Ramon Casares

La cultura profesional del profesorado (I)
Una visión autocrítica
(Página Abierta, nº 139, julio de 2003)
Noviembre de 2002

Al hilo de las reacciones que el proyecto de Ley de Calidad de la Enseñanza del Gobierno PP desató, Ramon Casares elaboró dos largos textos que abordan el tema de la cultura profesional del profesorado no universitario de los centros públicos. En el primero de ellos, el que sigue a continuación, se examinan algunas facetas que han propiciado el malestar del profesorado, referidas tanto a la mentalidad de éste como al discurso educativo. Próximamente daremos cabida a la segunda parte, que alude a las modificaciones que han experimentado en los últimos años el sistema educativo y algunos valores asociados a él, y las repercusiones de esos cambios en la tarea docente.


La manera de vivir la profesión docente, tanto en la educación primaria como especialmente en la secundaria, ha cambiado. De ser merecedora de un envidioso reproche en tanto que “chollo” –jornadas cortas, largas vacaciones, trabajo fijo–, ha pasado en pocos años a ser considerada un trabajo poco apreciado, estimado como “duro”, difícil e ingrato. Entre el propio profesorado crece el desgaste e incluso el padecimiento asociados a patologías profesionales de carácter psíquico entrelazadas con las tensiones del trabajo cotidiano (1), en una plantilla cuya edad media se incrementa cada curso. El conjunto de estos factores suele etiquetarse como “malestar docente” (2).
Un punto destacado de este malestar se sitúa en la relación con el alumnado, descrito a menudo como infantilizado, pasivo o inculto, e incluso reactivo o violento. A pesar de lo poco acertado y subjetivo de esta percepción, es indudable que constituye uno de los factores de desgaste (3) y uno de los puntos centrales en la valoración que el profesorado hace de su trabajo.
También se pueden citar otros componentes de orden político y cultural en este malestar. La política educativa seguida por los diferentes Gobiernos del PSOE, de CiU y del PNV ha ampliado la base educativa del sistema escolar. Pero esta ampliación y la manera como se ha llevado a cabo han despertado inquietud y hostilidad entre por lo menos una parte del profesorado (4). Dado que el apoyo del profesorado supone un factor decisivo en el éxito de toda política educativa, las administraciones han visto en esta actitud negativa un obstáculo mayor para la gestión de sus políticas.
Desde hace mucho tiempo, entre muchos enseñantes se produce la paradoja de un desacuerdo sin matices con la política educativa de diferentes Gobiernos (PSOE, PNV o CiU) (5), sin que este desacuerdo se extienda a otros aspectos de su política. Puede que este fenómeno obedezca también al incremento general del escepticismo político, pero en la enseñanza pública adquiere tonos llamativos. La percepción permanentemente conflictiva de la actuación de la Administración y una recepción negativa de la política vigente han incrementado el descrédito de la educación como “política” entre el profesorado. Con la Ley de Calidad, el PP ha intentado canalizar a su favor este rechazo insinuando subliminalmente, y a veces explícitamente, una especie de “vuelta atrás a los buenos viejos tiempos”, una vez superados los “excesos pedagogistas y socializadores” (6) del período anterior. A pesar de su mayor sensibilidad hacia ciertos estados de opinión del profesorado, no está claro, sin embargo, que la dieta meritocrática del PP consiga aplacar el malestar a largo plazo.

