Rafael Arias Carrión
Pierre Étaix: cómico y cineasta
(Página Abierta,216, septiembre-octubre de 2011).

A Eugenio y Marta, de parte de un amigo que me
puso en la pista de este cómico.


            Hace unos años un amigo me habló de un cómico y cineasta de los años sesenta que se llamaba Pierre Étaix. Me preguntaba si lo conocía y, para mi vergüenza y para mi autoestima, no lo conocía y ni siquiera me sonaba su nombre. Él lo recordaba bastante bien, con mucho aprecio. Llegué a pensar que no existía y que era una tomadura de pelo. Un día lo busqué en la base de datos más potente existente en la red, la IMDb, donde, efectivamente, estaba; aparecía y, por tanto, existía. Los datos eran escuetos y no me afané en buscar más, admití mi desconocimiento y escurrí el bulto.

            En marzo de este 2011, como suelo hacer todos los meses, ojeé la programación de la Filmoteca Española y allí apareció un ciclo dedicado a Pierre Étaix. Fui a ver todas sus películas, era una obligación; aun así, fui pensando en que me encontraría a un mediocre y me encontré a un cómico que unía perfectamente a dos de mis autores cómicos preferidos, Jacques Tati y Jerry Lewis. Con los dos trabajó: con el primero, en sus inicios, como ayudante de dirección de Mi tío (Mon oncle, 1958); con el segundo, en un proyecto frustrado, The Day the Clown Cried (1972), cuando las carreras de ambos estaban prácticamente acabadas.

            La pregunta obvia era: ¿por qué mi desconocimiento sobre este personaje? Por desgracia, la respuesta era sencilla. Sus películas, durante muchos años, habían estado secuestradas por sus productores y no se habían podido mostrar en público. En 1990 comenzó el pleito entablado por Pierre Étaix y su guionista habitual, Jean-Claude Carrière (*), para recuperar el control de sus películas y que éstas pudieran exhibirse. Un pleito que duró hasta 2010, cuando la justicia francesa les dio finalmente la razón. No es de extrañar, pues, que se haya etiquetado a Étaix como cineasta maldito. Aunque más que maldito, ha sido invisible.

            Dos fundaciones, Groupama Gan y Technicolor, con la ayuda de Studio 37, han aportado el capital necesario para que las películas tengan una segunda oportunidad y una notable edición en DVD en Francia, que esperemos llegue pronto a España. Su filmografía, se podría decir que cerrada, se compone de cinco largometrajes: Le soupirant (1963), Yoyo (1965), Tant qu’on a la santé (1966), Le grand amour (1969), Pays de cocagne (1971), y tres cortometrajes: Rupture (1961), Heureux anniversaire (1962), y En pleine forme, película inédita montada en 2010, pero filmada en 1965, que es en realidad el punto de partida de lo que en su día dio lugar al largometraje Tant qu’on a la santé.

            Pierre Étaix nació en 1928, por lo que cumplirá 83 años el 23 de noviembre. Hijo de un comerciante en pieles, el acercamiento de Étaix a las artes provino de la vocación, del esfuerzo y del estudio: violín, piano, acordeón, dibujo, teatro. En los años cincuenta montó su número de music-hall, con el que ha recorrido los circos de Europa entera, en solitario, como Yoyo, y más tarde en compañía de Annie Fratellini, teniendo como espejo a Charlie Rivel, a quien admiró más que a nadie y de quien aprendería algo que afirmaría como una verdad incuestionable: «El clown no necesita multiplicar las muecas y las contorsiones para desencadenar las risas».

            Es necesario señalar que el trabajo como clown, que ejerció durante toda su vida y le dio el dinero necesario para vivir –su trabajo en el cine, en cambio, fue intermitente–, es fundamental para comprender su labor cinematográfica, por ejemplo, la depuración de cada gag. Él mismo lo resume mejor que nadie: «Para un verdadero clown la cuadratura del círculo no es un problema, sino que además su solución es simple e incluso elemental. Una de las particularidades del clown es la de medir sus efectos en relación con su entorno. Está forzado a pensar que así el gag más sutil rebotará y volverá hacia él escoltado por las risas. Raramente tendrá éxito la primera vez, se asombrará de no escuchar una reacción, buscará la causa y, en suma, aprenderá su oficio».

            La posibilidad de ver, en 2011, la obra cinematográfica de Pierre Étaix supuso un descubrimiento sensorial y, además, me obligó a ubicar a Étaix en un lugar en la historia del cine, como director, como actor, como cómico, el espacio que une a Tati y a Lewis, y también a los que cita como referentes, Buster Keaton y Stan Laurel, con quienes comparte muchas cosas; entre las principales, la creación de un personaje definido y que se mueve dentro de sus películas bajo unas coordenadas específicas.

