Rafael Arias Carrión
Spike Lee y el protagonismo negro
(Página Abierta, 231, marzo-abril de 2014).

Desde hace ya bastantes años, tengo la sensación de que cuando oigo hablar de Spike Lee (nacido en Atlanta en 1957) se debe a declaraciones suyas y no al estreno de alguna de sus películas. Es cierto que Spike ha hecho declaraciones que, tomadas por la parte, parecen exabruptos, pero siempre han respondido a algún problema de fondo. Igualmente, sus declaraciones no son tan enjundiosas ni numerosas como sus largometrajes, estrenados con cuentagotas por estos lares. Lo cual no significa, como veremos, que se haya convertido en una caricatura de lo que fue en sus primeros largometrajes o, si se quiere, que se haya acomodado con el paso de los años.

Treinta años de carrera y más de cincuenta trabajos tras las cámaras también nos han de hacer pensar que poco conocemos la filmografía del cineasta “neoyorquino” y que a veces se vierten opiniones sobre Spike más relacionadas con sus polémicas declaraciones que con las virtudes o defectos de su filmografía (1).

40 Acres and a Mule

Spike Lee es de los pocos cineastas que ha tenido una productora antes de tener un producto cinematográfico; su nombre, 40 Acres and a Mule Filmwork (40 Acres y una Mula), hace referencia al primer intento sistemático por parte del Gobierno estadounidense para ofrecer a los esclavos recién liberados tras la Guerra de Secesión una reparación por los largos años de esclavitud.

Su primer largometraje, Nola Darling (1986), ya fue producido por 40 Acres, lo cual muestra, en primer lugar, el deseo de tener el control de su carrera a través de su propia productora o, de no ser así, apostar económicamente por la rentabilidad de proyectos ajenos. Y en segundo lugar, el sentido de su trabajo, reflejado en el recuerdo del pasado.

Con el paso de los años, el negocio se ha diversificado al diseño de camisetas, de anuncios de publicidad, de vídeos musicales…, todo un conglomerado de negocios que han permitido a Spike Lee multiplicarse en numerosos campos y generar una marca asociada a la negritud, su poder y su historia. Su último largometraje, The Sweet Blood of Jesus (2014), en fase de posproducción, ha sido financiado mediante crowdfunding (micromecenazgo). Mediante ese apoyo de numerosas personas recibió 1.250.000 dólares para filmarlo en apenas dieciséis días.

La irrupción internacional de Spike Lee se produjo con el estreno de su tercer largometraje, Haz lo que debas (Do the Right Thing, 1989). Cannes posibilitó que la crítica lo bautizara como el cabecilla de lo que denominaron la nueva ola de cine negro, retruécano de algo que nunca fue. Sencillamente, en un lustro se produjo una acumulación de cineastas de dicha “raza” que dieron pie a relatos donde hombres y mujeres negros eran protagonistas, algo que llegó a ser considerado como una rareza. Pero la verdadera excentricidad residía en la miopía del espectador o del crítico, quien veía demasiados negros en pantalla. Pasado ese momento, y desaparecidos del panorama la mayoría de dichos directores, debería sobresalir la obra como cineasta de Spike Lee, pero sigue pesando el lastre de haber sido acusado de racista, de desprecio a otras comunidades, o bien, en su extensión, de rechazo a la “raza” blanca; un discurso mucho más complejo de lo que parece, pero que contiene sus lagunas.

Críticas que poco tienen que ver con el cine y que opacan la obra de Spike, un director, en mi opinión, dotado como pocos para expresar varias ideas con una sola imagen. Anotaré un ejemplo. En Fiebre salvaje (Jungle Fever, 1991), historia de amor imposible entre un negro y una blanca, un plano, poco antes de que vayan a hacer el amor por primera vez, muestra la igualdad de los cuerpos en esa situación. En tal penumbra no hay colores, no hay diferencias.

Imágenes que, miradas con calma, eliminan completamente esa falsedad que cubre el corpus cinematográfico de Spike. Solo hay que contemplar la escena culminante de Haz lo que debas, desde que se produce la muerte de Radio Raheen a manos de la policía, para que quede meridianamente claro que el planteamiento de Spike no se reduce a una cuestión de blancos contra negros.