Frustración profesional

El propósito del siguiente artículo no es ahondar en estos factores de malestar, podríamos decir que “externos” al profesorado de los centros públicos de Enseñanza Secundaria, sino llamar la atención sobre algunas facetas tanto de la mentalidad del profesorado como del discurso educativo que han propiciado tal malestar.
En los últimos veinte años, en buena medida gracias a la educación escolar, el número de personas con una cierta formación cultural se ha incrementado considerablemente en nuestra sociedad. El profesorado es un sector no sólo numéricamente importante, sino muy representativo de estas nuevas capas cultas. El malestar del profesorado de secundaria, en este sentido, podría responder al incumplimiento de algunas expectativas depositadas en el papel de estas capas cultivadas. La cultura escrita, y singularmente cierta prensa cuyo principal consumidor es la clase media culta, ha expresado y reforzado el estereotipo de este desencanto. Acaso por ello, entre una parte del profesorado de secundaria el malestar docente ha tomado una forma relativamente nueva: la de la frustración profesional. La falta de incentivos profesionales –y la amenaza de ver diluirse algunas de las seguridades adquiridas– ocasionan, a la vez, acomodación e incertidumbre, una combinación muy difícil de sobrellevar.
A pesar de todo, las manifestaciones de esta frustración son diversas y presentan características muy individualizadas. Algunas tienen en común el hecho de esperar “algo más” de la profesión. Hay personas, pocas, para las que este “algo más” se reduce a la posibilidad de compatibilizar el trabajo docente con otro tipo de dedicaciones (científicas, literarias, políticas, sociales…). Entre un grupo más amplio, este “algo más” se refiere a aquello que la profesión de enseñar “no da”, a lo que no “compensa” en un plano tanto moral como social. En uno y otro caso late la aspiración a una vida –personal y profesional– revestida de un carácter singular y creativo, capaz de armonizar aspiraciones intelectuales y morales.
Sin embargo, por lo general, las quejas no suelen referirse a la imposibilidad de desplegar una mayor ambición intelectual o una mayor creatividad, sino que se dirigen hacia unas “circunstancias” (alumnado, familias, compañeros, centros, condiciones de trabajo, currículo, política educativa) que, o bien no “están a la altura”, o bien “exigen demasiado”.
Todo ello redunda en una actitud victimista y hasta cierto punto acomodaticia, en una vaga nostalgia del pasado junto con muy poca voluntad de cambiar el presente (7). Por lo demás, muchas quejas suelen dar por sentado que la enseñanza se ha convertido en una profesión relativamente marginal, sin relevancia ni reconocimiento social. A menudo, el profesorado ha entendido los cambios que le afectan como una pérdida de autoridad o de dignidad. Esta noción de dignidad no se puede separar de la imagen singular que el profesorado ha tenido de sí. Ciertos aspectos de la concepción de la educación y de su papel en la sociedad, así como la manera como tiende a explicar tanto una como otra dibujan un cuadro de ideas y referencias bastante común entre el profesorado. En esta autocomprensión, en estos rasgos de la cultura del profesorado, se podrían buscar algunas de las raíces de una cierta pérdida del sentido (8) de la profesión para los propios profesores y profesoras y de su expresión en el malestar docente.

Ante un espejismo

