Santiago Burutxaga Etxaluze
Y no había playa bajo los adoquines. Memoria de
la Transición cultural

 (Texto incluido en el libro La calle es nuestra: la transición en el País Vasco (1973-1982), editado por Mikel Toral, Kultura Irekia/Cultura Abierta, Bilbao, 2015).

I. Una memoria difusa

La Transición, como cualquier proceso histórico, se puede contar de diversas maneras. Desde lo político y social, o desde la literatura, las canciones de una época o los diseños de la moda que dan noticia de la alegría o el pesimismo del vivir. Hubo muchas transiciones, y la que vivimos los que entonces éramos jóvenes militantes de la lucha antifranquista en los grupos que se autodefinían como revolucionarios, no es más que una de las muchas historias posibles. La mía es la Transición de las trencas y las barbas, las primeras feministas y los puños en alto. Una de las muchas tribus. Antes de que se me olvide, es necesario confirmar que la mayor parte de la población estaba en otras cosas, como bien nos lo señala Antonio Rivera en el prólogo de este libro. En cualquier caso es también legítimo hablar de lo nuestro; es el recuerdo de nuestra juventud, con los riesgos de distorsión que ello entraña. En la lejanía, el tiempo de la juventud se antoja siempre como singular, heroico e irrepetible, velando de este modo la objetividad y el sentido crítico.

Ahora que han transcurrido cuarenta años desde la desaparición del dictador Franco y se difuminan las vivencias de aquellos años, la Transición se ha convertido en un periodo que ha sido tanto elevado a la categoría cimera de proceso modélico de cambio pacífico de una dictadura a la democracia, como también, desde el lado opuesto, presentado como el pecado original de todos los males que aquejan al sistema político español. La CT, o Cultura de la Transición, sería para estas corrientes críticas un sistema cultural y mediático –otro Régimen- que ha imperado durante cuarenta años instalado en la autosatisfacción y que ha asfixiado toda posibilidad de relato alternativo. Este pacto interesado de silencio y exclusión implicaría tanto a la industria cultural como a la clase política del bipartidismo. El 15M sería, desde esta concepción, el punto de partida de una nueva Transición, y las alternativas políticas surgidas de su seno estarían llamadas a poner a cero nuevamente el marcador de la Historia. Adán y Eva otra vez desnudos poniendo nombre a los seres del Paraíso.

Creo que ambos relatos simplifican groseramente la realidad. La época ni fue heroica ni canalla, y sus protagonistas ni coros de ángeles ni de demonios, aunque de todo hubiese. Una mirada en profundidad a las grandes transformaciones y a las fuertes contradicciones que sacudieron a la sociedad vasca y española durante las décadas que van de los sesenta a los ochenta, nos mostrarían que el nacimiento de la democracia fue un parto lleno de dificultades e incluso, sangriento.

Los capítulos de este libro y las fotografías de Mikel Alonso, dan cuenta de muchos de los sucesos políticos y de las movilizaciones sociales que tuvieron lugar en el País Vasco en un periodo acotado de tiempo. Sin embargo, la comprensión de los mismos no puede ser completa sin considerar los profundos cambios culturales que se fueron produciendo desde, al menos, mediados de los años 60 y la forma en que cambiaron la manera de pensar y de vivir de los jóvenes que habíamos nacido a mediados de siglo.

II. La cultura fue el Caballo de Troya del franquismo

El Régimen, como se le denominaba, perdió antes que el control de la calle, el dominio de la cultura de las generaciones jóvenes. En realidad, ni siquiera llegó a generar nunca una cultura propia más allá de lo que le proporcionaban el integrismo nacional-católico y las referencias retóricas al Siglo de Oro. En lo ideológico, sus señas de identidad estaban en el anticomunismo a ultranza y el recuerdo machacón de los horrores atribuidos a la democracia republicana.

Frente a la novela del realismo crítico, pongamos por ejemplo, de Ramiro Pinilla o Raúl Guerra Garrido, el humor corrosivo del cine de Luis García Berlanga en El Verdugo, Plácido o Bienvenido Mister Marshall, el retrato amargo de Calle Mayor de Bardem o los aires renovadores del Carlos Saura de La Caza y Peppermint Frappé, o la poesía de Gabriel Aresti, Celaya o Blas de Otero, el Régimen no tenía poetas que le cantaran.

