Rafael Arias Carrión

51 Semana Internacional de Cine de Valladolid.
Un nuevo camino para la Seminci

(Página Abierta, 176-177, diciembre de 2006 / enero de 2007)

            Después de la borrachera, viene la resaca. Y las resacas siempre se superan, aunque unas veces cuesta más que otras. Después de los fastos por el medio siglo cumplido, celebrados el año pasado, en el que hubo demasiadas sombras imprevistas, se esperaba con intensidad esta edición para saber cuál iba a ser la política del nuevo equipo de dirección, presidido por Juan Carlos Frugone, tras la próspera y fructífera era de Lara.
            Tras haber aterrizado en Valladolid, un primer vistazo a vuelapluma me indica que todo está en su sitio –cines, restaurantes, cafeterías, pensiones–, incluido un sol que pareció no querer ocultarse en toda la Seminci, salvo un día en que llovió todo lo que tenía que llover. Ya el año pasado tuve que prescindir de la bufanda, que antaño me acompañaba para protegerme cada día y cada noche del frío castellano.
            Pero vayamos al grano. Una visión rápida del programa general de la Seminci indicaba una diferencia con respecto a años pasados, que era la sobreabundancia de ciclos: aparte de la Sección Oficial, Punto de Encuentro, Tiempo de Historia, el ciclo a Pedro Olea, Satyajit Ray, Spanish Cinema, y el de la Universidad de Buenos Aires –hasta aquí, lo habitual– se le sumaron dos ciclos más: Cine entre Líneas (con un buen puñado de películas sobre el periodismo..., ¡pero el ciclo es tan amplio!) y el ciclo Videojuegos y el Cine, con apenas cuatro películas, eran más un lastre que otra cosa. Los mismos días con más ciclos produjeron un hecho destacable: dedicar un ciclo al imprescindible cineasta Satyajit Ray; pero se programaron sólo un puñado de sus películas, cuando debían haber estado todas –ya que es un cineasta necesario y desconocido–. Un error imperdonable.