Como afirmó Howard Zinn en su espléndido ensayo La otra historia de los Estados Unidos: «La verdad es que el historiador no puede evitar enfatizar unos hechos y olvidar otros. Esto le resulta tan natural como al cartógrafo que, con el fin de producir un dibujo eficaz a efectos prácticos, primero debe allanar y distorsionar la forma de la tierra para entonces escoger entre la desconcertante masa de información geográfica las cosas que necesita para los propósitos de tal o cual mapa (…). Así, en esa inevitable toma de partido que nace de la selección y el subrayado de la historia, prefiero explicar la historia del descubrimiento de América desde el punto de vista de los arawaks; la de la Constitución, desde la posición de los esclavos; la de Andrew Jackson, tal como lo verían los cherokees; la de la Guerra Civil, tal como la vieron los irlandeses de Nueva Cork; la de la Guerra de México, desde el punto de vista de los desertores del ejército de Scout; la de la eclosión del industrialismo, tal como lo vieron las jóvenes obreras de las fábricas textiles de Lowell; la de la Guerra hispano-estadounidense, vista por los cubanos; la de la conquista de las Filipinas, tal como la verían los soldados negros de Luzón; la de la Edad de Oro, tal como la vieron los agricultores sureños; la de la I Guerra Mundial, desde el punto de vista de los socialistas, y la de la Segunda, vista por los pacifistas; la del New Deal de Roosevelt, tal como la vieron los negros de Harlem; la del Imperio americano de posguerra, desde el punto de vista de los peones de Latinoamérica. Y así sucesivamente, dentro de los límites que se le imponen a una sola persona, por mucho que él o ella se esfuercen en ver la historia desde otros puntos de vista» (2).

En el caso de Spike, su interés ha sido describir una historia de la ciudad de Nueva York donde la comunidad negra fuese el foco de atención y donde se analizasen los problemas de convivencia de dicha comunidad en relación con el resto. Una ciudad de Nueva York completamente diferente a la que han reflejado directores como Woody Allen o Martin Scorsese.

De todas formas, sobre la definición de racismo, de la que ha sido frecuentemente acusado, conviene atenerse a unas declaraciones del director que manifiestan con claridad el comportamiento del poder frente a actitudes personales. En el número 1 de la revista argentina El Amante (3), ante la afirmación de Spike de que los negros no pueden ser racistas, afirmó: «Para mí hay una diferencia entre racismo y prejuicios. Los negros también tienen prejuicios. Pero mi definición de racismo es la institución. Los negros nunca promulgaron leyes prohibiéndole a los blancos la posesión de bienes, los matrimonios mixtos o el derecho al voto. Hay que tener el poder para eso. Eso es el racismo, una institución. Si yo le llamo a usted un blanco de mierda, no es racismo, es prejuicio. Es una pequeña exageración racial. Esto no lastimará a nadie. Todo el mundo puede tener prejuicios. Este es el fondo de mi pensamiento, pero nunca se publica entero».

Y con esta afirmación se comprenden mejor muchas escenas de varias de sus películas, como veremos. Si los polis blancos se entrometen en una pelea entre un blanco y un negro en Haz lo que debas, retienen con enorme violencia hasta asfixiarlo al joven negro Radio Raheem; en Fiebre salvaje, durante un rifirrafe entre Flipper Purify (Wesley Snipes) y Angie Tucci (Annabella Sciorra), acusan al negro de intento de violación; en La última noche (25th Hour, 2002) son unos polis negros los que maltratan a Monty Brogan (Edward Norton), para forzarle a ser un chivato, denigrándolo verbalmente.

Para él son prejuicios los de aquellos personajes que mirando a cámara se desahogan: los distintos grupos étnicos vierten todo el odio y prejuicio que sienten hacia otra raza en concreto. Italianos hacia negros, negros hacia blancos, que odian a los puertorriqueños, éstos a los coreanos, que a su vez desprecian a los negros, y volvemos a empezar. Es una lucha por un pequeño espacio que conservar, por que no les quiten ese terreno y territorio: su seña de identidad en el lugar. Imágenes que se repiten en La última noche, cuando Monty lanza sus reproches hacia los diferentes, a los que culpa de sus propios errores.

Luchar contra el sistema

En España el estreno y éxito de Haz lo que debas seguramente posibilitó que durante un par de años se estrenaran películas con directores y actores negros. Fueron los años en que pudimos ver New Jack City (1991) de Mario van Peebles, hijo de Melvin, uno de los padres del blaxploitation (4); Los chicos del barrio (Boyz n the Hood, 1991) de John Singleton, con el aliciente mediático de que su director fue nominado, con 24 años, al Oscar como mejor director (5).

