Rafael Arias Carrión

Ermanno Olmi: el tiempo y el trabajo
(Página Abierta, 193, junio de 2008)

«Si una persona, cada día, exactamente a la misma hora, hiciera la misma cosa, como un ritual, inmutable, sistemático, cada día a la misma hora, el mundo cambiaría». Sacrificio (Andrei Tarkovski, 1986).

            Para este mes de mayo estaba previsto el estreno en España –pero ha vuelto a retrasarse, cosas de la distribución– de la última película del desconocido cineasta italiano, de 76 años, Ermanno Olmi, Cien clavos, que supone, en palabras de su director, «su retirada del cine de ficción para volver a los proyectos documentales».
Resulta difícil explicar la obra de un cineasta como Ermanno Olmi, pero si tuviera que elegir la película más representativa del director nacido en Bérgamo en 1931, sería el documental Artigiani veneti (1983). En él rinde un sincero homenaje a los artesanos –herreros, vidrieros, marmolistas, restauradores... hasta más de cincuenta oficios aparecen– como parte fundamental de las grandes obras de arte que pueblan la ciudad de Venecia. Y él mismo se incluye dentro de esos artesanos, al ejercer el trabajo más manual del proceso de creación de una película, que es el de montador, papel que se reserva para, en un ejercicio de montaje admirable, formar parte de esos buenos oficios manuales.
            En España sólo se han estrenado seis de sus largometrajes: El empleo (1961), Un cierto día (1968), El árbol de los zuecos (1978), Larga vida a la señora (1987), La leyenda del santo bebedor (1988) y El oficio de las armas (2001)..., a la espera de que se estrene Cien clavos (2007), de entre una filmografía de sesenta películas, de las cuales cerca de un tercio son largometrajes de los que esencialmente se denominan “de ficción”. Aun así, Ermanno Olmi es un director bastante bien valorado, a pesar de que la mayoría de sus películas sean aparentemente desconocidas.
            Este año el Festival Internacional de Cine Documental de Navarra, del 15 al 23 de febrero, y la Filmoteca española, durante marzo y abril, han centrado su atención en el director de La leyenda del santo bebedor. A ello se le ha sumado la reciente concesión de un León de Oro honorífico en la próxima edición del festival de Venecia. Por ello, y por muchas cosas más, es hora de que Olmi sea conocido, desgranado y valorado por la complejidad de su trabajo, en el que destacan una serie de características esenciales en un cineasta que se maneja con igual soltura entre el largometraje de ficción y el documental. La mayoría de sus películas es una mezcolanza, pues para Olmi, la línea que las separa es sólo, parafraseando a Joseph Conrad, una “línea de sombra”. 

El trabajo

            En todas las películas de Olmi sabemos con certeza cuál es o ha sido la ocupación laboral de sus personajes principales. Los vemos, en algún momento, desarrollar su oficio, en lo que es una constante preocupación del director, ya desde sus primeras creaciones dentro de la casa Edison, para la que filmó una quincena de “documentales industriales” (1954-1961), encargos que le sirvieron para conocer el medio e iniciar una mirada antropológica sobre el trabajo.
            Hay pocas imágenes tan depuradas como la armonía entre la tarea de un obrero y el movimiento de una máquina dentro del proceso de construcción de una rueda Phelton, reflejada en Construzioni meccaniche Riva (1956). Sus personajes están comprometidos con sus oficios: vigilantes, funcionarios, obreros, industriales, artesanos, publicitarios, cazadores de minas, dibujantes, campesinos, cocineros, criados, piratas, profesores, guerreros... Hasta el personaje de La leyenda del santo bebedor, que cumple celosamente con la promesa de entregar el dinero prestado a santa Teresa de Lisieux, como una labor más, acaso la más importante. 
Cuando Olmi muestra a sus personajes en sus labores no los presenta nunca como un conflicto sino como una síntesis vital, pues siempre «se interesa por aproximarnos al ritmo ritualizado que sigue la vida de unos obreros en su desempeño diario, sometidos a la fatiga, la cansina liturgia del día a día» (1).