Sección Oficial

            Un segundo hecho sugerente para mí era que la seña de identidad de Valladolid –ser un festival que recogía las películas de los festivales de categoría A, con cineastas señeros– casi desaparecía, puesto que en esta Sección Oficial aparecían muchos nombres inéditos, de filmografías muchas veces desconocidas. ¿Un riesgo? Sí, sin duda, pero es necesario asumirlo para renovarse e impulsar un festival, para, en pocas palabras, no ser carcomido por otros.
            Así, pudimos degustar un puñado de películas con sorpresas agradables y desagradables.
            La Espiga de Oro de esta edición recayó en la película de Goran Pakaljevic, Optimistas, una búsqueda por reflejar en imágenes la máxima de Voltaire en su novela Cándido, en la que según su director se basa libremente: “El optimismo es la manía de sostener, cuando todo va mal, que todo va bien”. Una máxima siempre a tener en cuanta para conocer la realidad en cualquier parte del mundo. Optimistas refleja a través de cinco historias sin conexión alguna –salvo que todas ellas están protagonizadas por el mismo intérprete, el galardonado como mejor actor Lazar Ristovski– la imagen de una Serbia tras el infausto periodo de Milosevic: hipnotizadores, jugadores y sanadores se dan de la mano en este retrato demoledor en su fondo, no en la forma, porque una de las características de Pakaljevic es su profundo amor a los personajes que pueblan sus películas.
            La película iraní Zemestan (En invierno) obtuvo la Espiga de Plata. Justo premio y el deseo de que éste sirva para que se estrene en cines comerciales. En un desolador invierno, un padre de familia emigra en busca de un futuro mejor, al mismo tiempo que a la localidad donde ha dejado a su mujer e hija llega un extraño en busca de trabajo. Así, Rafi Pitts engloba un proceso de continuas migraciones en un relato de pocas palabras, planos estáticos, y de una intensidad emocional capaz de derretir la continua nieve que inunda la película.
            De despropósito se puede calificar el premio al mejor director joven dado a Hernán Gaffet por Ciudad en celo, retrato de un grupo de amigos de treinta y muchos años que visitan un bar, en el que casi viven. Allí el tema parece único: el amor, el deseo, el sexo. Pues eso, en esta película escuchamos soliloquios y vemos cómo cada personaje ejerce de mal psicoanalista durante hora y tres cuartos, en los que lo poco que pasa es intrascendente y uno acaba agotado de palabrería hueca.
            Por el contrario, Jindabyne, por la que Laura Linney obtuvo el premio a la mejor actriz (en una edición con pocos papeles jugosos para las mujeres, no así para los hombres), es una cinta sugerente, aunque no conseguida del todo. Se trata del retrato del racismo cotidiano de la sociedad australiana visto a partir de un hecho concreto: un grupo de amigos blancos se reúne para pescar. Una vez que llegan al río, descubren el cadáver de una mujer negra asesinada. Deciden hacer como si no lo hubieran visto. Las reacciones de la mujer de uno de ellos puede estimular una reflexión interesante en el espectador: equiparar un acto (el asesinato) con otro (la omisión, en este caso, de informar, con la consiguiente pérdida de pruebas). Sin llegar a todo lo que apunta, sí deja entrever un retrato muy poco complaciente de la supuestamente serena sociedad australiana.
            Y ahora me referiré a las películas no premiadas que pude ver, y entre las que está la que, a mi parecer, fue, de largo, la mejor película vista en las diversas secciones oficiales: Days of Glory, cuyo título original en francés es Indigènes. El título en inglés –y me temo que es así como se va a estrenar en España– es tan vacuo como desacertado. ¿Por qué no titularla Indígenas, un título tan poderoso sonoramente como preciso? Presentada en Cannes, en donde obtuvo el premio colectivo a la mejor interpretación masculina, Days of Glory narra un episodio concreto de la II Guerra Mundial. En 1943, 130.000 soldados provenientes de las colonias francesas, que nunca pisaron suelo francés, combatieron contra los alemanes. El episodio sirve de excusa para que su director, Rachid Bouchareb –que presentó aquí hace unos años Little Senegal, una película que me dejó un agradable recuerdo que aún perdura–, muestre las desigualdades existentes dentro del Ejército; cómo, a pesar de ser soldados, lo eran “de segunda”: sin permisos, con pagas menores, sin apenas posibilidades de ascenso, sin posterior reconocimiento (con la pérdida colonial, Francia decidió congelar las pensiones a estos soldados, con lo que en 2002 cobraban la misma paga que 40 años antes). Pero, poco a poco, Days of Glory se va abriendo como un abanico y acaba convirtiéndose en una película que habla tanto del pasado como del presente, y lo hace con profundidad: indaga en las diferencias entre ciudadanos franceses de primera y de segunda, en el racismo encubierto, en la emigración..., sin olvidar toda una maravillosa lección de cine en donde los cuatro protagonistas muestran la honradez y la lucha por unos ideales. Un pequeño ejemplo cinematográficamente modélico: uno de los soldados “indígenas” se enamora de una francesa. Él la escribe una preciosa carta leída por un oficial de la misma patrulla, que comenta lo hermosa que es; a continuación mira la foto del soldado remitente, ve que es un argelino, y que va dirigida a una francesa, y la aparta dentro de las cartas censuradas en su totalidad. Hay películas que sirven para algo, y ésta por lo menos ha obtenido de Jacques Chirac la promesa de restañar las deudas económicas y morales pendientes con aquellos que combatieron contra el nazismo.
            Mucho peor fue Derecho de familia, de Daniel Burman, una película sobre las dificultades de conciliar la vida familiar y la vida laboral, en la que el personaje de verdad interesante es el del padre del protagonista.
            Bastante más interesante fue la película alemana Der Lebensversicherer (El corredor de seguros), con una formidable interpretación de su protagonista, un corredor de seguros que busca vender el máximo de seguros para, así, volver con su familia y sacarla a flote. Entre el realismo duro y el ensueño circula esta película de pocas palabras, pocos gestos, pero de enorme hondura emocional. Fue la segunda gran olvidada del palmarés.
            De la película mexicana Más que a nada en el mundo, de Andrés León y Javier Solar, se puede señalar que es más sugerente la sinopsis que la película en sí: una niña y su madre viven juntas. Cuando la madre comienza a salir con otros hombres, la hija pensará que los cambios de humor de su madre son la consecuencia de una posesión vampírica.
            Ni siquiera la sinopsis es estimulante en el caso de la filipina Kubrador(La recaudadora de apuestas), un retrato de una cobradora de apuestas en Filipinas, una película que está en las antípodas de la inteligencia que aportó la joven directora japonesa Miwa Nishikawa con Yureru (Indecisión), el retrato de una familia, centrado principalmente en dos de los hermanos, en el que, con una enorme amplitud en las dotes de observación, nada es lo que parece, pero no porque todo esté envuelto en una trama con sorpresa final, sino porque los sentimientos son volubles, y el atractivo que vemos en uno de los hermanos no es tal, es sólo un efecto del punto de vista. Se trata, por desgracia, del tipo de películas de las que nadie habla mal, pero que todo el mundo sabe que no se van a llevar ningún premio.