Entre Haz lo que debas y Malcolm X (1992), Spike Lee gozó de un estatus crítico que nunca volvería a tener. Desde ese lejano 1992, cuando el estreno de Malcolm X no fue el éxito esperado y no compensó el enorme esfuerzo, el director neoyorquino ha tenido que refugiarse en pequeños y medianos proyectos, manteniendo ese espíritu de vocero que no escondía el mismo espíritu empresarial de un creciente conglomerado de negocios bajo el mismo nombre de su productora.

Más allá del relativo fracaso de esta película, hay un hilo entre Haz lo que debas y Malcolm X que refleja una variable emocional e intelectual, perfilada en sus siguientes trabajos. En la escena clave de Haz lo que debas, Sal (Danny Aiello) destroza la radio de Radio Raheem al negarse éste a bajar el volumen dentro de su pizzería. Comienza una gigantesca pelea en la que interviene el orden público únicamente para que estalle la situación. Radio Raheem muere en manos de la policía y el caos se desata en el barrio. Mookie (Spike Lee) enciende la pólvora que acabará por devastar la pizzería de Sal. Allí está el racismo, la impotencia de la comunidad negra para rebelarse y ver cómo, una vez más, son ellos los más perjudicados.

Sal no es el culpable directo de la muerte, a manos de la policía, de Radio Raheem –cuyos nudillos tiene marcadas las palabras “amor” y “odio”, en algo más que una referencia a la magna obra de Charles Laughton, La noche del cazador (The Night of the Hunter, 1955), pues esa dualidad trasmite la postura ideológica, entre Luther King y Malcolm X–. Pero es uno más, tal como explicaba el mismo Spike: «Mookie actúa en respuesta al asesinato de Radio Raheem por parte de la policía sabiendo que no es la primera vez que ocurre una cosa semejante y que no será la última. La gente debe comprender una cosa, que cada estallido que se produce en Estados Unidos en el que hay negros implicados se desprende de pequeños incidentes de este tipo».

No era, como muchos le acusaron, una incitación al uso de la violencia, aunque él mismo estuviera entonces más de acuerdo con las palabras finales de Malcolm X en la película que con las de Luther King. Afirmaba el primero: «Creo que hay mucha gente buena en Estados Unidos, pero también hay mucha gente mala, que parecen tener todo el poder y que impiden que tú y yo consigamos aquello que necesitamos. Debido a esto, debemos preservar el derecho de hacer lo necesario para acabar con esta situación. Esto no significa que yo apoye la violencia, pero no estoy en contra de utilizarla en defensa propia. Si es defensa propia, no la llamo violencia. La llamo inteligencia». La presencia y la postura de los dos nombres más importantes en la lucha por los derechos y la identidad negra del siglo XX podían dar a entender que existía un punto medio, pero que Spike todavía no había llegado a él.

Entre medias, Fiebre salvaje (Jungle Fever, 1991) acentuaba esa imposible comunión entre negros y blancos. Esa idea de que el amor rompe barreras resulta imposible en esta película. Las barreras, sociales, raciales, comunales, logran romper el amor y llevan a otro punto ciertas ideas de Haz lo que debas, y que recogía Malcolm X sobre el panafricanismo y el black power.

Curiosamente, Spike se plantó en ese punto medio en la estilizada Malcolm X. La película tiene un comienzo realmente impactante, con una imagen demoledora sobre los Estados Unidos. Si Patton (Franklin J. Schaffner, 1970) comenzaba con una bandera estadounidense que inundaba la pantalla, sobre la que aparecía el general Patton, en la película de Spike esa bandera que ocupa todo el cuadro se quema poco a poco, entrelazándose con imágenes de archivo del apaleamiento de Rodney King, hasta quedar solo una equis. Los 202 minutos de la obra –llena de momentos mágicos en su primera mitad, mixtura entre musical a lo New York, New York (Martin Scorsese, 1977) y viaje iniciático a lo Gandhi (Richard Attenborough, 1982)–  finalizan con la aparición, en el presente, del mismísimo Nelson Mandela, quien en 1992 era presidente de la República de Sudáfrica. Mandela habla a los niños de una escuela –blancos y negros– sobre los derechos humanos. Mandela representa ese punto medio, la figura que aglutina a King y a Malcolm X, el mensaje esperanzador de que es posible un futuro sin racismo, donde los derechos sean iguales para todos.