Gobernaba con mano de hierro un anciano que hablaba en sus discursos con voz trémula e inaudible sobre la masonería y el comunismo, pero los jóvenes no habíamos conocido nunca a un masón y el comunismo no sabíamos muy bien lo que era, pero la presencia ya muy extendida de presuntos comunistas en las universidades y las barriadas ponía un rostro humano de generosidad a esa ideología. En 1970, el 70% de la población no había vivido la guerra civil y su referencia era un eco cada vez más lejano, sobre todo en las familias en que su recuerdo doloroso había sido silenciado. El país era joven y tenía ya otras referencias y aspiraciones.

¡Tun, tun!

¿Quién es?
La paloma y el laurel…
¡Abre la muralla!

Dicen unos versos de Nicolás Guillen que se cantaban por entonces. Cuando el franquismo en los años 60, de la mano de Fraga Iribarne, quiso abrir tímidamente los cerrojos de la muralla tras la que se había encerrado tras la guerra civil, por los resquicios de la apertura se le coló todo el movimiento contestatario y contracultural que sacudía la escena internacional. Fraga debió de comprender que estar al frente del Ministerio de Información y Turismo implicaba una contradicción irresoluble: no se podía atraer turistas europeos y al mismo tiempo ser el jefe de la censura y del cerrojo informativo. Pero su apertura no pasó de ser un intento de controlar la oposición interior y exterior mejorando superficialmente la imagen deteriorada del franquismo. Es significativo que Carrero Blanco el día que fue asesinado en 1973, fuese a presentar ante el Consejo de Ministros un informe que propugnaba “la máxima propaganda de nuestra ideología y prohibición absoluta de toda propaganda de las ideologías contrarias”. A pesar de su beligerancia, ya para entonces la batalla cultural la tenían definitivamente perdida.

Se ha querido hacer ver que la España, y Euskadi por extensión, anteriores a la Transición, eran un universo cerrado y oscuro, un temeroso y atrasado páramo cultural. La noche del franquismo, suele decirse. Es otro de los múltiples intentos adánicos de establecer puntos cero de la Historia que justifiquen y embellezcan los logros posteriores. Debe ser duro reconocer que se ha llegado tarde tras cuarenta años de vacaciones, como se ha dicho con sorna. En la creación artística y cultural, como en la movilización social, imperaba la hegemonía del Partido Comunista y de los otros grupos izquierdistas y nacionalistas, que en la etapa final surgieron y pugnaron por un cambio político radical que trajese libertades y democracia.

Habían pasado ya bastantes años desde que la construcción de la basílica de Aránzazu agrupase a la vanguardia artística vasca de los Oteiza, Chillida, Sáenz de Oiza, Basterretxea, y el madrileño Lucio Muñoz, autor de su magnífico retablo. En Madrid, también años atrás, el grupo El Paso formado por Millares, Canogar, Saura, Chirino y Viola, entre otros, había agrupado a la vanguardia de posguerra, y Agustín Ibarrola, junto con otros artistas, había creado en París el Grupo 57.

Aunque fueran insólitos en el panorama cultural del franquismo, desde el aislamiento cultural no pueden entenderse los Encuentros de Pamplona del año 1972, un conjunto de muestras artísticas que trajeron durante una semana, con el patrocinio privado de la familia Huarte, a más de 350 artistas españoles y extranjeros que constituían lo más granado de la vanguardia experimental en música y artes visuales y escénicas. Las agrias polémicas que en el arte vasco suscitaron los Encuentros, así como también las muestras de arte que se celebraron en Barakaldo por aquellos años, indican que si bien no éramos una isla, sí éramos una península complicada, sectaria y tensa con un muy estrecho istmo que nos unía a la modernidad

III. Una sociedad joven y urbana en un mundo en cambio

Como se ve, la Transición cultural había comenzado mucho antes de la muerte del dictador en 1975. Es indiscutible que la sociedad había progresado durante los quince años anteriores de bonanza económica. Paradójicamente, esto no supuso un aumento de la base social del Régimen, sino que la mejora de las condiciones de vida y el mayor acceso a la cultura incrementaron la demanda de libertades y la conciencia de vivir de espaldas al mundo democrático.