Punto de Encuentro


            Dios o el diablo en la tierra del sol, de Glauber Rocha, y Robinson Crusoe, de Luis Buñuel, fueron las dos películas rescatadas y proyectadas en nuevas copias (el caso de Robinson Crusoe era primordial porque el colorido se había perdido en muchas de las copias circulantes). Ambas son tan heterogéneas como inteligentes. El brasileño Rocha, con su película más conocida, fue el baluarte de lo que se denominó Cinema Novo, y en su cine, Eisenstein y el neorrealismo se dan la mano. De Buñuel, se puede decir que crea un Robinson perfectamente antipático.
            La modestia de De bares es lo mejor para una película rodada en mini-DV, y que busca ofrecer una imagen fiel (y lo consigue) de las conversaciones sostenidas en un bar. Ofrece lo que da, y punto.
            Paul Leduc presentó Cobrador, in God We Trust, un retrato sobre la violencia ubicado en diversos lugares del planeta. Su presentación es de lo más inteligente y atractiva, pero el posterior desarrollo le lleva a uno a pensar que detrás de una idea poco más había.
            Menos había en Middletown, de Brian Kirk, una mirada sobre la intolerancia religiosa tan exagerada que se hacía inverosímil, al igual que el retrato sobre la violencia y la eutanasia presentado por Willem Thijssen en Practical Pistol Shooting(Tiro al blanco).

