modo en que Marsé usa en la novela el tiempo, que a ratos parece brotar como fruto de las vacilaciones de la imprevisión, pero que cuando uno se para a analizarlo descubre que con quien emparenta es con el tiempo de Faukner en el El ruido y la furia, o en Mientras agonizo; su capacidad de abrir ante nuestros ojos la panorámica de la ciudad moderna nos hace pensar en el Döblin de Berlin Alexanderplatz, mientras que los referentes localizables del realismo hispano (los Goytisolo, Aldecoa, el propio Cela, e incluso Martín Santos) se convierten en meros referentes, cuando no en puentes que comunican con la tradición, muy especialmente con el barroco de Quevedo o con el desgarro de Valle-Inclán. De hecho, alguien debería estudiar el paralelismo entre lo que, para el teatro español, supuso la aparición de Luces de bohemia con lo que significa Si te dicen que caí para la narrativa. Creo que se trata de dos artefactos de similar calado, cercano propósito e idéntica sensibilidad, en los que la revolución lingüística está al servicio del propósito narrativo y la tensión estética es sólo una necesaria reordenación de la ética.

El conjunto compone un alucinado nudo, o, mejor, ya lo hemos dicho, un tornado de fuerza arrolladora que, con materiales extraídos desde abajo, se levanta hasta convertirse en ejemplo de cómo la narrativa aún puede servir de estremecida metáfora total sobre la condición humana (ahí el parentesco habría que buscarlo con Roberto Artl y, a través de él, con Dostoievski), sin renunciar al propósito de comunicar eso que parece haberse esfumado de la novela contemporánea, la ilusión de vida, la capacidad para estimular la inmersión del lector en el mundo novelesco, su comunión con unos seres que, sin existir, han existido porque son trasuntos de otros que vivieron. Marsé llega a las cotas más altas de la Literatura culta por consecuente radicalización de lo popular.

 Además, el acierto de su experiencia narrativa, la posibilidad de que el mecanismo funcione con tanto vigor, estoy convencido de que se basa en que la novela está misteriosamente atada al autor, destila eso que se llama verdad literaria. Marsé ha conseguido transmitirnos la impresión de que nada de lo que narra le es ajeno (ni a él, ni a quien lo lee), lo cual lo enfrenta con el Cela de La Colmena, donde el novelista se disfraza de entomólogo para enseñarnos el estúpido ir y venir de unos lejanos insectos. Quizá no está de más recordar que, recientemente, y con motivo de su muerte, los periódicos y revistas hablaban de que Cela había declarado de mal gusto tener un gesto de desagrado o miedo ante la muerte, y que su propósito era (¡nada menos!) que el de morir impávido, sin mover un músculo del rostro (se supone que así es como un caballero debe morir). Lo decía el hombre que había condenado a morir a sus personajes en las posiciones más “indignas” (metiéndose un cañón de escopeta por el culo, o de un tiro de un moro mientras se hace una paja). El Marsé de Si te dicen que caí podría decir de todos los personajes, incluso del que menos se le parece, lo que decía Flaubert de Madame Bovary (“c’est moi”). Cada una de las muertes de sus personajes es su propia muerte, como es su propia enfermedad y su propio sexo el que nos muestran los protagonistas del libro. Como decía Cernuda de Galdós, Marsé es tan grande que sabe colocarse a la altura de sus propios personajes, incluso de los que nos pueden parecer más abyectos, y se pone tan a ras de suelo que los tontos y los pedantes lo toman por pequeño.

En esa summa que es Si te dicen que caí hay que buscar –parece obvio, nada queda impertérrito tras una revolución– los hilos que conducen a las distintas escuelas por las que se han embarcado las diversas formas del “realismo” español y de la literatura de la memoria en los últimos años, y constatar el fracaso de la mayoría de sus epígonos (el Vázquez Montalbán de El pianista merecería un aparte como excepción). Marsé es Marsé y es inimitable, y su maquinaria funciona en conjunto y no admite que se rompan sus resortes y se desmembren las piezas. Sus sucesores (lirismo de la memoria, tremendismo, expresionismo paródico) no han conseguido volver a darnos esa tremenda impresión de contradictoria vida (se han quedado en la deconstrucción posmoderna), ni tampoco su capacidad para convertir la memoria en desazón, porque, en el complejo juego de equilibrios de Si te dicen que caí, la memoria no es jamás un refugio, ni una guarida en la que agazaparse, ni complacencia de una legitimidad, sino una forma de intemperie. Tras la devastación, no hay formas de inocencia: todo es malsano residuo, viene a decirnos el libro: nosotros mismos, culpable residuo.

De hecho, el soberbio esfuerzo de la novela por recuperar el tiempo perdido, por reparar las injusticias, se convierte, desde la perspectiva del Marsé de Si te dicen que caí, en un estrepitoso fracaso. Así se desprende del final del libro cuando el lector, que ha creído seguir el hilo de una historia de historias, se enfrenta a la duda de si lo que le fue contado como real era sólo un aventi, un cuento, un bulo que recorrió las calles: como último golpe de piqueta en su trabajo de demolición, Marsé sabe que no puede aspirar a erigirse con la verdad; que su destino es ocupar con su historia un espacio entre las historias; utiliza el principio de Arquímedes de la Literatura, según el cual la presencia de un nuevo elemento en un espacio desaloja a otro. Asume ser sólo una voz más que lucha por la apropiación del imaginario del pasado como ajuste de cuentas consigo mismo.

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