Contado a grandes rasgos, cabe destacar que se produjo un enorme éxodo del campo a las ciudades, un 20% de la población cambió de provincia, el 10% de la población activa emigró a Europa y conoció otras realidades sociales, la mujer se incorporó masivamente al trabajo, se fortalecieron las clases medias, la industria creció y la agricultura del caserío quedó reducida a una estampa sentimental, los trabajadores adquirieron niveles de vida impensables en épocas anteriores, y la necesidad de mano de obra cualificada posibilitó el acceso masivo a la enseñanza y la multiplicación del número de estudiantes universitarios. Solo en la década de los 60 se triplicó el alumnado. De esta concentración surgirían las organizaciones políticas y sindicales clandestinas, nutridas fundamentalmente de jóvenes obreros y estudiantes, que serían el catalizador de la contestación a la dictadura.

En Euskadi, como en otros lugares, los recién llegados a las ciudades se asentaron en torno a las capitales y zonas industrializadas, que crecieron de forma desmesurada, lo que dio lugar a barrios aislados, improvisados, tan deficientemente urbanizados que carecían de servicios básicos de alumbrado, alcantarillado, zonas verdes, escuelas, ambulatorios, limpieza…. Algunos no eran más que meras aglomeraciones de chabolas. Cinturones de hojalata fueron denominados.

De este caótico y potencialmente conflictivo panorama fue surgiendo, sin embargo, una conciencia colectiva que reivindicaba dignidad en las condiciones de vida y el derecho a acceder y a construir una cultura popular. Este impulso lo canalizaron las asociaciones de vecinos, que constituyeron el nexo de unión entre las inquietudes de los jóvenes universitarios y la población trabajadora. El barrio de Rekaldeberri y su Universidad Popular podrían servir como ejemplo paradigmático de los niveles de auto-organización y movilización social alcanzados.

Los barrios y las universidades fueron el sustrato donde fue creciendo una nueva cultura contestataria. El llamado Teatro Independiente, aquellas docenas de compañías que recorrían el país con sus furgonetas, refleja bien el espíritu de la época. Hasta entonces el teatro, teatro burgués, había sido el entretenimiento de las clases acomodadas en butacas de terciopelo. El nuevo teatro era una ceremonia, o una fiesta lúcida, según que se fuese de la tribu grotowskiana o de la brechtiana, en la que el público captaba y celebraba el doble sentido de las referencias críticas a la dictadura, a veces más allá de la intención de los propios intérpretes. Los actores no trabajaban en una sala para que el público fuese a verlos, sino que ellos iban a la búsqueda de ese público popular, ese nuevo sujeto que había que construir. En Euskadi, Cómicos de la Legua representó ese espíritu renovador recorriendo durante años barriadas, centros parroquiales y juveniles, plazas, fiestas, incluso fábricas, lo que implicaba una estética acorde con el empeño, más próxima al happening que al teatro de texto representado en salas a la italiana. También el teatro radical tenía noticia de las vanguardias foráneas.

¡Tun, tun!

¿Quién es?
El alacrán y el ciempiés...
¡Cierra la muralla!

Querían pero no había manera de cerrarla. No éramos un oasis. En el resto del mundo se estaban produciendo grandes cambios y su protagonismo recaía en la juventud que estaba haciendo su revolución cultural. Nos separaba, o eso creíamos, un abismo de las ideas y los gustos de nuestros padres. La vieja generación de líderes de la guerra mundial estaba desapareciendo. De Gaulle constató su declive en el Mayo del 68. Los movimientos de protesta contra la guerra en Vietnam sacudían Norteamérica. Bullía Berlín, Praga era tomada por los tanques soviéticos para ahogar la idea de un socialismo democrático, en México se masacraba la protesta estudiantil y millones de jóvenes chinos agitaban un librito rojo en sus manifestaciones, lo que interpretábamos ingenuamente como el umbral de una nueva primavera revolucionaria en el mundo. Che Guevara había sido asesinado en Bolivia y nunca un fracaso guerrillero tan estrepitoso fue origen de un mayor mito en las conciencias juveniles. Crear dos, tres,… muchos Vietnam era la consigna épica que daba sentido a nuestros afanes transformadores.

