Raúl Zibechi

Bolivia en la encrucijada
16 de octubre de 2003 (*)
(Página Abierta, 142-143, noviembre-diciembre de 2003) 

En La Paz, los pobres están arriba y los ricos abajo. No es una metáfora sino una realidad geográfica que tuvo su impronta en el país más pobre, y probablemente más rebelde, de América Latina.
A 4.000 metros, en pleno altiplano, la ciudad de El Alto domina el enorme valle, la “hoyada” donde está colgada La Paz. Un millón de pobres y de muy pobres allá arriba y cientos de miles colgados en las laderas, mientras allá abajo, a menos de 3.500 metros, las clases medias y los barrios ricos ocupan los mejores espacios. En el centro de La Paz está la histórica Plaza Murillo (sede del Gobierno y del Parlamento), testigo mudo de más de 180 golpes de Estado y situada casi en el medio de los extremos físicos y sociales que atraviesan la ciudad. 
La insurrección boliviana, un mes de cortes de rutas que hacen imposible la circulación en las principales carreteras del país, más una semana de huelga general indefinida con manifestaciones masivas, se ha ido derramando desde su epicentro en El Alto hacia todo el país. Cochabamba, Potosí y hasta la muy tropical y mestiza Santa Cruz de la Sierra se incorporaron a la revuelta exigiendo el fin de un Gobierno que en una semana asesinó a más de 70 bolivianos.
La revuelta consiguió congregar, en la exigencia de que renuncie el presidente, desde los campesinos hasta los vendedores ambulantes de las ciudades. Decenas de emisoras radiales de baja potencia, en la tradición de las legendarias radios mineras, mantienen informada a la población y forman parte del movimiento, pese a las clausuras y atentados que vienen sufriendo. 
Sánchez de Lozada sólo cuenta con el apoyo de la Embajada de Estados Unidos y una parte de las Fuerzas Armadas. 

Todo empezó en Cochabamba

La mecha se encendió en abril de 2000. Ese mes estalló el pueblo de Cochabamba, que peleó, y ganó, la llamada “guerra del agua”. Toda la población salió a la calle, instaló cientos de barricadas, se plantó en la plaza principal durante días y obligó al Gobierno de Hugo Bánzer a dar marcha atrás, recuperando así el control de los recursos hídricos, que habían sido privatizados y estaban en manos de una empresa trasnacional.  
La revuelta de abril significó un viraje de gran alcance en las luchas sociales bolivianas. Fue, también, el campanazo de salida de una vasta alianza social que incluye a campesinos, trabajadores informales de las ciudades, pequeños comerciantes, maestros, transportistas.
Entre septiembre y octubre de ese año se registró el segundo episodio, pero ahora a escala nacional. El “ensayo de abril”, como denominó el dirigente campesino Felipe Quispe a la revuelta de Cochabamba, se reeditaba ahora en un escenario mucho más amplio, que incluía a todo el altiplano, la región más pobre del país y una de las más pobres del mundo. La modalidad fueron los bloqueos masivos de carreteras, en los que las comunidades se turnan llevando alimentos, en lo que pudo leerse ya como una verdadera rebelión comunitaria aymara, básicamente rural pero con fuertes apoyos urbanos. 
Las sacudidas sociales de 2000 modificaron el mapa político-social boliviano. El movimiento campesino apareció como la principal fuerza social, organizado en torno a la Federación de Plantadores de Coca del Chapare (liderada por Evo Morales, entonces diputado) y la Confederación Sindical Única de Trabajadores Campesinos de Bolivia (CSUTCB), dirigida por Felipe Quispe. Pero las organizaciones campesinas experimentaron a su vez cambios profundos.  La CSUTCB fue fundada en 1979 con apoyo de la Central Obrera Boliviana (COB), a su imagen y semejanza, y se definió como una organización campesina. A la vuelta de dos décadas, sintetizando los cambios subjetivos vividos por las mayorías del país, se define como «una organización indígena que agrupa a todos los pueblos y naciones indígenas y originarias de Bolivia». 
Del discurso clasista, que nunca abandonó, se pasó a uno histórico y étnico, que hace hincapié en las demandas de tierra y territorio, lo que supone la gestión participativa en los recursos naturales. Estos cambios reflejan la pérdida de centralidad de la clase obrera por la implementación de políticas neoliberales a partir de mediados de los ochenta.  Este movimiento, sin embargo, consiguió articular a amplios sectores de la población boliviana, en particular en el altiplano. Fue surgiendo así un nuevo sujeto social, heterogéneo y diverso, pero articulado en torno a la identidad aymara (síntesis de la nueva identidad nacional, que se manifiesta en el uso de la bandera arco iris denominada wiphala, en lengua aymara) y anclado en algunos territorios como El Alto y las comunidades indígenas. 
Las elecciones de junio de 2002 llevaron a este sujeto a conseguir una importante representación en las instituciones estatales. Los dos frentes que se presentaron (el Movimiento al Socialismo, de Morales, y Pachakutik, de Quispe) cosecharon uno de cada cuatro votos y estuvieron muy cerca de alzarse con la Presidencia frente al candidato de la Embajada de Estados Unidos, Sánchez de Lozada. 