Campo y ciudad

            Son dos ejes indisolubles dentro de la obra de Olmi. Pero tampoco hay una lucha entre ambos, ni un menosprecio de uno de los términos en detrimento del otro. Son culturas diferentes. Curiosamente, la mayoría de los largometrajes de Olmi se desarrollan en territorio urbano, aunque sea su película más conocida, El árbol de los zuecos, la que caracterice, falsamente, a Olmi como un cineasta comprensivo con los campesinos, en contraste con la ideologización del campesinado presente, por ejemplo, en Novecento (Bernardo Bertolucci, 1976). El campo es el lugar en donde la persona mantiene una cierta inocencia, es un lugar en donde la religiosidad se presta a una mayor presencia (verdadera y falsa, pues la religiosidad es individual), y representa el pasado de la mayoría de sus personajes, que ahora viven en la ciudad.
            Las relaciones en la urbe son más heterogéneas; así lo muestra en El empleo, cuya fiesta final muestra la soledad del individuo a pesar de estar acompañado de gente; en I fidanzati (1963), en donde el obrero protagonista se muestra inequívocamente desubicado, incapaz de encontrar su lugar en el mundo; en I recuperanti (1969), donde los empleados de la agencia publicitaria sólo se ven para trabajar, y sólo los más jóvenes, los recién llegados, entablarán una relación personal; y cómo no, en Durante l’estate (1971), cuyo protagonista es la misma esencia de la soledad en una gran ciudad; o en Larga vida a la señora, en donde los camareros están para eso, para servir a los señores una pantagruélica cena y en donde sólo un niño escapará corriendo de tal lugar.

La responsabilidad individual. La mirada antropológica

            Frente a la habitual tendencia de numerosos cineastas italianos coetáneos a Olmi, a éste nunca le ha interesado retratar directamente la realidad actual para representar un conflicto. Olmi utiliza una vía indirecta, que es la de dejar que los acontecimientos sucedan ante la cámara y que sea ésta la que hable, la que libere las ideas que muestren la realidad. Por eso, muchas veces hay que ver en el cine histórico de Olmi una cercanía con la realidad del presente. En El oficio de las armas el eje es la inmoralidad de utilizar las nuevas armas para destruir al enemigo, ¡cómo no pensar en el siglo XXI!; en Cantando dietro i paraventi (2003) es el oficio de pirata el que se ensalza frente a otros más “nobles” como los tasadores, banqueros, etc.
            Pero es, sobre todo, en Un cierto giorno donde Olmi desgrana un estudio sobre la responsabilidad individual, nacida a raíz de un accidente de coche, eje también de Muerte de un ciclista (Juan A. Bardem, 1955). Pero los paralelismos se quedan ahí. Olmi no busca una responsabilidad social, sino que ésta es la del individuo, como igualmente sucede al retratar el código ético del protagonista de La leyenda del santo bebedor,una de las personas más consecuentes consigo mismo y su pasado, o el del padre de El árbol de los zuecos, quien sabe perfectamente que el árbol del que extrae madera para arreglar un zueco para su hijo es un árbol intocable. Por eso, con cierta amargura, el realizador afirma: «Me gustaría que algunas de estas personas que ejercen la profesión de intelectual realizaran el esfuerzo de captar, no tanto la práctica revolucionaria (y, por tanto, el ejercicio de un modelo revolucionario) sino la voluntad de resistir, de no ser vencidos» (2). Así son los personajes que recorren sus películas.

