Xabier Zabaltza
¿Felicidad? No, gracias
(Hika, 205zka. 2009ko otsaila)
           
            Hubo un tiempo en que la que el dolor y la muerte se aceptaban con resignación, pero también con naturalidad. El dogma del pecado original justificaba doctrinalmente el sufrimiento y el Salve Regina insistía en que la Tierra es un valle de lágrimas, un mero preludio de la vida eterna. No cabe duda de que se cometieron excesos, ni de que en la tradición judeo-cristiana existe una dosis enorme de masoquismo. Pero ése no es el tema de hoy. En este artículo abogaré por un término medio entre el pesimismo crónico agustiniano y el hedonismo patológico de nuestra época.

            No hay un solo día en el que no lea o escuche una frase peterpaniana, aquella que sostiene que “hemos venido aquí para ser felices”. Con todo mi respeto, eso es, como poco, una mentira piadosa. No hace falta ser existencialista (hace mucho que superé esa fase) para darse cuenta de que no hemos venido, sino que nos han traído, de la misma manera que no nos iremos, sino que nos llevarán. La búsqueda agotadora e inconsciente (en su doble sentido) de la felicidad es, paradójicamente, el mayor motivo de frustración en Occidente y, aunque me faltan datos, sospecho que una de las primeras causas de suicidios. Existe una relación directa entre la propaganda de la felicidad y el consumo de Prozac (idéntico, por cierto, al Soma que imaginara Aldous Huxley en su profética novela Un Mundo Feliz).

            En su Divina Comedia, Dante colocó en el quinto círculo del Infierno a los tristes y melancólicos. Como si cargar con las penas en vida no fuera suficiente. Tenían además que purgar durante toda la eternidad la culpa de no haber sabido ser felices. Al apostar por la alegría, el genio florentino, medieval en otras cuestiones, tendió un puente con el vitalismo del Renacimiento, del que todos somos herederos. Pero el súmmum de la ingenuidad se manifiesta en la Declaración de Independencia de Estados Unidos, que reivindica para los “hombres” (curiosa categoría que, en ese contexto, excluye a las mujeres, a los negros y a los indios) el derecho inalienable a la “vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”. Resulta muy significativo que la Declaración esté inspirada en un texto de Locke, quien, mucho más pragmático, se refería sin más al derecho a la “vida, libertad o posesiones”. Los Padres Fundadores identificaban, de modo explícito, la felicidad con la propiedad. Y ése es el quid (o, al menos, uno de los quides) de la cuestión.

            Sin ánimo de ser exhaustivo, la vindicación democrática de la felicidad se ha demostrado compatible con el imperialismo, la usurpación de las tierras indígenas y el exterminio casi completo de éstos, la esclavitud, la discriminación sexual y racial, la pena de muerte, el fundamentalismo religioso y la sobreexplotación de los recursos naturales, amén de brutales desigualdades sociales y guerras sin cuento. Por su parte, las ideologías totalitarias, presentes y pretéritas, han atraído siempre prosélitos con la promesa de una inminente Edad de Oro para los miembros de la comunidad elegida, llámese ésta nación, proletariado o ummah. Así que, por la cuenta que nos trae, un punto de escepticismo anhedoníco resulta muy aconsejable.

            Desde la invención de la televisión, el optimismo liberal ha triunfado en todo el planeta y eso que los telediarios no paran de informarnos sobre masacres, hambrunas y demás desastres. Ya ni siquiera hace falta ir a la búsqueda de la felicidad porque ella se nos cuela en casa. Ser feliz ya no es derecho, ahora es un deber. Y se vende a peso. Películas, anuncios y canciones adoran sin descanso al nuevo dios, que cuenta con millones de frenéticos seguidores. “¿A qué espera para comprarse un coche de lujo?” “¡Disfrute de este apartamento junto al mar, con campo de golf incluido!” “¿No tiene una novia (o novio) con un cuerpo espectacular o, mejor todavía, no tiene usted mismo (o misma) un cuerpo espectacular?” “¿Cómo es que no se va de vacaciones a Acapulco si su vecino, que cobra menos que usted, ya ha estado dos veces?” Vamos, que el que no es feliz es casi un idiota. Nos descornamos para ganar mucho más de lo preciso para una vida digna (eso, los que no estamos en paro, claro), nos endeudamos hasta las cejas para satisfacer necesidades innecesarias, y encima tenemos la cara de asegurar que el dinero no es lo más importante.

            No creemos ya en el más allá, pero hemos imaginado el Paraíso en el más acá. Y eso tiene un coste personal, social y ecológico tremendo. No es casualidad que a la vez que se impone la hipnosis del Mundo Feliz, los psiquiatras y los autores de libros de autoayuda, por no hablar de los gurús de todos los credos habidos y por haber, hagan su agosto durante los doce meses del año. Basta con zapear en horarios de máxima audiencia para apercibirse de lo cansados y aburridos que estamos, porque, en serio, hay que estar muy mal para soportar esos programas más de un minuto. Y mientras tanto, entre nuestro paternalismo y nuestra indiferencia, los inmigrantes llegan por millones al nuevo El Dorado, para hacerse con su parte de la Gran Ilusión (el verdadero “efecto llamada”).

            Dice un conocido adagio inglés, “ríe y el mundo reirá contigo, llora y llorarás solo”. Si Dante condenó a los infelices al Infierno, hoy el destino de los herejes es la marginación social o la hipocresía permanente. Queremos creer que si no conseguimos algo es porque no lo deseamos con la suficiente fuerza y eso ya no es una mentira piadosa, sino una pura estafa. Porque, oh desesperación, no todos podemos tener el coche, la casa, el cuerpo y la chica o el chico de nuestros sueños. Hemos querido desterrar la tristeza (la muerte, simplemente no existe), pero, aunque nos duele reconocerlo, empezamos a sospechar que este modelo de felicidad, basado en el despilfarro, sí, pero también en la apariencia y el reconocimiento por los demás, es insostenible.

            Yo ni soy feliz, ni pretendo serlo. Es más, reivindico mi derecho a deprimirme de vez en cuando. Y, por supuesto, a expresarlo sin tener que dar explicaciones a nadie y sin sentirme culpable. Los fracasados, los resignados y los desencantados de todas las causas somos un auténtico ejército en la sombra, el nuevo sujeto revolucionario. Nuestro lema podría ser alguno parecido a éste: menos autoengaño y más conciencia de nuestras limitaciones. Porque en eso consiste de verdad la insignificante, fugaz y maravillosamente absurda vida humana.