Un ascenso constante

El siguiente paso del movimiento social se dio en febrero de este año. Un motín policial en La Paz, contra la reducción de un 12,5% de los sueldos policiales decidida por el nuevo Gobierno, se convirtió en motín y masacre. Seis policías, siete civiles y dos miembros del Ejército fueron muertos el 12 de febrero en el enfrentamiento entre el Grupo Especial de la Policía y efectivos del Regimiento Custodia, en la mismísima Plaza Murillo. Al día siguiente, una enorme manifestación obrera, que finalizó en la céntrica plaza de San Francisco, fue ametrallada desde las alturas, elevando a 33 los muertos de esas jornadas, que provocaron la dimisión de casi todo el recién estrenado Gabinete. 
El último episodio de este impresionante ciclo de luchas es la actual guerra del gas. Su epicentro está en El Alto, la ciudad más pobre del continente, un monumento al abandono, donde seis de cada diez personas viven con un dólar diario.  El Alto, que creció de los 10.000 habitantes de 1950 a los 800.000 de hoy, es un polvorín social y político: basta recorrer sus calles de tierra barridas por el helado viento del altiplano, sus precarias viviendas de barro sin saneamiento ni agua potable, habitadas por rostros curtidos de jóvenes aymaras, para comprender las razones profundas de una sublevación que arranca en las entrañas de la historia y del territorio. Para los bolivianos, el gas es la última oportunidad de vivir en un país que tenga algo parecido a un futuro. 
En tres años, la protesta recorrió un amplio camino: desde la rebelión localizada en una ciudad de medio millón de habitantes y por una demanda específica, a una guerra civil que comenzó por la defensa del patrimonio pero que desemboca en la exigencia de renuncia del presidente y, sobre todo, de un giro político-económico completo. Del escenario local se pasó al nacional; de las demandas concretas, a demandas políticas generales; de actores municipales, a regionales primero, y a conformar luego un amplio abanico de alianzas sociales que, más allá de las posiciones de sus dirigentes, involucra hoy a campesinos, obreros, informales, ambulantes, y ahora también a la confederación empresarial, que exige la renuncia del presidente.  
Para el imperio, la sucesión de Sánchez de Lozada es todo un problema. Debe vérselas con un frente regional liderado por Brasil y Argentina, que incluye a Venezuela y que puede ampliarse ahora a Bolivia. Desde la fracasada Cumbre de Cancún de la OMC, intenta desesperadamente estabilizar una alianza de contención de los grandes países de Sudamérica. Hasta ahora, ha conseguido formar una cuña que incluye a Colombia, Ecuador y Perú. No puede permitirse perder un aliado tan importante como Bolivia, que no sólo posee los segundos yacimientos de gas del continente, sino que puede ser el fiel de la balanza en el cuadro de las alianzas regionales.

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(*) Parte de un artículo publicado antes de la renuncia de Sánchez de Lozada, y que ha sido difundido por el Servicio Informativo “Alai-amlatina”, Agencia Latinoamericana de Información.