Rafael Arias Carrión
Theo Angelopoulos. Cineasta, poeta, historiador
(Página Abierta, 219, marzo-abril de 2012).

 
Solo quiero hablar sencillamente,
que me sea concedida esa gracia.
Porque hemos cargado la canción con tantas
músicas que se está hundiendo poco a poco
y hemos adornado tanto nuestro arte que
el oro se ha comido sus matices
y ha llegado el momento de decir pocas
palabras porque mañana el alma extenderá
sus velas.
Giorgos Seferis, “Un anciano a la orilla del río”

 

El pasado 24 de enero fallecía, atropellado cuando cruzaba imprudentemente una carretera, el cineasta griego Theo Angelopoulos. Fue un excelente director que utilizaba como materia prima recuerdos personales, vivencias, que ubicaba en un contexto histórico y cuyo conjunto modelaba para dotarlo de lirismo.

Angelopoulos se había refugiado en la actualidad más inclemente de su país para su último y frustrado filme. Su título era El otro mar, del que se conserva la versión número cien del guion, y que el cineasta, para diversos medios, lo resumía así: «Es una historia muy compleja, que se extiende sobre muchos temas diferentes, uno de los cuales es el de un político que es el alcalde de El Pireo y está comprometido con una organización que se ocupa de los inmigrantes ilegales en Europa. Tiene una herida profunda en su pasado y una hija que, por el contrario, ve en el arte y la solidaridad su oportunidad para ayudar a diseñar un mundo más justo: de alguna manera podría ser un indignado de hoy. Ella es parte de una compañía de teatro que está preparando, junto con los huelguistas, La Ópera de tres centavos de Brecht, que fue escrita en 1928 y refleja perfectamente la crisis que afectó a todo el mundo, una crisis grave, pero mucho menos grave que la que estamos viviendo hoy en día, en mi opinión».

Angelopoulos había nacido en 1935 –un año antes del inicio de la dictadura de Metaxas, base indirecta de su segundo largometraje, Días del 36–, en «una época en la que Atenas era aún una ciudad viable, con árboles, una ciudad muy bella, donde se podía jugar en la calle. De hecho, todo pasaba en la calle, era como un teatro; bueno, supongo que como debía pasar en cualquier ciudad mediterránea».

El dictador murió en 1941, en plena Segunda Guerra Mundial, en la que Grecia se vería invadida, de forma alternativa, por los ejércitos del eje y de los aliados. Espacio en el que se sitúan varias de sus películas, como El viaje de los comediantes y Eleni. Mientras que en Europa finalizaba la guerra en 1945, en Grecia continuaba mediante una cruenta guerra civil, marco de Los cazadores.

De ese año, 1945, son sus primeros recuerdos cinematográficos:   «Ángeles con caras sucias, de Michael Curtiz, con James Cagney y Humphrey Bogart. De esa película hay una escena que me quedó grabada: cuando James Cagney, que era un gánster, es conducido a la silla eléctrica y se ve su sombra, enorme, proyectada sobre la pared, y empieza a gritar: “¡No quiero morir!”. ¡Ese grito!, ese grito fue algo horrible... Después he vuelto a ver la película, pero lo que ha permanecido es ese grito de cuando niño».

El servicio militar, una condena de varios meses de prisión por agredir a un oficial y la pérdida de la fe, sustituida por el socialismo, fueron la antesala de su partida en 1961 a París, donde «quería hacer cine. Así que ingresé en el IDHEC (Institut des Hautes Études Cinématographiques). Un día intenté hacer un desglose técnico (mi primera película es una pequeña película policial para el IDHEC). Quería hacer una panorámica de 360 grados. “Señor, usted no está aquí para eso. Intente primero hacer un campo-contracampo”. No tengo ganas de hacer un campo-contracampo. “Váyase a Grecia a vender genio”. No le dije que era eso lo que pensaba hacer, pero me marché. Era el año 1962».

Poco aprendería de sus profesores, pero sí de algunos cineastas como Antonioni y Bergman. Del primero vio repetidamente sus películas, y del segundo, afirma sobre una película de este autor, Persona: «En esta película, un plano muestra un trabajo sobre el espacio en off. Estamos fuera de la casa. Las dos mujeres entran. La cámara permanece en el exterior. El espacio queda vacío. Se oyen algunos ruidos. Luego la chica sale y vuelve a entrar. Es algo que me gusta mucho en esta película, el espacio off. Desde entonces lo empleo sistemáticamente. En todas mis películas se da ese trabajo sobre el espacio off».