Se puede distinguir el “malestar” del simple cabreo. En otros momentos, un importante cabreo coexistía con una imagen reconciliada y autoafirmada del papel del profesorado y de la tarea docente. Las políticas educativas de los años sesenta y setenta (paralelas al desarrollo económico y a un alto dinamismo político y social) produjeron y establecieron una coyuntura en la que la educación parecía capaz de combinar, al mismo tiempo, grandes avances culturales con la mejora económica y la promoción social de la población. La educación escolar se presentaba, a la vez, como un poderoso factor de ascenso social –percibido como reconocimiento de los méritos de cada cual– y de igualación social. Fruto de esta visión fue una cultura del profesorado para la que no existía apenas incoherencia entre lo uno y lo otro, en una sociedad que no era ni igualitaria ni equitativa, pero en la que las diferencias sociales no crecían e incluso se reducían.
Los últimos años ochenta y los primeros noventa agrietaron esta imagen. La larga huelga del profesorado en 1988 por la “homologación” supuso un escollo muy grave para la política del PSOE, pero la imagen pública del profesorado sufrió un importante revés, especialmente en lo referente a su responsabilidad social (9). Es en esta época en la que en las asambleas empieza a lamentarse la “autoridad” perdida: un confuso sentimiento de pérdida de estatus asociado a la percepción de un endurecimiento de las condiciones de trabajo.
Algo posteriores son las primeras denuncias de una impía alianza entre izquierdistas ingenuos y despiadados tecnócratas de la socialdemocracia (10) alrededor de la LOGSE. En pocas palabras, se acusaba a tales “izquierdistas” de legitimar, bajo la apariencia de la igualdad de oportunidades y de la comprensividad, una reforma que iba a destruir la escuela pública y su papel canalizador del ascenso social de las clases populares, especialmente concentrado en los institutos de BUP.
La versión más conservadora de estas críticas alcanzó un éxito indudable, mientras que los lemas ideológicos que arroparon la reforma de la LOGSE despertaban poco entusiasmo entre la mayoría del profesorado de dichos centros. De hecho, los apoyos obtenidos por la LOGSE entre el profesorado de secundaria tuvieron que ver tanto con las aspiraciones igualitarias de algunos sectores como con las duras condiciones de trabajo de otra parte del profesorado que estaba en la Formación Profesional o que a lo largo de los años ochenta tuvo que atender a la escolarización de grupos sociales sin apenas expectativas escolares (11). Con toda seguridad este profesorado, que ya había entrado en contacto con las realidades más crudas de la escolarización universal, se sintió más cercano a las propuestas comprensivas, precisamente para poder reducir aquellas tensiones y acceder a otro perfil de alumnado. Pero ello no se puede desvincular de la necesidad imperiosa de otorgar “sentido”, prestigio y perspectivas a una tarea relativamente dura (12).
Sin lugar a dudas, fue un error creer que un aumento de la heterogeneidad del alumnado en todo el sistema, y en especial en los antiguos centros de BUP, equilibraría las condiciones y produciría el “milagro” de la fusión de las diferentes culturas profesionales del profesorado. No se tuvo en cuenta que la especialización social entonces ya existente no iba a reducirse, sino que se polarizaría todavía más entre los centros públicos y los privados. Mientras éstos concentraban el alumnado con expectativas escolares, aquéllos atendían un alumnado más diverso. En estas condiciones, que una parte del profesorado del antiguo BUP experimentó como una pérdida radical, la mencionada fusión se hacía todavía más difícil.

