Víctor S. Pozas

Irak: superproducción de mentiras en serie
(Gara, 16 de febrero de 2005).

En estas elecciones el pueblo iraquí ha tomado el control del destino de su país y ha escogido un futuro de libertad y paz.
George W. Bush

Apenas cerrados los centros de votación, el gobierno impuesto por EEUU en Irak anunciaba una participación del 72%, que horas más tarde rebajaba al 58%. Y todo en base a impresiones, una ojeada a las filas de votantes en el sur del país y en el Kurdistán, y a sus propias predicciones. Muy científico. Muy fiable. Tanto, como que la guerra se hacía para destruir las armas de destrucción masiva de Sadam.

En Occidente, sin embargo, la mayoría de medios han repetido esas cifras sin cuestionar su credibilidad. En Estados Unidos medios prestigiosos ­“The New York Times”, “The Washington Post” y “Los Angeles Times”­ sostienen que las elecciones han sido una respuesta a quienes dudan de que la presencia norteamericana en Irak es una causa justa; según estos medios, el mundo habría contemplado cómo los soldados estadounidenses han hecho posible que un pueblo oprimido escogiera su destino.

Para un exultante George W. Bush, las elecciones han justificado de forma definitiva la guerra, han convalidado su pretendida apuesta por difundir la democracia en Oriente Medio y han demostrado que los iraquíes controlan ya el destino de su nación. Titulares impecables para la campaña de propaganda con que el gobierno norteamericano pretende vender al mundo las elecciones en Irak. ¿Qué importa si no coinciden con los hechos, y sólo han votado el 40-45% de los inscritos, como asegura la revista electrónica Debka, próxima a los servicios secretos israelíes? ¿Qué importa si el 20% de la población ­los árabes suníes­ se han abstenido de forma masiva, y consideran ilegítimos los resultados? ¿Qué importa si las elecciones se han celebrado en una atmósfera estado de sitio, «protegidas» por un ejército de ocupación de 170.000 soldados? ¿Qué importa, si ningún organismo independiente ha controlado la limpieza de la elecciones?

Lo que importa es quién manda, quién cuenta esa realidad, cómo la cuenta, que no haya una oposición que cuestione ese relato y que al final la opinión pública ­al menos la de Estados Unidos­ termine aceptándolo.

Los gobiernos norteamericanos tienen una larga experiencia en el uso de este tipo de estrategias. Desde el Maine y la guerra de Cuba, hasta el Comité de Información Pública que publicitó la participación de EEUU en la Primera Guerra Mundial con el slogan de hacer del mundo un lugar seguro para la democracia, y presentó a los alemanes como «los hunos salvajes» que ensartaban con sus bayonetas a los bebés belgas. En la Segunda Guerra Mundial vendieron bien su imagen de liberadores de Europa frente al nazismo y al fascismo, pese a que esa libertad no llegó a quienes vivían al sur de los Pirineos bajo las dictaduras de Franco y Salazar.

En Vietnam, su imagen resultó maltrecha fuera y dentro de su propio país. Culparon a los medios de comunicación de su derrota, concluyeron que no se puede hacer ninguna guerra sin contar con el apoyo de la opinión pública propia y mejoraron sus tácticas de persuasión, como se demostró con la censura en la invasión de Panamá en 1989 y con la manipulación en la primera Guerra del Golfo. El falso relato de la hija del embajador kuwaití denunciando el asesinato de cientos de recién nacidos sacados de sus incubadoras por las tropas iraquíes fue determinante para que el Congreso ­por muy pocos votos­ diera luz verde al envío de tropas norteamericanas.

Los atentados del 11 de setiembre dieron a la administración Bush la oportunidad de desplegar una extraordinaria maquinaria de propaganda, como no se conocía desde la Segunda Guerra Mundial. Con el pretexto de la guerra contra el terrorismo, su principal objetivo fue dejar claro quién manda hoy en el mundo, quién decide lo que es legal y lo que no, quién se sitúa fuera de la ley, quien es terrorista y quién no, quién controla el petróleo. Así reza su “Estrategia de Seguridad Nacional”, escrita por la actual secretaria de Estado, Condoleeza Rice y publicada en setiembre de 2002.