En 1970 se celebra el Proceso de Burgos que fue para muchos de mi generación, el banderín de enganche que nos incorporó al activismo político de la lucha por las libertades.
Hasta la Iglesia, baluarte y puntal del franquismo, se aggiornaba. Había realizado su Concilio Vaticano II, y había curas obreros, Teología de la Liberación, Comunidades de Base, obispos díscolos y hasta curas presos, con el fuerte impacto emocional que esto provocaba en la población más apegada a la tradición católica. Evidentemente, también había curas de los de toda la vida, pero los seminarios se vaciaban y la feligresía ya no acudía masivamente a las misas.

The times they are a-changing, cantaba Bob Dylan. Si el tiempo es para vosotros algo que merece la pena conservar/ entonces mejor que empecéis a nadar/ u os hundiréis como una piedra/ porque los tiempos están cambiando.

Sin embargo, una encuesta de principios de los 70, con los sesgos que se quiera, indicaba que el 50% de la población se manifestaba indiferente políticamente, un 15% respaldaba al Régimen y solo un 25% decía ser partidario de un sistema democrático.

IV. Cultura y vida, una misma cosa

La escuela franquista nos forzó a ser autodidactas en política y en referentes culturales. Allí se aprendía, de memoria por supuesto, la lista de los reyes godos y los afluentes por la derecha y por la izquierda de ríos que no sabíamos ubicar en el mapa. Ni en escuelas ni en colegios de frailes y monjas latía la vida; eran naturaleza muerta. Aprendimos en la calle y en esas comunidades de acción e ideas que eran las organizaciones políticas de la izquierda, como las ha definido Eugenio del Río, que fue uno de sus líderes e ideólogo. Nos formaron las músicas que llegaban de Londres, EEUU o América Latina, la literatura sociopolítica que se traía clandestinamente y lo que leíamos en las ediciones de bolsillo de Alianza Editorial, o en las revistas Triunfo y Cuadernos para el Diálogo, y posteriormente El Viejo Topo y Ajoblanco. Esta última llegó en sus mejores momentos a tirar 100.000 ejemplares, y estimaba, quizás con exageración, en un millón sus lectores.

Tras la muerte del dictador, fue desapareciendo la censura, se eliminó la barrera entre autores del interior y del exilio, y con algunos secuestros y multas, la libertad de expresión fue avanzando. La televisión siguió siendo una herramienta política al servicio del gobierno, al tiempo que un mediocre entretenimiento de masas. Ya para entonces existía un público formado en los años de la bonanza económica que reclamaba de los medios y del mercado los consumos culturales estandarizados que producía la industria cultural anglosajona. No por ello se menospreciaban los valores peninsulares: Raphael y Manolo Escobar abarrotaban también los escenarios vascos. Pero los rojos revolucionarios pretendíamos ser y crear otro mundo.

Lo haremos tú y yo,

Nosotros lo haremos,
Tomemos la arcilla
Para el hombre nuevo.

Decía una canción de Daniel Viglietti. Teníamos tanto entusiasmo, tantas ganas de ganar la calle y mostrar que teníamos proyectos alternativos en todos los órdenes de la vida que a veces los militantes políticos hacíamos cosas insólitas. Por ejemplo, presentarnos en 1978 a un concurso  de ideas convocado por El Corte Inglés de Bilbao para dotar a la Villa de una semana de fiestas, tal y como ocurría ya en numerosos pueblos y en otras capitales del País Vasco. Para sorpresa general, cuando se abrieron las plicas resultó que el ganador del concurso era el Comité de Arte y Cultura de EMK (Euskadiko Mugimendu Komunista), presentado bajo el seudónimo de Txomin Barullo. Faltando algo así como dos meses para la conmemoración mariana -que era lo que se celebraba hasta entonces-, la primera reacción del Ayuntamiento fue la de desentenderse del asunto y esperar a que pasase el temporal cuanto antes. Pero los ganadores del concurso de ideas nos empeñamos en llevarlas a la práctica: convocamos en asamblea abierta a cuantas entidades y personas estuviesen dispuestas a colaborar, y ya como Comisión de Fiestas, nos presentamos ante el Ayuntamiento reclamando nuestro derecho a organizar las “primeras fiestas populares de Bilbao”. Llegó Agosto entre tiras y aflojas, y Alcalde y Concejales, todavía franquistas, tras aprobar un menguado presupuesto, se marcharon de vacaciones dejando como única autoridad municipal al Secretario del Consistorio, con la misión de fiscalizar los gastos. Los comisionados acampamos en los despachos municipales y en dos o tres semanas finalizamos la organización de la primera, histórica y, evidentemente, irrepetible Aste Nagusia. Fue nuestra particular e incruenta toma del Palacio de Invierno, en un ambiente masivo de euforia social, en gran parte interclasista, ingenuo, casi onírico y adolescente.