Tiempo de Historia


            ¿Qué ha pasado con esta sección, siempre la más admirada por mí, y que este año he dejado de lado? Pudiera ser debido al hecho de que, a priori, había muchos filmes interesantes en la Sección Oficial, o que había muy pocos interesantes en esta sección. El caso es que muchas de las películas las dejé de lado una vez leída la sinopsis, en detrimento de otras.
            De lo que vi, sin lugar a dudas, la más divertida y sugerente fue la de Al Lewis –conocido entre nosotros por ser el que hacía de papá Monster en La familia Monster–en Goodbye America, un retrato que abarca la historia de Estados Unidos, desde la famosa caza de brujas hasta el presente, narrado por el actor Al Lewis, militante en las corrientes más de izquierda americanas y que muestra con proverbial lucidez. De lo mejor de la película es su ataque verbal al criminal Kissinger cuando ambos coincidieron en un avión, o verle pidiendo el voto en la calle para el partido verde, habano en mano, cuando estaba cercano a los 90 años de edad. Al Lewis falleció este mismo año.
            This Film Is Not Yet Rated (Esta película aún no está calificada) muestra los entresijos de la censura en Estados Unidos. Allí, la censura proviene de un grupo de personas desconocidas –gente normal, siempre se ha dicho– que son las que califican las cintas. Pero esta calificación tiene consecuencias muy serias: una película marcada con una “R” tiene una circulación limitada, pues muchos cines no la exhiben y muchos medios de prensa y audiovisuales se niegan a insertar publicidad de ella. El director Kirby Dick contrató a un grupo de detectives para que hicieran público los nombres del comité de censura. Se deduce lo que ya se sabía: que el sexo es más censurable que la violencia, que el sexo gay lo es más que el heterosexual, que las películas de las multinacionales no reciben apenas prohibiciones; y si las reciben, les señalan dónde cortar para rebajar la calificación, lo que no hacen con las independientes. Lo más indignante es que si quieres apelar, puedes hacerlo, pero nunca verás la cara, ni sabrás los nombres, de las personas contra quienes apelas. Y no te servirá de nada, porque, como se defienden los censores, “nosotros sólo aconsejamos, no prohibimos”. Vana hipocresía para un control férreo del que se señala con acierto una horrorosa paradoja: en EE UU la violencia en el cine une a la familia, mientras que el sexo es un motor de desunión de la modélica familia estadounidense. Miedo da, en caso de ser cierta.
            De Madrid a la luna, de Carles Balagué, es una inteligente descripción de la España de los años sesenta, que desmitifica una bella década con el poder de un retrato feroz de unos pocos hechos: el Opus Dei y el caso Matesa, el surgimiento de ETA, el desastre de Los Ángeles de San Rafael, la presencia de los estadounidenses en España. Entre lo más destacado visualmente se encuentran la presencia de la viuda de Julián Grimau al día siguiente de la ejecución del dirigente comunista, calificando a España como un país condenado al no entendimiento; las imágenes de archivo de monseñor Escrivá de Balaguer en plena misiva, o las imágenes inéditas de la quema de una bandera de Estados Unidos en la Universidad Complutense de Madrid. Pero sin lugar a dudas, lo que más impresiona son las declaraciones del máximo implicado por el caso Matesa, Juan Vilá Reyes, y, sobre todo, las declaraciones en primera persona de algunos de los supervivientes del hundimiento de Los Ángeles de San Rafael –el bautismo ante los medios de comunicación de Jesús Gil, y por el que fue encausado, condenado y puesto en libertad meses después– al recordar cómo el suelo se abrió a sus pies durante la inauguración del restaurante del complejo urbanístico, como si fuera el cráter de un volcán, y fueron engullidos por éste.
            De Mira la luna se puede decir que es la más autocomplaciente fotografía familiar realizada sobre una persona, en este caso el astronauta Miguel López Alegría.
            Three Comrades me reafirma en la idea de que Putin es un personaje detestable. La historia de tres amigos chechenos se verá truncada cuando uno de ellos muera a manos del Ejército ruso, y el segundo fuera aniquilado de un disparo mientras ejercía su trabajo de cámara. Al tercero sólo le quedó una salida: huir.
            Y así llegamos al final, con el buen sabor de boca que me dejó la primera versión de The Front Page, que no conocía, dirigida por Lewis Milestone en 1931, y que en nada desmerece a las dirigidas por Howard Hawks, His Girl Friday (Luna nueva), y Billy Wilder, The Front Page (Primera plana).
            De Satyajit Ray pude ver dos películas muy diferentes: Parash Patar (La piedra filosofal, 1958) y su última película, la magnífica Agantuk (El extraño, 1991), retrato de un individuo que vuelve a casa de sus familiares después de tantos años, que ya le daban por muerto. La confianza que deposita este personaje en sus familiares se ve correspondida con la desconfianza de éstos. Una película tan serena como reflexiva, en donde ese personaje parece hablar por boca de su director.
            Un último apunte. Cuando en España existe un libro de indudable calidad editado sobre el cineasta indio, parece inapropiado que la Seminci edite un texto de apenas 50 páginas, escaso en información y poco enjundioso.
            Por si acaso, y aunque no la utilice, el año que viene seguiré llevándome la bufanda.

Palmarés

·Espiga de Oro: Optimistas, de Goran Pakaljevic.
·Espiga de Plata: Zemestan, de Rafi Pitts.
·Premio “Pilar Miró” al mejor director joven: Hernán Gaffet por Ciudad en celo.
·Mejor actriz: Laura Linney por Jindabyne.
·Mejor actor: Lazar Ristovski, por Los optimistas.
·Mejor fotografía: Mamad Davoodi, por Zemestan.

Premios Tiempo de Historia:

Las alas de la vida
, de Antonio P. Canet.
Three Comrades, de Masha Novikova.
Goodbye, America, de Sergio Oksman.

Premio del público:

Days of Glory
, de Rachid Bouchareb.

Premio Fipresci:

Das Fräulein
, de Andrea Staka.