Xabel Vegas
El 22M y la violencia
(Batura, marzo de 2014).

Como de costumbre la imagen que han transmitido los medios de comunicación, particularmente la televisión, de la gran manifestación del 22M en Madrid ha sido la de la violencia. Ponen el foco en los enfrentamientos con la policía y en los destrozos del mobiliario urbano y dejan en un segundo plano lo que debería ser la noticia principal: que cientos de miles de personas llegadas de todos los rincones de España se manifestaron por las calles de Madrid contra las políticas de desmantelamiento del Estado de Bienestar que estamos sufriendo desde hace cuatro años.

Sabemos bien que los grandes medios de comunicación tratan de manera capciosa este tipo de informaciones. Sobredimensionan lo que es anecdótico y minimizan aquello verdaderamente importante. Esto ha sido, es y será así mientras se mantenga la estrecha relación entre periodismo y poder político que rige el panorama mediático español.

Los grandes medios de comunicación manipulan, de eso no cabe duda, aunque bien es cierto que cuando los medios presuntamente alternativos tienen ocasión, no dudan en deformar o maquillar la realidad del mismo modo. Basta recordar aquellas fotos reproducidas miles de veces tras una carga policial en Plaça Catalunya en la que un mosso d’esquadra parecía agredir a un “sin techo” que dormía en un banco. Finalmente aquellas imágenes resultaron ser una burda manipulación en la que la perspectiva nos hacía creer algo que realmente no había sucedido.

Ante movilizaciones como la del 22M la actitud del Cuerpo Nacional de Policía, y particularmente de la Unidad de Intervención Policial (los llamados “antidisturbios”), es de sobra conocida y denunciada por todos los que habitualmente salimos a la calle a protestar. Sus métodos de actuación, mil veces reflejados en documentos gráficos, distan mucho de lo que se espera de un cuerpo policial en un Estado democrático que dice respetar el derecho de manifestación. La brutalidad policial no es anecdótica ni un hecho aislado sino que se trata de una actitud sistemática alentada por los mandos policiales y políticos. Todos los que en algún momento hemos sido detenidos por participar en una manifestación lo sabemos de sobra.

Sorprende por tanto que las imágenes del pasado 22M que han trascendido hayan sido precisamente las de agentes de policía agredidos con una inusitada brutalidad por un grupo numeroso de encapuchados armados con piedras y palos. Las imágenes no dejan lugar a dudas: algunos agentes sufrieron verdadero riesgo a su integridad física. Habitualmente en este tipo de situaciones la policía aparece como victimaria y no como víctima, tal y como ha sucedido en esta ocasión. Y parece que algo tiene que ver la presencia de observadores internacionales de la OSCE preocupados por el respeto al derecho de manifestación en España que tantas veces ha sido conculcado por el Ministerio del Interior. Por lo que indican los propios sindicatos policiales, las autoridades dieron órdenes de suavizar la actuación de los antidisturbios para no dar a los observadores la imagen de la brutalidad policial a la que estamos acostumbrados en España.

Sabemos por tanto como actúan los cuerpos de seguridad del Estado y como los medios de comunicación, con honrosas excepciones, proporcionan un particular relato de lo sucedido. Pero en ocasiones quienes participamos en este tipo de movilizaciones nos olvidamos de señalar otros culpables a sumar a la lista: los encapuchados que reventaron la manifestación del 22M. No podemos callar ante unos pocos centenares de personas que se escudan en una movilización explícitamente pacífica para descargar su ira. No hay nada de heroico ni de revolucionario en ello. Muy al contrario es cobarde valerse de la masa para buscar el enfrentamiento con la policía. Cobarde y antidemocrático.

La situación, por más que queramos maquillarla de mil y una maneras, es sencilla de relatar: en una manifestación pacífica un grupo minoritario de individuos aprovecha la multitud para romper escaparates, destrozar el mobiliario urbano y lanzar adoquines contra la policía. Una actitud que desprecia la voluntad de la inmensa mayoría de los asistentes de que la movilización transcurriera de forma pacífica. Y la coartada de los policías infiltrados como instigadores de la violencia, sin dejar de ser cierta en muchas ocasiones, no es suficiente para justificar que unos pocos pongan en una situación de peligro a la inmensa mayoría de las personas que acuden a una manifestación.

La violencia que se desata al calor de movilizaciones multitudinarias y explícitamente pacíficas es, cuando menos, reaccionaria y antidemocrática. Los violentos, junto con la respuesta policial siempre indiscriminada y desproporcionada, generan un clima que desincentiva la participación en ese tipo de manifestaciones. Poca gente está dispuesta a acudir con su familia, menores incluidos, a un acto que casi con toda seguridad acabará en carreras y palos. El miedo a sufrir situaciones de violencia no solo es humano sino que es también sensato en según que ocasiones.

Una manifestación debería ser una celebración del ejercicio democrático en tanto que supone poner en práctica derechos fundamentales como el de expresión y el de manifestación. Y nada justifica, ni siquiera la represión policial, que unos pocos se apropien de lo que es de muchos para ejercer una violencia indeseada que pone en riesgo a quienes desean protestar de forma pacífica. Nada hay más autoritario ni más antidemocrático que erigirse en justiciero pasando por encima de la voluntad de la mayoría.

Quienes creemos en la necesidad de salir a la calle para protestar contra los recortes deberíamos añadir a las críticas a la policía, por su represión, y a lo medios de comunicación, por su manera sesgada de informar sobre las movilizaciones multitudinarias, una condena sin paliativos a aquellos que aprovechan las manifestaciones para ejercer una violencia que no tiene nada de revolucionaria ni de trasformadora. Pura exhibición de testosterona que no solo no se opone a la policía sino que colabora con ella en la escenificación de una batalla que nada tiene que ver con el clamor popular contra unas políticas inhumanas e injustas.