Desde entonces quedó marcado su peculiar estilo, basado en tomas largas, que le permitían encoger y estirar el tiempo, como si de un acordeón se tratase. «En Días del 36, asumí el principio de no hacer dos planos cuando un solo plano me parece suficiente. Es decir, si una escena queda resuelta con un plano, no hago dos. Si tomé esa decisión fue porque siempre me han molestado los cortes típicos del cine americano. Cuando en una escena hay dos personajes que hablan, se nos muestra primero al que habla y luego se corta para enseñarnos la reacción del que escucha. Eso siempre me ha parecido un poco demostrativo, como si el director dijese: “Mirad como reacciona”. Yo, por mi parte, intento organizar las cosas de tal manera que el espectador tenga más posibilidades de elegir entre los elementos fílmicos que están dentro del cuadro, e intentar establecer un diálogo en que el espectador mismo sea quien haga el primer plano, como sucede cuando va al teatro. En el teatro es uno mismo quien elige ver la escena en plano general o en planos cortos, es el espectador quien aísla del conjunto del escenario los elementos que quiere».

Esa especie de democratización de la imagen conllevaba una distancia entre los espectadores y las imágenes que creaba. Si en los años setenta sus películas habían calado en amplias audiencias, ahora tenía la sensación de asistir a un medio cinematográfico que se ocupaba de banalidades: «Creo que es importante poner la Historia en primer término. Hoy en día se hacen películas sobre la dictadura, algunas de ellas muy bien hechas, pero tendiendo siempre a apoyarse en lo cómico o en el melodrama, en lo que llamaríamos sentimientos humanos. De este modo se consigue llegar a un público que, en el fondo, quiere ignorar la historia, borrarla de la memoria. Yo busco la emoción en segundo grado, quiero evitar el melodrama directo. No estoy demasiado satisfecho de la generación que sigue a la mía. Todos, desde el Gobierno a los partidos políticos, pasando por los cineastas, quieren reprimir hoy en Grecia a la Historia, a la crítica».

Su primer y mayor éxito lo obtuvo con El viaje de los comediantes, película de cuatro horas de duración, que abarcaba el periodo histórico griego comprendido entre 1939 y 1951. Y, aunque no se ha señalado tanto, es una película hecha sobre tres monólogos dictados al espectador, muchos bailes, numerosas canciones y ningún diálogo. Rodada a escondidas, en los estertores de la Dictadura de los Coroneles (1967-1975), en ella «están sintetizadas todas las búsquedas del cine moderno llevadas a cabo desde finales de los años cincuenta hasta los años setenta, desde la nouvelle vague, los cines nacionales, incluido el “Nuovo cine” brasileño, hasta Godard y Miklos Jancso. El viaje de los comediantes es como una amalgama de todas las indagaciones formales de la época. Y además, en esta película, el trabajo sobre la conciencia colectiva y la superposición de tiempos históricos, era la primera vez que se hacía. Hasta el momento en que yo hice El viaje de los comediantes ninguna película en la historia del cine había trabajado de esta manera sobre la conciencia colectiva, nunca se había realizado algo similar que evocase una conciencia colectiva, incluyendo simultáneamente diferentes épocas históricas en un mismo plano, superpuestas mediante una simple panorámica». La Historia, para Angelopoulos, es una reflexión hecha desde el presente, puesto que el pasado está en el presente íntimo de cada persona.

La representación de la Historia en sus películas, cruzada de anécdotas personales, le hacían ser un griego universal. Narrando lo local, llegaba a lo universal, tal como reflejaban ciertas anécdotas imprescindibles con espectadores alejados de la intelectualidad, como «un campesino griego, un trabajador coreano y una mujer que cortaba las entradas en un cine de Toronto. En esta última ciudad me dedicaron una retrospectiva. Al término de una de las proyecciones, el embajador de Grecia, que estaba presente, se levantó indignado diciendo que la película era un insulto a mi país y se marchó. Me quedé hablando con el director del festival y, al instante, se me acercó la taquillera del cine, que también había visto el film y no podía reprimir las lágrimas. Era una chilena que había huido de la dictadura de Pinochet y lo que había visto, decía, era su vida. Otra vez coincidí en el Museo de Hiroshima con Kurosawa, con quien pasé una tarde inolvidable. Tras otra proyección de una de mis películas, se acercó a nosotros haciendo reverencias un hombre que había escapado de la guerra civil de Corea para refugiarse en Japón. Le pregunté a Kurosawa qué decía y me respondió: “Es mi historia, lo que he visto es mi propia historia”. La tercera vez fue durante un rodaje en una aldea griega de pastores nómadas que celebraban unas fiestas al final del verano. Por difícil que resulte de creer, en esa aldea había un anciano que recordaba haber visto mi primera película. Yo le pregunté: “¿Qué comprendió usted de aquella historia sobre una mujer y su amante que matan a un hombre?”. Y él me respondió: “Es una historia sobre nosotros”».