Para nosotros, lo político, lo social y lo cultural convergían y nos empeñábamos en que fuese empapando la ideología de la sociedad. Había que concienciar al pueblo. En muchos casos las mismas personas dinamizábamos las organizaciones políticas y los movimientos sociales. Muchos de los logros que hoy disfrutamos en materia de derechos civiles y libertades personales se forjaron en aquellos años. Prendieron con fuerza el feminismo, la ecología, los derechos de las minorías étnicas, lingüísticas o de orientación sexual. En definitiva, se produjo un cambio profundo en los valores y en las formas de vivir. Pocas veces una sociedad habrá sido tan irreconocible en el transcurso de un periodo tan corto de años. No se luchaba denodadamente solo por el derecho a votar cada cierto tiempo y tener un mayor bienestar material, sino por el derecho al cuerpo, a la identidad sexual, a la cultura, a la salud, a la libertad en todos los órdenes de la vida.

Irrintzi gorri batekin

Estaldu nituen
Egunaren eta gauaren
Ate meharrak

Proclamaba la voz potente de Gabriel Aresti en Harri ta Herri. En Euskadi, además de por todo lo expuesto, se luchaba por encontrar una identidad perdida y por recuperar una lengua agonizante reducida al ámbito familiar de un sector menguante de la población. La llegada masiva de inmigrantes no dejó de generar tensiones y problemas de convivencia. El nacimiento de ETA y el desarrollo posterior del nacionalismo radical probablemente deba mucho al sentimiento de impotencia de percibirse como parte de una cultura minorizada en su propio territorio.

La cultura vasca en euskera sufrió también en el tiempo de la Transición el trauma profundo de intentar superar su anclaje en el mundo rural tradicional para convertirse en una cultura urbana y moderna. La visceralidad en los enfrentamientos con motivo de la imprescindible unificación del idioma, el euskera batua, es  difícilmente comprensible desde una perspectiva actual. La figura de Gabriel Aresti, hoy encumbrada y antaño denostada, que fue uno de sus grandes impulsores, podría valer como puente simbólico entre la tradición y la modernidad urbana, así como también entre dos mundos separados por la lengua.

Los años de la Transición fueron también protagonistas de una tenaz lucha sectaria del nacionalismo radical por ganar el espacio cultural a la influencia de los grupos marxistas, a los que se tildaba de españolistas. Que, por ejemplo, miembros de ETA colocaran una bomba, luego afortunadamente retirada, bajo el escenario del grupo musical euskaldun Oskorri, da idea de la polarización e irracionalidad que enfrentaba, también entre sí, a los grupos antifranquistas. Obras como Vasconia de Federico Krutwig, o más sutilmente, el Quousque tandem de Oteiza, habían ido alimentando un concepto restrictivo de lo vasco, idealizado como una identidad fraguada en la noche de los tiempos y que se perpetuaba idéntica a sí misma, en oposición a la idea de una ciudadanía abierta con identidades múltiples y complejas.

Un soplo de aire fresco al final de la década de los setenta lo aportan Bernardo Atxaga, Koldo Izagirre y otros, impulsando colectivos y editoriales como La Banda Pott y Ustela. Otro sería la revista Euskadi Sioux, que, a pesar de su brevedad, abogó por “lo plural y mestizo frente a lo dogmático”, en palabras de Juan Carlos Eguillor, uno de sus promotores. Se palpaba ya el final de una época asfixiada por la omnipresencia de las ideologías políticas. Pott, en uno de sus escasos manifiestos, abogaba por la autonomía de la literatura porque, decían, “hay que trasgredir la palabra del Príncipe, ir más allá de los límites impuestos por el poder, más aún todavía cuando el Príncipe no es un hombrecito providencial, sino el Big Brother sin rostro: el Partido, la Clase, el Pueblo o cualquier otra hipóstasis semejante. Pues en la escritura donde no hay crimen, aparece siempre la apología”.