Las marchas sobre Washington

En 1995, el reverendo Louis Farrakhan, líder de la NOI (Nation of Islam), planteó una “Marcha del millón de hombres” para condenar, una vez más, la explotación a la que eran sometidos los negros. Dicha marcha trataba de emular esa otra que, treinta y dos años antes, encabezó Luther King. En esta “Marcha sobre Washington por el trabajo y la libertad”, Luther King pronunció el aclamado discurso que comenzaba con las palabras “I Have a Dream”. En dicha marcha no participó Malcolm X, tal como recoge Howard Zinn:

«El presidente Kennedy había alabado el profundo fervor y la tranquila dignidad de la marcha, pero el militante negro Malcolm X probablemente se acercaba más a los sentimientos de la comunidad negra. Hablando en Detroit –dos meses después de la marcha sobre Washington y de la explosión de Birmingham (6)– Malcolm X dijo en su poderoso, claro y rítmico estilo: Los negros estaban en las calles. Hablaban de cómo iban a marchar sobre Washington... Que iban a marchar sobre Washington, desfilar ante el Senado, desfilar ante la Casa Blanca, desfilar ante el Congreso y parar, detenerse ahí, sin dejar actuar al Gobierno. Era el pueblo llano en la calle. Eso aterraba a los blancos y también asustaba enormemente a la estructura del poder blanco en Washington. Eso es lo que consiguieron con la marcha sobre Washington. [Que los poderes del Estado] se unieran a ella, se convirtieran en parte de ella, tomaran posesión de ella… Se convirtió en una merienda campera, en un circo. En nada más que un circo, con payasos y todo. Fue una toma de poder. Dijeron a los negros la hora en que debían llegar a la ciudad, dónde detenerse, qué pancartas llevar, qué canciones cantar, qué discursos podían hacer, y luego les dijeron que se marcharan de la ciudad antes del anochecer» (7).

En 1996 Spike decidió embarcarse en la producción de Get on the Bus (La marcha del millón de hombres), que no recogería el acontecimiento de esa multitud de hombres sino que se conformaría con acompañar a un grupo de negros en un autobús, que, en un giro argumental sorpresivo, no llegaría a su meta. En esa película se puede vislumbrar, dado el apego de Spike Lee hacia ciertos personajes en las relaciones comunales e interraciales, ese “pragmático pacifismo” que rigió la política de Nelson Mandela. Desde 1996, ninguna película de Spike Lee muestra dichas relaciones con la virulencia con que se mostraban entonces. Incluso, una de sus señales de identificación, los prólogos o dedicatorias de sus películas, desaparecerían.

En 1999 el estreno de SOS Summer of Sam (Nadie está a salvo de Sam) planteó situaciones similares a las de Haz lo que debas, pero las interrelaciones entre el grupo protagonista, de italoamericanos, es notablemente más endeble. Aun desarrollándose en los años setenta, no afronta abiertamente ninguno de los problemas que acuciaban a la colectividad, salvo la sospecha que se cierne ante el “diferente” (Adrien Brody). A modo de anécdota, cabe señalar que el final de la película remite a una excelente obra de Jules Dassin, La ciudad desnuda (The Naked City, 1948).

La ciudad silenciosa

Las dificultades que supusieron el rodaje de Malcolm X y los modestos resultados económicos provocaron una puesta en escena de un Spike Lee que iba a tener un pie dentro y otro fuera de Hollywood. La década de los noventa afirmó esa posibilidad de hacer un cine en los márgenes, mientras que con el nuevo siglo consiguió alternar películas de pequeño, incluso paupérrimo presupuesto, con otras de presupuesto más holgado y dentro de las exigencias de Hollywood. En esos límites se encuentran La última noche y Plan oculto (Inside Man, 2005). Obras que tienen relación con la herida emocional, física, que, sobrevolando la ciudad de Nueva York, está presente, se la ve, se la siente, tras el atentado del 11-S.