Esos planos largos, estudiados, perfectamente coreografiados, no nacían solo de la presencia de la cámara durante el rodaje. Había antes una preparación intima del paisaje: «En mis películas el paisaje está manipulado. Pinto las fachadas de las casas, las localizaciones están buscadas meticulosamente. No dejo nada al azar. No quiero hacer documentales sino películas de ficción. Todo, el color, el ambiente, el vestuario, está previsto. Trabajo casi como un pintor, aunque no sé pintar, como Kurosawa. Pero las formas y el color están elegidos con criterios pictóricos. El mío es un paisaje mental, que no quiere corresponder con un paisaje auténtico. No busco la clásica imagen del Mediterráneo, sino una imagen  que dé el clima de la película. Éstas, con sol, serían distintas. En una película, toda elección (de actores, de ambiente...) carga de sentido a la historia. Si quietamos un color, un actor, un encuadre, haríamos otra película. Hay cosas que, a primera vista, no tienen importancia, pero una película es un todo que no puede fragmentarse en partes. Una película de Antonioni, por ejemplo, está condicionada por todos sus elementos. La aventura tenía que transcurrir necesariamente en verano, toda la secuencia de la isla no tendría sentido en invierno. Al contrario, El desierto rojo depende del invierno, de la niebla, del frío. Hay también otra razón personal para que mis películas transcurran en invierno: no me gusta el calor, el rodaje en verano me es incómodo, hay que pasarse el día bajo la ducha, lo cual, en los lugares apartados en que suelo rodar, no siempre es fácil».

En el fondo, Angelopoulos definía a su cine como un cine sobre el tiempo, sobre el tiempo que ha pasado y sobre el tiempo que pasa. La primera pregunta del monólogo que da comienzo a La eternidad y un día es una pregunta sobre el tiempo: “¿Qué es el tiempo? El tiempo es un niño que juega con un pequeño objeto junto al mar”. Ésa es la definición de Heráclito y es increíble la fuerza poética de tal afirmación. Pero había mucho de sentimiento.

Aunque, en algunos casos, se le haya acusado de distanciamiento, de ser demasiado intelectual, conviene narrar una anécdota con Harvey Keitel, protagonista de otra de sus obras mayores, La mirada de Ulises. Keitel, actor del Actor's Studio, necesitaba saberlo todo de su personaje, qué pie calzaba, cuánto dinero llevaba en el bolsillo…, cosas que al director heleno no le preocupaban, pensando más en el conjunto, en el momento en que necesitaba al actor, que es el momento de rodar cada plano. Años después, Keitel le llamó y le dijo algo que sirve como expresión a todo su cine: «Theo, no siempre te entiendo, pero siempre te siento».
Solo la muerte pudo impedirle seguir rodando: «Continuaré haciendo películas porque no sé hacer otra cosa. Comencé a realizar películas como aficionado y pienso seguir haciéndolas con mentalidad de aficionado. Al cabo de los años, el cine se vuelve como una obsesión. Mi vida es hacer cine y creo que las películas han sido mis universidades. Rodar es para mí un placer, solo vivo realmente cuando estoy rodando. Y pienso seguir haciendo cine al margen de corrientes y modas, de los signos del tiempo, mientras me dejen hacerlas y haya gente dispuesta a financiarlas».

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Las declaraciones pertenecen a diversas fuentes, recogidas en:
· Manuel Vidal Estévez, Poemas de la desolación. El cine de Theo Angelopoulos, Festival de cine de Huesca, 2009.
· Alberto Chessa, “Para endulzar le tiempo que pasa. Entrevista con Theo Angelopoulos”, publicada en 2008, bajo licencia Creative Commons.

Filmografía de Angelopoulos

Broadcast (I Ekpombi, 1968)
Reconstrucción (Anaparastasis, 1970)
Días del 36 (Meres tou '36, 1972)
El viaje de los comediantes (O Thiassos, 1975)
Los cazadores (I Kinighi, 1977)
Alejandro Magno (O Megalexandros, 1980)
Atenas (Athina, epistrofi stin Akropoli, 1983)
Viaje a Cytera (Taxidi stin Kythera, 1984)
El apicultor (O Melissokomos, 1986)
Paisaje en la niebla (Topio stin Omichli, 1988)
El paso suspendido de la cigüeña (To Meteoro Vima tou Pelargou, 1991)
La mirada de Ulises (To Vlemma tou Odyssea, 1995)
La eternidad y un día (Mia aiwniothta kai mia mera, 1998)
Eleni (Trilogía I: To Livadi pou dakryzei, 2004)
The Dust of Time (Trilogía II: I skoni tou hronou, 2008)