Los riesgos de lo oficial

Es posible que aquel error tenga algo que ver con una especie de fascinación arbitrista por lo oficial. Con algunas excepciones, entre el profesorado funcionario –y entre cierta izquierda– se ha solido atribuir efectos taumatúrgicos a la normativa legal, de modo que, hecha la norma, problema acabado. Ciertamente, muchas cosas decisivas dependen del Boletín Oficial del Estado. Pero hay cosas que una ley nunca podrá producir por sí misma. Una ley puede inspirarse en una determinada concepción de la educación, pero no puede –y acaso tampoco deba– imponer un discurso educativo, y todavía menos unir lo “democrático” de sus aspiraciones con lo teóricamente “científico” de sus fundamentos.
Por desgracia, de la mano de la LOGSE, el constructivismo devino en una suerte de doctrina pedagógica oficial, y la comprensividad pasó de filosofía o espíritu que debía guiar la aplicación de la ley a objetivo que se debía exigir sin mediación y a modelo burocrático de aplicación inmediata. Nada de ello aparece en el texto de la ley. Pero a la hora de aplicarla se pusieron pocos reparos en apoyarse en un cuerpo doctrinal que vio –precisamente por ello– convertidas sus innegables cualidades en verdades democráticas y científicas “oficiales”.
Políticos y administraciones se mantuvieron en un segundo plano, mientras los “expertos” provenientes, en general, de los medios universitarios llevaban la voz cantante (13). A toro pasado, se puede afirmar que podían haber sido algo más cautos (14). Toda oficialización conlleva el riesgo de una relación instrumental con las doctrinas, incluso con las mejores. Y, en este caso como en tantos otros, el discurso salía en apoyo de una política –la del PSOE y de CiU– que, a partir del año 1992, se vería en la obligación de limitar la inversión educativa y de permitir un mayor crecimiento y especialización social de la escuela privada.
Por otra parte, el escaso éxito doctrinal de la reforma de la LOGSE es una prueba fehaciente de las dificultades de los procesos participativos impulsados desde “arriba”. Hay una amplia coincidencia en atribuir la difícil recepción de la reforma a la falta de participación del profesorado. Podemos inferir que la falta de interés por parte de las administraciones educativas en propiciar tal participación se debía a un muy justificado recelo hacia las querencias del profesorado. También cabe señalar que no hubo dinero suficiente para la formación, aunque acaso sea mejor decir que ésta pisó poco el terreno, experimentó poco y se planificó menos. El resultado de todo ello fue que en la aplicación de la reforma se percibió una especie de prepotencia que rehuía el debate y prometía imprudentemente aquello que ni en el mejor de los casos cabía prometer: mejoras tangibles de forma inmediata en los denominados “niveles” del alumnado compatibles con la integración de quienes hasta el momento se hallaban fuera del sistema (15). La cosa se agravó cuando, frente a las primeras dificultades constatadas, se traspasó –no sin razones, pero de manera poco razonable– el tanto de culpa a un profesorado asilvestrado y reactivo, sin echar cuentas de las fragilidades de lo que se predicaba.
La escasa conciencia del carácter instrumentalizador de la oficialización expresaba, por otro lado, poca confianza en la capacidad de convicción de la no tan nueva doctrina pedagógica. Demasiado a menudo se aceptó reducir la fascinante aventura del constructivismo a fórmulas huecas o incluso a consignas poco a poco vaciadas de contenido. “Aprender a aprender”, “metacognición” y un sinnúmero de sugerencias interesantes para propiciar una mayor reflexión sobre el conocimiento y sobre el hecho de aprender y de educar, se vieron pronto simplificadas y convertidas en papeles –y papeleos– abstrusos y hueros. La multiplicación de fórmulas incomprensibles, especialmente en el desarrollo curricular, alejó todavía más a un profesorado que, convencido de la “bondad” de enseñar sin más aquello que constituía su especialidad docente, se veía ahora implícita o explícitamente desautorizado.
Entre una parte del profesorado cundió la impresión de ser acusados de no saber hacer bien lo que antes se hacía sin problemas. La cuestión se agravó cuando a este profesorado, a menudo poco inclinado a cuestionarse la eficacia y sentido de su trabajo con un alumnado seleccionado, se le intentó convencer de la mano de una especie de tecnologías de la educación capaces aparentemente de cortar el nudo gordiano de las desigualdades educativas previas. Finalmente, como antaño ya reconoció Bruner, una fe justificada en la infinita capacidad de aprendizaje del ser humano y en la increíble potencia de la educación no debería haber llevado a menospreciar las dificultades de todo tipo –pero especialmente aquellas que se derivaban de las desigualdades sociales–.
Acaso un poco tarde, incluso entre aquellos y aquellas que dimos sólo un apoyo crítico a la LOGSE, se impone una autocrítica por no haber atajado el abuso del discurso igualitario y, especialmente, por no haber relativizado el alcance atribuido a las reformas educativas en un contexto en el que las desigualdades empezaban a ampliarse de nuevo. Es verdad que las razones aducidas contra la LOGSE han solido ser intelectualmente toscas (16) o desagradablemente cínicas. Tampoco se trata, desde luego, de abdicar en lo que toca a la aspiración a la igualdad en la educación. Ni, todavía con mayor razón y empeño, en lo que hace a la importancia del sistema escolar público para los sectores más desfavorecidos. Pero hay que reconocer que la mera sombra de una identificación “necesaria” y simplista entre aquella reforma y la ciencia, la democracia o la igualdad empobrecieron innecesariamente ideas y planteamientos.
A la larga, puede parecer todavía más grave la poca atención y el nulo apoyo efectivo que, desde administraciones, sindicatos o ayuntamientos, salvo excepciones, se prestó a las experiencias educativas más singulares, aquellas que –aunque parciales– se alejaban en uno u otro aspecto de la norma. Se otorgó preferencia a las grandes soluciones, a los esquemas omnicomprensivos, a las Reformas, con mayúscula, esgrimidas como jaculatorias contra estados de opinión y mentalidades del profesorado que se adivinaban críticos u hostiles. Y ello en un contexto bastante abierto, en el que nadie podía, razonablemente, pretender reunir todas las claves de la situación.