En la primera hay una especie de elegía sobre lo que era la ciudad neoyorquina y lo que quedó en ella tras el 11-S; una visión en las antípodas de la que refleja esa épica imagen final de Gangs of New York (Martin Scorsese, 2002). Probablemente no haya película donde Nueva York destile tanta melancolía como la que abraza a Monty, a través de la nebulosa fotografía de Rodrigo Prieto y la música de Terence Blanchard, que muestra el estado somnoliento de una ciudad. Ese último día y esa última hora, que se representa con la ensoñación del padre de Monty, quien desearía ver el futuro de su hijo con optimismo, reflejan cualquier cosa menos la violencia de una lucha contra un enemigo; reflejan la esperanza de que si no hubiera delinquido, habría quedado libre. Pero los delitos se pagan y no queda otra opción que la entrada en prisión. Los delitos se pagan y Nueva York paga por ellos.

Plan oculto reclama desde su inicio, con esa mirada profunda y frontal de Dalton (Cliwe Owen), la necesidad de un papel activo del espectador: una vuelta atrás para poder hacer las cosas mejor. Dicho de otra manera, nuestro obligado papel activo en todo proceso. Se trata de la posibilidad de comenzar de nuevo para lograr una sociedad más equitativa, más justa y menos violenta. En esta historia, atracadores y policías forman parte de un mismo grupo, mientras que Arthur Case (Christopher Plummer), el dueño del banco, y Madeleine (Jodie Foster) están en otro estrato, en el que la corrupción se sitúa a un nivel que solo conoceríamos tras la debacle de Lehman Brothers.

Pero quizá haya que irse a 2006 para que Lee nos muestre de un modo más intenso aún ese abanico de debacle humana y económica y de desprecio a la vida. Se trata del documental When the Levees Broke: A Requiem in Four Acts sobre el huracán Katrina, sus consecuencias y la respuesta de la Administración ante el desastre.

En su shoah particular, Spike Lee, acompañado por Terence Blanchard, oriundo de Nueva Orleans, se esconde tras la cámara y deja hablar a un centenar de personas que relatan cómo fue un suceso casi premeditado, cómo no se tomaron medidas de contención ni antes ni después, cómo se obligó a la población a abandonar sus casas y cómo, cuando regresaron, muchos de ellos vieron que dichos terrenos ya no eran suyos sino que se ponía en práctica la doctrina neoliberal de la Escuela de Chicago: su realojo en diversos Estados tras la expropiación de sus hogares e instituciones comunitarias. Imagen y palabra emiten un gemido constante, una crítica demoledora de lo que han sido ocho años de despotismo de George W. Bush, del desprecio hacia los muchos que poco tienen y el atronador aprecio hacia la acumulación de poder y capital en manos de los que ya lo tenían casi todo.

A Spike Lee Joint

Con un “A Spike Lee Joint” (“Un Spike Lee colectivo”) comienzan sus películas. Una frase de la que se infiere una forma de trabajo plural más notoria que la habitual “A Spike Lee film”, que muestra esa idea de la colectividad del director. A través de su empresa 40 Acres and a Mule Filmwork ha mantenido una relación estable con muchos de sus actores, con los que frecuentemente ha repetido. Pero, sobre todos ellos, destaca la relación con el músico de jazz Terence Blanchard. Desde Fiebre salvaje y hasta Miracle at St. Anna, por el momento, la relación hizo crecer al músico, quien, sin apenas saber nada de cine, pasó de incluir canciones o temas pregrabados para sus primeras películas con Spike a conseguir que alguna de ellas fuera la conductora del ritmo de la película, caso de La marcha del millón de hombres. Obteniendo sus mejores logros en La última noche, donde la música de Blanchard complementa y multiplica los sentimientos creados por un espacio anímicamente vacío, representado por ese último día en libertad de Monty, quien camina sobre un espacio herido, la ciudad de Nueva York poco después del 11-S.

Bastantes películas de Spike Lee, aun ubicadas en el pasado, se refieren al presente. Muchas de ellas directamente, como el mensaje “Tawana told the truth” (“Tawana dijo la verdad”) [8] en Haz lo que debas, o la dedicatoria de Fiebre salvaje a Yusuf K. Hawkins (9), por no hablar de la aparición de Nelson Mandela en Malcolm X o las imágenes de la misma película del apaleamiento de Rodney King (10). Además, en este sentido, hay detalles que aportan mucha información complementaria. Un ejemplo es la aparición en Haz lo que debas de una camiseta con el número 32 de Los Angeles Lakers que lleva un negro y la del 33 de los Boston Celtics que porta un nuevo vecino de raza blanca. Eran los años en los que las finales de la NBA enfrentaban a estos dos equipos y Los Lakers representaban la “negritud”, encabezada por el 32 de Magic Johnson, frente a la “blanquitud” de los Celtics, comandados por el 33 de Larry Bird.

