Santos Juliá
Catalanismos: de la protección a la secesión
(Babelia/El País, 29 de agosto de 2015).

Todo en la historia se ha vuelto, de un tiempo a esta parte, construcción. También el catalanismo, una construcción cuyo comienzo data de la segunda mitad del siglo XIX, tiempo de consolidación de los Estados nación en Europa, por más que no falten entre historiadores catalanes quienes aseguren, como Josep Fontana: "Nuestra formación como pueblo" se remonta al siglo XIII, cuando Cataluña pasó de "Estado feudal" a "primer Estado nación moderno de Europa", así mismo, como suena. Cree Fontana que ya en esas lejanas fechas un pueblo, el catalán, cultivaba con esmero un fuerte sentido de identidad, o sea, "de pertenencia a un colectivo que comparte mayoritariamente, además de lengua y cultura, unas formas de entender el mundo y la sociedad". Y si en los años setenta del siglo pasado entendía Fontana que la lucha de clases era el motor de la historia, ahora, sin mayor rubor, entiende que el sentido de la historia lo marca la identidad colectiva. Como podría haber repetido maese Shallow al imponente Falstaff en una cruda noche de invierno: Jesús, Jesús, las cosas que hemos visto: un marxista de estricta observancia contando una historia al modo de un nacionalista romántico. ¡Ay, si Vicens Vives levantara la cabeza!

Lo cierto es que si el pueblo catalán poseía tan fuerte sentido de identidad y disponía, según las últimas noticias, de moderno Estado nación en el siglo XIII, el catalanismo es algo más reciente. Exageraba, sin duda, Antonio Aura Boronat, representante de los intereses de los fabricantes de Alcoy, cuando en su polémica de 1881 sobre el librecambismo decía que catalanismo se identificaba con proteccionismo; pero es lo cierto que los primeros programas del catalanismo incluían entre sus puntos la protección arancelaria y las protestas contra el tratado comercial con Francia y el modus vivendi con Gran Bretaña con que pretendían los Gobiernos liberales aliviar la carga del arancel sobre el bolsillo de los españoles, por más que don Juan Valera, rendido al esplendor de Barcelona, dijera: "Doy por bien empleada la carestía que hemos sufrido durante muchos años en el vestir y en otros artículos para contribuir a [la] magnificencia [de Cataluña]".

No fue este, desde luego, el único catalanismo que por entonces había salido a escena: otro catalanismo de raíz obrera y menestral fue ya postulado hace décadas por Josep Termes. Y como nos recuerdan Jaume Claret y Manuel Santirso en su excelente guía para no perder el rumbo en alguna vuelta o revuelta del largo camino, además de una intervención progresista y republicana, también la Iglesia católica echó por estas fechas su cuarto a espadas en el catalanismo, precisamente cuando había dejado de utilizar el catalán en sus documentos internos.

Así que catalanismos, en plural, ya desde sus orígenes, mejor que en singular pues, por seguir con el lenguaje episcopal que tanto contribuyó a la construcción de la nueva religión civil, en la casa del padre hay muchas moradas. De hecho, todas las historias del catalanismo serán historias de las sucesivas hegemonías implantadas por una u otra de sus modalidades cuando del renacimiento cultural y de la defensa de los intereses económicos se pasa, a finales del siglo XIX, a la organización y la acción política: hegemonía de la burguesía que de estamental y feudalizante en los ochenta pasó a conservadora y levemente liberal con el cambio de siglo; hegemonía de la izquierda republicana desde la proclamación de un Estat català en una hermosa tarde de abril de 1931; hegemonía luego, tras la derrota y el exilio, de una forma de catalanismo frentepopulista —con tanta agudeza estudiado, en sus anteriores y en sus renovadas manifestaciones, por Enric Ucelay— que, bajo el lema de "libertad, amnistía y estatuto de autonomía", se situó desde 1971 a la cabeza de la lucha contra la dictadura. Fueron los tiempos de la Assemblea de Catalunya, espejo y algo más en el que se miraba toda la oposición española.