Lo viejo en lo nuevo

Una de las novedades de la LOGSE fue la insistencia en asimilar la educación escolar al desarrollo o aprendizaje de “capacidades”. La consiguiente sensación de “pérdida de contenidos” o de “niveles” ha marcado obsesivamente al profesorado, incluso al menos imbuido de academicismo, y se ha extendido a la opinión pública.
En apoyo a su política educativa, José María Aznar se refería a los estudiantes que no pueden escribir “unas líneas” sin “faltas de ortografía”. Pero las descalificaciones de la actual educación han sido constantes y mucho más agudas en la pluma de intelectuales de izquierdas como Antonio Muñoz Molina, Félix de Azúa, Rosa Montero, etc. (17). Frente a una enseñanza que pierde “contenidos” se opone la nostalgia por una enseñanza supuestamente crítica, capaz de generar élites y no masas aborregadas. Si resulta dudosa la existencia, en algún momento, de un sistema educativo capaz de generar una verdadera educación crítica, todavía lo es más la vinculación entre la educación escolar masiva y la pérdida de contenidos críticos. La imagen de estudiantes dedicados por entero al aprendizaje de macramé, del folclore local o de técnicas de relajación constituye una distorsión exagerada.
Lo que resulta indudable es que el profesorado, o una parte de él, ha tenido que adaptarse a un alumnado con un “capital cultural” más débil, con una mayor desconexión con el acervo académico. La presencia de este alumnado en los centros escolares obedece no sólo a la ley, sino a una demanda social bien fundada: fuera de los institutos casi no “hay lugar”. Incluso el acceso al trabajo se hace cada vez más desde el sistema educativo.
Entre el profesorado, la obsesión por la “pérdida de niveles” tiene mucho de vértigo frente a la falta de referentes. Al proclamar que a aprender se aprende aprendiendo, se dejó un margen generoso a los plurales referentes culturales y académicos del profesorado y de las familias que tenían que guiar estos aprendizajes. Pero también a sus fijaciones, insuficiencias y prejuicios academicistas. Acaso indicaciones curriculares más precisas –al precio de una mayor negociación con las tradiciones académicas– habrían evitado la sensación de vacío.
En cualquier caso, a la vista de lo sucedido con el decreto sobre la enseñanza de las Humanidades, siempre tendremos motivos para desconfiar. Tras la obsesión por pasar el cedazo y unificar currículos, o detrás de cualquier “reválida”, más que el rigor académico uno teme ver asomar la honda de aquel “pastorcillo lusitano” en el que arrancaba nuestra “historia común”, la oreja de la imposición del castellano o el hedor de unos Reyes hoy santificados por “católicos”.
La Ley de Calidad de la Enseñanza intenta halagar a un profesorado especialmente sensibilizado por una sensación de pérdida (18). La propia ministra no ignora, sin embargo, que su reforma tiene unos límites: la exigencia igualitaria –especialmente en relación con la educación– es una realidad social, tanto en el Estado español como en toda Europa. La anterior reforma, la de la LOGSE, estuvo marcada por las insuficiencias doctrinarias de la tradición de izquierdas. La actual también tiene sus riesgos. La apestosa tradición ideológica de la derecha se ha equilibrado con una apreciación a la vez expeditiva y realista de las dinámicas sociales.
En lo que se refiere a la demanda social de igualdad educativa, el PP sabe con toda seguridad que no cabe la marcha atrás sin un estropicio de grandes magnitudes. Razonablemente, el sistema escolar público verá acrecentado su papel de instrumento de cohesión educativa. Los centros públicos no se convertirán, salvo excepciones, en los guetos que ciertas prédicas apocalípticas anuncian. Pero tampoco se erigirán en los templos del saber que los juegos de palabras con la “excelencia” o el “mérito”, que tanto gustan a la actual ministra de Educación, sugieren.
Desde luego, el incumplimiento de la promesa tácita de enrolar al profesorado de la escuela pública en una vuelta atrás más elitista puede alimentar una mayor frustración. Pero éste es un riesgo implícito no sólo en la propuesta educativa del PP, sino en las limitaciones que impone la propia cultura del profesorado.