La responsabilidad de Spike Lee hacia la negritud ha producido la conciencia de su identidad. Esa identidad de la negritud enmarca, a los ojos del espectador, para lo bueno o lo malo, la personalidad de todas sus películas, incluidos los detalles.

Este texto tiene su origen en un artículo publicado en la revista Miradas de Cine [miradas.net], en el número 143, de febrero de 2014. Para su publicación aquí el autor ha hecho diversas modificaciones.

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1) Clint Eastwood, a propósito del díptico de Iwo Jima, y Quentin Tarantino, en relación con Django desencadenado (Django Unchained, 2012), han sido dos de los blancos hacia los que ha apuntado últimamente el cineasta. En el primer caso fue una declaración mucho más sustanciosa de lo que aparentaba, y en el segundo caso, me parece más una controversia con años a la espalda, respecto al uso de la palabra nigger y que se remontaba al tercer largometraje de Tarantino, Jackie Brown (1997).
(2) Howard Zinn: La otra historia de Estados Unidos (1980). Este ensayo cuenta la historia de este país desde 1492 hasta hoy, desde un ángulo visto por los trabajadores, los extranjeros, las mujeres, etc. Ha sido publicada en castellano por Argitaletxe Hiru.
(3) Opinión recogida, a su vez, de la revista Les Inrockuptibles.
(4) Movimiento cinematográfico surgido a principios de los años setenta en Estados Unidos con la comunidad afroamericana como protagonista principal.
(5) Batiendo la mítica edad de 25 años del mismísimo Orson Welles cuando lo fue con Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1941), o del director Carl Franklin, a quien al éxito de Un paso en falso (One False Move, 1992) le siguió la indiferencia frente a El demonio vestido de azul (Devil in a Blue Dress, 1995).
(6) Varios días después del mitin de Washington, una bomba colocada en una iglesia de Birmingham mató a cuatro alumnas de la escuela dominical.
(7) Howard Zinn, op. cit.
(8) Tawana Brawley es una mujer afroamericana que en 1987, con 15 años de edad, acusó a seis hombres blancos de haberla violado. Un jurado concluyó que Tawana no había sido víctima de tal violación y que ella misma podía haber creado la apariencia de que se produjo ese ataque.  
(9) Yusuf K. Hawkins, de 16 años, fue asesinado a balazos por un joven blanco el 23 de agosto de 1989 en Bensonhurst, un barrio de clase obrera neoyorquino predominantemente italoamericano.
(10) Rodney King, fallecido en 2012 con 47 años de edad, fue un taxista afroamericano conocido por haber sido agredido brutalmente por varios agentes de la policía de Los Ángeles el 3 de marzo de 1991 después de haber sido perseguido por estos estando en libertad condicional por robo.

Soldados invisibles

Cuando Spike Lee le recriminó a Clint Eastwood que en Banderas de nuestros padres (Flags of Our Fathers, 2006) no aparecían negros, estaba denunciando que, como es cierto, la Segunda Guerra Mundial había sido una guerra construida por el cine a la medida de los blancos. Al otro lado del océano, en Francia, Rachid Bouchareb alzó la voz por el mismo tema con Days of Glory (Indigènes, 2006), una película donde se muestra a los hasta entonces invisibles argelinos como parte de esos soldados franceses que lucharon durante la Segunda Guerra Mundial. Es lo que reclamaba Spike, la visibilidad, para que así los negros formasen parte del colectivo real.

Su respuesta a las escenas de la película de Eastwood aparecía en las primeras imágenes de Miracle at St. Anna (2008), cuando un anciano ve en la tele a John Wayne encabezando un pelotón y dando consignas en El día más largo (The Longest Day, 1962). En ellas, el anciano se extraña de no estar presente, pese a haber combatido en esa guerra mundial: los negros no aparecían, los habían borrado, ocultado su heroísmo; para el mundo no existieron, no fueron agentes activos en la guerra. La crítica a Eastwood residía en que alargaba esa tradición. Spike Lee no buscaba arreglar el pasado sino aclarar el presente y despejar el futuro.

Miracle at St. Anna refleja esa reescritura donde la no visibilización es exclusión.