Ramon Casares

En la muerte de un “polaco”
(Página Abierta, 142-143, noviembre-diciembre de 2003)

 

Ha muerto MVM. El acróstico, de simétrica belleza, podría corresponder a un vehículo de motor todo terreno o a una droga exótica y tóxica. Y, al parecer, Manuel Vázquez Montalbán tenía algo de ambas cosas. Eso dicen todos los periódicos: periodista, poeta, novelista, investigador social, experto en comunicación, explorador de la cultura popular bajo el franquismo, vindicador de la cocina (que no gastrónomo) e intelectual comunista.
El martes 21 de octubre, en la Universidad de Barcelona, le rindieron un homenaje algo improvisado y muy de este gusto civil catalán tan austero que encarna Raimon, un valenciano desprovisto de valenciana prosa. El acto congregó a gentes quizá no tan diversas: estaban Pujol y Maragall, pero no Josep Pique, ni Artur Mas, ni Carod Rovira. Acaso por problemas de agenda, o quizá de afinidad generacional. Bajo las bóvedas ya venerables del vestíbulo de la Universidad Central seguimos el acto una multitud silente, vestida con corrección senatorial, una piña de cabezas calvas, canas o teñidas, no sé si emocionadas, pero convencidas de la necesidad del acto.
Jose Saramago dijo que Manolo era una buena persona, cosa acostumbrada en las oraciones fúnebres. Pero ya al final de un discurso que rozaba la banalidad dio en el clavo. “Sólo nos empezaremos a hacer a la idea de que está muerto la próxima vez que abramos el periódico (El País, o el Avui) y no encontremos su columna”, vino a decir. No era el consabido “le echaremos en falta” que, con un deje de hipocresía, se suele decir de los muertos, sino la evidencia de que estábamos tan acostumbrados a nuestra ración semanal de MVM que ahora necesitaremos un período de desintoxicación, como cuando dejamos de fumar. Me atrevo a decir, además, que la adición más letal provenía de estas píldoras breves en las que destilaba mala leche con una exactitud contundente e irrepetible. Tan irrepetible, que no podíamos evitar el sobresalto de la duda cuando topábamos con un artículo más largo o nos enfrentábamos con una de sus novelas.

 

Se está hablando mucho sobre la vertiente literaria de Manuel Vázquez Montalbán. Con mayor abundancia si se tiene en cuenta que ésta –la del novelista– es su cara más conocida en Francia, Alemania y sobre todo en Italia. No obstante, me parece que su literatura de creación no se podrá separar de otros aspectos de su actividad, como por ejemplo, su aproximación a la cultura “popular”, como creador y como investigador. Su Crónica sentimental de España es el germen y el programa de una aventura intelectual, la de aquella gente que, a finales de los años sesenta, cuando ya se puede hablar de una elite intelectual antifranquista, intenta poner un espejo ante la empobrecida cultura de masas segregada bajo el franquismo.
La intención es dar voz y presencia a la estética y a la “sentimentalidad” –palabra de resonancias montalbanianas– de las “clases subalternas” que, en una peripecia fantástica e irrepetible, pasaban en tan sólo una generación de la derrota, el escarnio y el expolio de la  más negra posguerra al expolio y el escarnio de la modernidad más reluciente. Es una versión de la mirada pop –o, si se quiere, de la extraordinaria cultura popular occidental de los años sesenta– adaptada al país, y una aportación genuina –acaso involuntaria– a la modernización de la sociedad. En uno u otro aspecto, el Juan Marsé del Carmelo, las aventis y el pijoaparte, o el Terenci Moix de El día en que murió Marilyn le acompañaron en esta aventura.
No era sólo hablar literariamente de la copla o del fútbol. Sublimar lo sub se presentaba como un proyecto literario y político. J. M. Benet i Jornet, hoy rey del serial televisivo en catalán, o antes Manuel de Pedroso, con obsesión “normalizadora”, concibieron un proyecto paralelo en catalán que incluía tanto el teatro musical como la novela negra.
Se ha sabido que la serie Carvalho nace, más que del personaje de Yo maté a Kennedy, de una apuesta de Manolo con su suegro sobre su capacidad de emular a Simenon y, como él, enriquecerse escribiendo. Sin embargo, la adaptación singular de la novela negra al imaginario del país –tomando pie, acaso, en la tradición de la picaresca– sólo se explica como la secuela más conseguida de un proyecto político-literario concebido –como el proyecto eurocomunista– a sabiendas de que las relaciones de poder en el campo de la comunicación son irreversibles. No debe extrañar que el guiso haya resultado agridulce.
El proyecto político-estético se fue diluyendo. Primero fue la idea de que “ahora nosotros lo haremos mejor (en la tele, el cine, el teatro o la música popular), porque estamos más cerca de la gente y somos mejores”. Al final, la caricatura en términos roldanescos: “Si los otros lo hacen y se forran, nosotros por qué no?”. De esa manera, La Trinca, apadrinada antaño por María Aurelia Capmany y Jaume  Picas como la genuina manifestación de lo popular en catalán, ha acabado pariendo Crónicas marcianas u Operación Triunfo, exponentes con Gran Hermano de la “sentimentalidad” popular del  nuevo siglo.
Es verdad  que Vázquez Montalbán ha sido especialmente sarcástico en relación con esta deriva. La imbricación entre lo literario y lo político es el motor de su universo creativo. Una de las incógnitas que deja su muerte es, una vez agotado el proyecto político, dónde localizar nuevas fuentes de energía renovable para mover el motor MVM. Ciertamente, estaba el servicio a determinadas causas como la del FZLN; la denuncia del “pensamiento único”, continuadora de su primeriza crítica al monopolio de los medios de comunicación; o la asunción de una óptica antiglobalizadora, hablando pronto y mal. Eso sí, desde la independencia que le aconsejaba, a la vez, su vinculación a grandes grupos del negocio editorial y la voluntad de mantenerse en el terreno de la integridad moral.
Algo que acaso ilumine su peculiar relación con el comunismo, con el PSUC y con el PCE. En uno de sus poemas, Lenin asoma la cabeza una y otra vez por la taza del váter. Un exceso subversivo que en forma alguna podía atribuirse al comunismo oficial de los años setenta y ochenta. Torturado y encarcelado durante los años sesenta, la vinculación de Manolo con el PSUC y con el PCE tuvo mucho de sentimental. Un lazo –veladamente irónico– con las personas, pero también de fidelidad con una etapa de juventud que, para mayor ironía, declaraba no haber vivido como joven  (siempre había tenido 40 años, según una boutade repetida en diferentes ocasiones). Seguramente una paradoja suya, “contra Franco vivíamos mejor”, resume esta aspiración a juntar siempre razón y moral que la ironía ya rebela como imposible.