Ni documental ni ficción, cine de la verdad

            «En el cine, si quiero mostrar un árbol, busco el árbol real. Si quiero mostrar un coche, o una casa o una calle, salgo con mi cámara y no paro hasta encontrarlos. Y si necesito a un chatarrero que se gana la vida buscando restos de metal de la Guerra Mundial en los montes... busco a alguien que hace ese trabajo». Esa búsqueda le ha llevado por los caminos que van desde el más puro documental a las reconstrucciones históricas, como Alcide de Gasperi (1974), hecha para televisión, para esta televisión didáctica por la que tanto luchó Rossellini; desde la búsqueda espiritual huyendo de la banalidad y de los grandes hechos al retratar a un personaje histórico, caso de Juan XXIII en E venne un uomo (1965), hasta las denominadas películas de ficción, como El árbol de los zuecos, que retrata con minuciosidad el comportamiento y la espiritualidad de los campesinos de Bérgamo a finales del siglo XIX, pero está protagonizada por campesinos y gentes de la campiña bergamasca y hablada originariamente en bergamasco; y, yendo siempre un paso más allá en su búsqueda de no encorsetarse dentro de unos parámetros, desde el ensayo en el retrato que realiza de los Reyes Magos en Camminacammina (1983), hasta el definido como documental hiperrealista en Il segreto del bosco vecchio (1993), donde los animales toman la palabra, tal como había sucedido en Pajaricos y pajarracos (Uccellacci e uccellini, 1966) de Pasolini, con el cual había colaborado en los inicios de ambas carreras. No es «cinema vérité, sino cine de la verdad», lo que busca Olmi.

El tiempo suspendido

Para poder conjugar todos los anteriores elementos, Olmi usa y perfecciona un tiempo suspendido. En sus películas el tiempo pasa, pero éste es indefinido, nunca sabemos cómo pasa ni cuánto pasa. Momentos que parecen temporalmente breves no lo son, y muchas veces la temporalidad parece suspendida, como representan los tiempos de las escenas de la infancia del futuro Juan XXIII en E venne un uomo, y la totalidad de Il tempo si è fermato (1959), y El árbol de los zuecos como paradigmas de un tiempo que fluye imperceptible y armónico.
            Pero esa especie de tiempo suspendido, magistralmente utilizado, por ejemplo, para representar la espera del protagonista de La leyenda del santo bebedor, es el artefacto que utiliza el realizador para que las vidas fluyan, pues «no se trata de un choque de generaciones, sino de un reencuentro de vidas. Simplemente, de detener el tiempo».
            El cine de Olmi es un cine de esperanzas, es un cine que equipara el cineasta «como si fuera un verdadero acto religioso del hombre, como la familia, como el trabajo: porque sirve primeramente para afirmar la fe en la vida», para proseguir que «si llegáramos a poseer la conciencia de la experiencia de un hombre adulto y fuéramos libres como los niños, quizás entonces tendríamos una mayor capacidad de comunicación con los demás». Pero Olmi también es más que la evanescencia de un tiempo, y ha dejado algunas de las imágenes más poderosas estética y semánticamente (ver recuadro).

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(1) Juan José Caballero, “Ermanno Olmi”, en José Enrique Monterde (ed.) En torno al nuevo cine italiano. Valencia, 2005, pág. 219.
(2) Carlos Muguiro (ed.), Ermanno Olmi. Seis encuentros y otros instantes, Pamplona, 2008. El resto de las declaraciones entrecomilladas proceden de este mismo volumen.

 

Cinco imágenes

            El empleo. La escena final muestra en un primer plano al joven Domenico en su sala de trabajo, ya obtenida la plaza de funcionario. Está sentado en la última fila de la sala, acompañado de una montaña de papeles y un flexo. Suena de fondo el sonido de una copistería. Sonidos y espacios que Domenico escuchará y habitará durante muchos años.  
            I fidanzati. El chico protagonista, alienado por el trabajo, se declara firmemente a su prometida por teléfono afirmando: «El transporte de la fábrica pasa en un cuarto de hora, me tengo que ir a trabajar. Pero, sabes, no quiero ir. Me quedaré en casa. Dime, ¿tú quieres que vaya? Aunque falte un día, la fábrica no va a dejar de funcionar...»
Milano '83. Numerosas personas citan su nombre a la cámara, afirmándose la antropología de Olmi. Las ciudades no son nada sin las personas.
            El oficio de las armas. En un plano cenital, vemos el féretro de Joanni de Medici, muerto por la bala de un cañón. Ante él un desfile de personas/personalidades muestran su respeto a la persona y su horrible desprecio hacia el uso de un arma que cambia la forma caballeresca de guerrear. Es el final de un tiempo.
            Cien clavos. Rostros de sorpresa se alarman ante un crimen horrendo. La enorme sala de una biblioteca antigua, con una única entrada arqueada, muestra en su suelo un centenar de libros antiguos atravesados, cada uno de ellos, por un enorme clavo.