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(1) Existen estudios sobre estas patologías específicas de la gente enseñante, aunque es más difícil relacionarlas con las que se pueden derivar de los incrementos generales de los ritmos de trabajo o de los cambios en las formas de vida que se han producido en los últimos tiempos. Docència, 15 de marzo de 2002. Véanse especialmente los artículos de Rosa Sandoval.
(2) Heredero, Carmen, “El malestar docente. La huelga contra la Ley de Calidad”, PÁGINA ABIERTA, nº 131, noviembre de 2002.
(3) Se citan otros factores, como el aumento de la diversidad social y cultural del alumnado, o el incremento de la distancia generacional como consecuencia del envejecimiento de las plantillas. A pesar del descenso de la proporción entre profesorado y alumnado, el descenso de la natalidad impide el ingreso masivo de profesorado joven, como ocurriera en los años setenta y ochenta.
(4) La ampliación de la oferta educativa y el descenso de la natalidad han supuesto para el profesorado en activo una reconversión en la que han abundado el cierre de centros, el traslado de puestos de trabajo y los cambios en la especialidad docente.
(5) Las distintas administraciones del PSOE y de CiU no parecen haber medido suficientemente lo importante de dicha “recepción”. El malestar docente ha sido negado “políticamente” o ha sido reducido a una especie de engorroso subproducto del “estrés” frente al que cada docente debería prevenirse. En Catalunya, algunos de los sectores del profesorado más activos contra la LOGSE procedían del PSC-PSOE. El PP, mucho más atento a la realidad del malestar, lo ha atizado con promesas de imposible cumplimiento y lo ha convertido en su principal baza a favor de la Ley de Calidad.
(6) Palabras textuales de Isabel Couso, secretaria general de Educación y Formación Profesional del MECD, en las Jornades La direcció dels Centres Educatius i la Llei de Qualitat, Barcelona, 18 de octubre de 2002.
(7) No ha faltado quien ha visto en esta actitud el resultado de la “feminización” del profesorado, o, en una versión más refinada, la manifestación del carácter “complementario” de los sueldos de unas personas que no aceptarían la mayor complejidad del trabajo educativo.
(8) Entiendo que esta pérdida de sentido de la profesión tiene relación con la desubicación en cuanto a las raíces de la “autoridad” del profesional.
(9) La equiparación de la huelga con la falta de responsabilidad fue una de las armas utilizadas por el MEC. Sin embargo, el recurso a la huelga en sí mismo no era un síntoma de falta de responsabilidad. Lo era mucho más la cortedad de los horizontes y el general abandono de lo que podríamos denominar la autonomía de la profesión. La “responsabilidad” –sea lo que sea lo que entendamos por ello– parece algo íntimamente asociada a la tarea de educar a las nuevas generaciones. El rechazo de responsabilidades sociales, la generalización del victimismo no contribuyen a inspirar confianza en el profesorado.
(10) Gallego, Ferran (1996): “El huevo de la serpiente”, El País, 31 de diciembre de 1996, Barcelona. J. L. Gómez Llorente ha solido realizar afirmaciones coincidentes.
(11) Otros apoyos se localizaron entre el profesorado de Primaria, que veía en el paso a los institutos una suerte de ascenso profesional.
(12) Adell, Pilar y Sánchez-Enciso, Juan (1997): “Hacia el suburbio escolar”, El País, 26 y 27 de marzo de 1997.
(13) En los últimos tiempos, bajo la batuta del PP, pero con la colaboración de no pocas personas de otros ámbitos ideológicos, parece haberse desatado una auténtica caza de brujas contra los representantes del constructivismo en España. Si bien esta ofensiva se puede entender en el clima competitivo de la Universidad, resulta especialmente repugnante si se tiene en cuenta que la comprensividad constituyó la única respuesta positiva al reto de universalizar la educación de manera igualitaria. Esto último no constituye un invento de psicopedagogos o políticos, sino que, como parece evidente, resulta de una auténtica demanda social.
(14) Más cautos y a menudo más respetuosos con la propia tarea de reflexión y el desarrollo de la pedagogía, que constituían una de las herencia significativas del siglo XX. Una vez convertida en munición “oficial” en apoyo de determinadas políticas, hoy cualquier pelagatos –y no sólo entre el profesorado de secundaria– se atreve con la pedagogía.
(15) La imprudencia se halla en la promesa, no en la posibilidad de que ello suceda. En lo que se refiere a la Primaria, la aplicación de la LOGSE no sólo ha incrementado los “niveles”, sino que ha reducido diferencias entre la escuela pública y la privada (Informe INCE). En la Secundaria resultaba de todo punto desacertado comparar un sistema selectivo con otro de base universal.
(16) Ciertamente, la mayoría de las críticas a la reforma se hicieron desde el positivismo más ramplón –rebajando por ejemplo, el estatuto epistemológico tanto de la pedagogía como de la psicología y, especialmente, de la psicopedagogía–.
(17) Existe una explicación poco piadosa sobre la causa última de dichos escritos: sus destinatarios serían los profesores –que constituyen la mayoría de sus lectores– y que anegarán al día siguiente el periódico “con una catarata de cartas celebrando la valentía del colaborador”. Cruz, Manuel, “Mirando al tendido”, El País, Catalunya, martes 2 de abril.
(18) Casares, R. y Vila, I: “La Reforma del PP: Igualdad frente a mérito”, PÁGINA ABIERTA, nº 125.