¿Qué ha ocurrido desde entonces? Si se exceptúan los brillantes trabajos de Jordi Amat, entre ellos su imprescindible ‘Matar el Cobi’ (La Vanguardia, 19 de junio de 2013), y las siempre sugerentes reflexiones de Enric Juliana, entre otras, su 'En defensa de Pasqual Maragall' (La Vanguardia, 15 de septiembre de 2014), quizá no pueda encontrarse un análisis más documentado y penetrante que el elaborado por Martín Alonso en El catalanismo, del éxito al éxtasis, primera entrega de lo que promete ser gran trilogía sobre el triunfo de una de las formas del catalanismo, antes residual, hoy dominante: el secesionista o independentista. Con una estructura que pudo haber sido algo menos complicada y con digresiones teóricas que a veces rompen el hilo de la trama, Alonso acierta en lo fundamental: este catalanismo ha logrado desactivar el poder persuasivo de los hechos mutándolos en una "ilusión sinecdoquial", o como decía Marta Ferrusola: "Nos han echado del Gobierno".

Naturalmente, para alcanzar ese triunfo era necesaria, además de una constante presión desde instituciones públicas, como consejerías de cultura, televisiones, radios, ediciones, museos, un sinfín de fundaciones, plataformas, asociaciones, asambleas, todas con una sabrosa oferta de oportunidades, subvenciones y empleos afanosamente dedicados a la construcción de un gran relato que alcanzó su clímax con la consigna "España nos roba" y con el congreso "España contra Cataluña". Y en este punto, los hechos, como escribe Alonso tras dar cuenta detallada de todo el proceso y de sus actores políticos e intelectuales, no importan.

Buena prueba de que nada importan los hechos es el "cuento de las balanzas fiscales alemanas", al que Josep Borrell y Joan Llorach dedican un capítulo sin desperdicio de su vigoroso y demoledor escrito contra Los cuentos y las cuentas de la independencia. Porque un gran cuento fue, en efecto, el de que en España, porque nos roba, se temía publicar lo que en Alemania: las balanzas fiscales de los Estados miembros. Estupefacta y sin habla se quedó una estrella de la radio cuando Borrell, armado de paciencia, le repetía una y otra vez que no, que ni en Alemania, ni en Suiza, ni en Estados Unidos se publican balanzas fiscales. Todos creímos a pies juntillas aquel cuento, como también estuvimos a punto de tragarnos la historia de los 16.000 millones, que una élite de catedráticos hablando en fluido inglés nos endosó como prueba irrebatible del gran expolio fiscal.

Que los hechos no nos estropeen el gran relato: este es el lema de la última modalidad de catalanismo que se definió como independentismo. Y ciertamente, las grandes narrativas construidas desde el poder suelen provocar, como recuerdan Borrell y Llorach, espirales de silencio: en eso consiste la hegemonía, en que todos los demás enmudezcan para que nadie los tilde de tontos. Hasta que alguien recupera la voz y exclama: el rey está desnudo. Y eso es lo que ocurre cuando la narrativa nacionalista, personificada en el tándem Mas/Junqueras, se somete a la prueba de los hechos analizando, con datos que ninguno de ellos ni sus consejeros están en condiciones de refutar, lo ridículo de semejante desnudez.

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La formació d’una identitat. Una història de Catalunya
. Josep Fontana. Eumo. Barcelona, 2014. 320 páginas. 25 euros (digital, 12,99).

La construcción del catalanismo. Historia de un afán político. Jaume Claret y Manuel Santirso. Catarata. Madrid, 2014. 240 páginas. 17 euros.

El catalanismo, del éxito al éxtasis. I. La génesis de un problema social. Martín Alonso. El Viejo Topo. Barcelona, 2014. 286 páginas. 22 euros.