Está, por otra parte, el viajero que huye de sí mismo para acabar regresando. El viajero que, a través de la literatura, huye hacia el Sur y acaba muriendo en Bangkok. Pero en MVM hay muchos más viajes. El del periodista, a través de las páginas de Triunfo, Tele-exprés, Por Favor o El País. Los viajes a l’Empordà, al País Vasco o a la Italia que tanto le leía. Y, en el fondo, está la odisea barcelonesa. El viaje de ida y vuelta que lleva desde el Barrio Chino, calle de Botella, hasta Vallvidrera. Ascenso físico y social dentro de la sociedad barcelonesa, alejamiento de la durísima patria infantil; pero retorno, no sólo literario sino cotidiano, al ambiente familiar misérrimo de sus orígenes.
“Quien pierde los orígenes, pierde la identidad”, canta Raimon. Este hombre, MVM, se construyó una identidad resaltable, envidiable. Para cerrar el acto del Paraninfo de la Universidad, el propio Raimon leyó un extenso frangmento de Un polaco en la Corte del Rey Juan Carlos. «¿Soy un polaco? Tengo raíces en demasiadas gentes de España, y España es sus gentes, no sus límites geopolíticos ni simbólicos. Sus gentes son mi gente, y hacia ellos siento la comunión de los nacidos débiles, eso que hace algún tiempo se llamaba “condición humana”. Y esa piedad, especialmente íntima, secreta, cómplice, la que albergamos hacia los muertos que sólo nosotros recordamos, como canta mi amigo Raimon, al que debo telefonear nada más llegar a Barcelona:

Però ara és la nit
i he quedat solitari
a la casa dels morts
que només jo recordo (*).

 Cançó del capvespre-Salvador Espriu

 Sí. Soy un polaco».

 Finalmente “polaco”, eso es, periférico, de una nacionalidad inexistente creada por el rechazo español de la diferencia. A pesar de que tenía muy buenas razones para reivindicarse escritor catalán en lengua castellana, Vázquez Montalbán siempre se negó a ello. En buena medida, para evitar sumar su voz a la de aquellos que atacaban la política lingüística de la Generalitat. Pero también, como dice en este texto, por un cierto pudor y por coherencia con lo que creía ser. Había, pues, muchas razones para ser polaco. Acaso por ello, también hay momentos en que desearíamos ser ciudadanos de la civilizada Polonia donde vivieron Espriu o Manuel Vázquez Montalbán. Ocurre que, en estos momentos, ni eso parece posible.

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(*) En traducción de Raimon: Pero ahora es la noche./ Y me he quedado solitario/ en la casa de los muertos/ que sólo yo recuerdo.