V. Y no había playa bajo los adoquines

Los años 80 pusieron las utopías en su sitio; es decir, en el sitio donde no queríamos que estuviesen. Paradójicamente, se ha dicho, el triunfo socialista constituyó el final de la cultura que hizo posible su victoria. El impulso emancipador fue perdiendo espacio y una cultura pragmática, hedonista y de consumo tomó su lugar. El compromiso dejó de llevarse y comprendimos que la revolución solo la queríamos algunos.

La libertad fue en esos años un bien por el que ya no se luchaba, se disfrutaba. Era la época de la movida, los peinados audaces, los vestidos multicolores, las músicas bailables de Alaska, Madonna y Michael Jackson, pero también de la crisis, las reconversiones, la heroína, los fanzines, los demócratas de nuevo cuño, los punkis, los cañís postmodernos, las galerías guays, la cultura profesionalizada convertida en producto, los gestores encorbatados de la misma, la fiesta transformada en aspiración cotidiana, y uno de clase que nunca se manifestaba pero que nos enteramos que iba en la lista para senador.

Nos desconcertó. Resultaba que la democracia era eso, y no la nacionalización de la banca, la gestión compartida de empresas y universidades y la igualdad social. Era verdad que muchas de nuestras banderas: un cierto feminismo, una ecología, un prudente antiautoritarismo y pacifismo, se iban institucionalizado y formaban ya parte de la corrección política. Pero el conjunto, no por más permeable lo sentíamos menos opresivo. Le hicimos frente durante mucho tiempo con ironía, con gracia, pero el trasfondo era amargo.

Bebemos, fumamos y nos colocamos. Tenemos plena libertad, cantaban los de Leño.

Ya para las segundas elecciones municipales en 1983, los de EMK y Txomin Barullo habíamos comprendido que en el mercado electoral no había productos a la medida de nuestros sueños, y presentamos una pseudocandidatura a la Alcaldía de Bilbao con el slogan de un hombre de hierro para una ciudad de hierro. El candidato, vestido de armadura medieval y espada en mano, con sonrisa de anuncio de dentífrico, ofrecía café-ciudad para todos servido calentito y gratis en el grifo de casa, túneles en Artxanda y Pagasarri para que corriese el aire y limpiase los malos humos de la ciudad, tabernas de guardia, al igual que las farmacias, y servicios de traducción simultánea euskera-castellano y viceversa en cada farola, el ogerleko paritario con el dólar como moneda nacional bilbaína, y así hasta medio centenar de medidas realistas para mejorar la vida de los ciudadanos, y por supuesto, de las ciudadanas. Era desengaño, pero el sistema tenía ya tan poco sentido del humor que lo tomaba por mofa y escarnio, que también lo era.

La canción de Viglietti antes citada -El hombre nuevo-, continúa con unos versos terribles:

Por brazo, un fusil,

Por luz, la mirada,
Y junto a la idea
Una bala asomada.

La juventud antifranquista de la Transición, la combativa, fue extraordinariamente generosa, se entregó por ideales universales y logró más de lo que se le suele reconocer. Pero lo hicimos con muy pocas y malas herramientas. Teníamos tan mal conocimiento de la realidad que podíamos fácilmente ser sugestionados por alucinaciones colectivas. Conocíamos la realidad solo por lo que habíamos leído. El pueblo, la clase obrera y la revolución eran conceptos literarios, y las representaciones míticas hacían de pantalla que impedía ver lo que realmente ocurría a nuestro alrededor. El voluntarismo sin límites, la convicción sin contraste de que se poseía la verdad y un nulo sentido y respeto de la complejidad democrática, hacían que en nombre de la lucha contra el sistema cualquier cosa fuese justificable. Muchos se quemaron en su propia hoguera, y otros mirábamos el holocausto.

A principios de los 80 descubrimos que no todo era posible; incluso algunas cosas ni deseables. Épater le bourgeois era más fácil que derrocarle. Nos hicimos adultos, seguimos acumulando contiendas y tejiendo y destejiendo anhelos, como hacía Penélope con su tejido, aunque sabíamos que no vendría Ulises y que no había ni Ítaca, ni épica, ni iluminaciones, ni playa bajo los adoquines; tan solo ideas y el coraje y la voluntad de defender democráticamente lo que se creía justo.