Al gobierno norteamericano le fue muy fácil convencer a su opinión pública ­«humillada y atemorizada»­ de la bondad y justicia de la invasión de Afganistán, pese a que ninguno de los terroristas del 11 de setiembre fuera de nacionalidad afgana. Sin embargo, en el resto del mundo fue imponiéndose una imagen de EEUU matón y prepotente. No sólo en los países musulmanes, sino también entre algunos viejos aliados.

En la segunda guerra de Irak esta imagen se hizo más nítida. La ocupación ilegal, las torturas, la destrucción de ciudades como Faluya, han desenmascarado los bellos discursos del gobierno norteamericano sobre la democracia y la libertad, y han elevado los niveles de antiamericanismo a unas cotas antes desconocidas.

En ese contexto, las elecciones de Irak están siendo utilizadas, inicialmente con éxito, por el gobierno estadounidense para amortiguar su imagen de prepotencia y unilateralismo imperial. Con la valiente excepción de medios alternativos y minoritarios (antiwar.com, zmag.org, media- channel.org, democracynow.org, prwatch.org, commondreams.org, New Yorker, entre otros), los grandes medios de comunicación norteamericanos, al igual que hicieron con la invasión, secundan la estrategia de la Casa Blanca y hablan de la generosidad de Estados Unidos al promover las elecciones y la democracia en Irak.

Antes repitieron las mentiras del gobierno sobre las armas de destrucción masiva, las vinculaciones de Irak con el terrorismo de Al Qaeda, incluso sobre la responsabilidad de Sadam en los atentados del 11 de setiembre. Transmitieron las imágenes de guerra que el Pentágono permitía a sus perio- distas «encamados», y se plegaron a la censura sobre las imágenes de los soldados norteamericanos muertos para no desalentar a la opinión pública.

Ahora olvidan que las elecciones se hicieron sobre los cadáveres de 100.000 civiles (revista británica Lancet), la destrucción del 75% de las casas de Faluya hace dos meses y medio, las más de 200.000 personas huidas de esa ciudad y los 2.000 muertos en su asalto, sobre los 700.000 refugiados en Siria, de los que ni siquiera la ONU habla, y en medio de los bombardeos cotidianos en barrios residenciales de las ciudades con el pretexto de combatir a los terroristas de Al Qaeda.

Antes y ahora imponen el lenguaje orwelliano de la administración Bush: al gobierno de Allawi impuesto por las tropas de ocupación lo llaman «interino», a los miles de mercenarios extranjeros que colaboran con los ocupantes los denominan «contratistas», a todos los insurgentes los consideran «terroristas»; repiten las afirmaciones oficiales de que las tropas se retirarán si el nuevo gobierno lo pide, mientras los ocupantes ya han construido 14 bases militares para permanecer en el país. Identifican con democracia y libertad unas elecciones sin ningún control, que el propio Estados Unidos consideraría una farsa en cualquier otro país.

No es extraño, pues, que el inicial vencedor de las elecciones iraquíes haya sido el presidente norteamericano, cuya popularidad ha repuntado hasta cerca del 60% gracias a la información actual sobre las elecciones en Irak. Extraña un poco más, sin embargo, que los gobiernos europeos y la propia UE, de forma unánime, hayan tragado la propaganda norteamericana y consideren un éxito el resultado de las elecciones.

¿Un éxito que se haya votado por motivaciones religiosas y étnicas?, ¿que se haya acentuado la división entre chiíes, árabes suníes y kurdos?, ¿que se haya acrecentado la posibilidad de un enfrentamiento más abierto y sangriento entre las distintas comunidades?, ¿que en el nuevo gobierno que va a redactar la Constitución no haya representación formal del 20 % de la población iraquí? ¿Un éxito, que el futuro gobierno de mayoría chií hable ya de imponer una Constitución basada en leyes religiosas, que no toleran la separación religión-estado y discriminan abiertamente a las mujeres?

Es poco inteligente y peligroso creerse las propias mentiras. Las estrategias de propaganda pueden disfrazar, manipular e incluso ocultar la realidad por un tiempo, pero difícilmente pueden hacerla desaparecer. Sobre todo, si los hechos son tan tozudos como para seguir existiendo, si existe una opinión pública con capacidad para informarse, y si hay medios para contarlo. No se puede asentar la libertad y la democracia sobre cadáveres y falsedades. Y menos, cuando el engaño es tan doloroso y recurrente.