            Ese personaje creado y dirigido por Étaix y al que da forma el físico del propio creador –un hombre común, ni muy alto ni muy bajo; no muy guapo, pero tampoco excesivamente feo; no muy rico, pero nunca pobre–, nos aporta una enorme precisión en la observación de los sentimientos humanos a través de instrumentos cinematográficos: los gestos recogidos por la cámara y elaborados en la mesa de montaje, en donde el sonido y su ausencia se complementan, en donde la reiteración ejemplifica el sueño, la pesadilla, es decir, la duda humana, y para conseguir más que la risa, la sonrisa.

            Además, hay en Étaix la visión del cómico en los años sesenta, pero también la del artista ubicado perfectamente en ese mundo cinematográfico en donde –Francia– destaca la nouvelle vague. En relación con ese mundo, noto especialmente su cercanía a otro de mis directores preferidos, el francés Alain Resnais.

            Su primer largometraje, Le soupirant, nace de una mínima anécdota: los padres de Pierre le incitan a conseguir una buena mujer con la que casarse y, tal como le sucedía a Buster Keaton en Las siete ocasiones (Seven Chances,1925), sale a la calle a buscar una, sin olvidar que en casa tiene a una atractiva mujer que estudia y hace las labores del hogar, que vive con ellos sin que sepamos nunca cuál es su relación con la familia que la acoge. Repetidamente, Étaix le pregunta si quiere casarse con él, para huir de inmediato suponiendo su negativa. (Es esta una forma de psicoanalizar el fracaso del hombre ante la obligación de cumplir con un rol social). Solo cuando ella aprenda suficiente francés, comprenderá la pregunta y contestará afirmativamente. Como detalle visual merece la pena destacar esa habitación de estudio en la que vive el protagonista, llena de carteles de planetas y lunas, que refleja su estado emocional, el de estar fuera de este mundo, en la luna.

            El final de su primera obra entronca con el de su penúltimo largometraje, Le grand amour, que se inicia con Pierre en su boda, imaginando cómo sería su vida si en vez de casarse con la que va a hacerlo lo hiciera con alguna otra de sus anteriores novias. De esta forma, Le grand amour no solo es una triste semblanza del ser humano, que añora más aquello que ha dejado atrás, aquello que ya no es posible. Raymond Queneau, autor de la novela Zazie en el metro,y Resnais se esconden detrás de esta película. En ella vemos disociaciones típicas del director de Hiroshima mon amour y Je t’aime, je t’aime, como aquella secuencia en donde el autor-actor está dudando sobre si una cita tuvo lugar en un café o no y su desarrollo le lleva a repetir la escena con pequeñas variaciones, con el consiguiente hartazgo del camarero, que es el único siempre presente en el plano y que acaba harto de esa duda, de ese recuerdo no fijado, servir o no la taza de café, en lo que es una intromisión del autor dentro de la narración, habitual hoy pero muy innovadora en aquellos años. Hay una escena, de la que según declaraciones de Etaix nace toda la película, que queda fijada en la retina de todo espectador. Es aquella donde las camas se mueven ensoñadoras por una carretera como si fueran coches, reflejo de una huida, prodigio de movimiento, de musicalidad.

            Su película más conocida y, a decir de muchos, la mejor, es Yoyo, que es la más alocada, al carecer de un núcleo narrativo consistente. En ésta se descubre la fascinación de Étaix por la idea de movimiento, de huida, de nomadismo, propias del mundo circense al que tan unido ha estado. Además, en ella están muchos momentos realmente ingeniosos.

            Durante el primer cuarto de la película no descubrí que estaba ante una película carente de diálogos hablados, no aprecié la rareza de los intertítulos hasta que, fulminantemente, se nos informa que estamos en el año 1929, y que fue clave por dos acontecimientos: el crac (que llevará a la ruina al protagonista) y el nacimiento del cine sonoro, clave en ese momento, puesto que son las primeras palabras dichas en la película, lo que reafirma esa conciencia del director en el trabajo de una obra concisa, pensada y muy coherente. Otro acierto, en este caso visual, es cómo muestra la aparición de la televisión. Lo hace de una forma que yo nunca había visto y que es una imagen muy poderosa. Lo que hace Étaix es dividir la pantalla cinematográfica en nueve cuadros, todos en negro, salvo el del centro, que es donde figura la imagen televisiva. De esta forma queda marcadamente ejemplificado que el cine es mucho más grande que la televisión, y cuando hablamos de cine, hablamos de emociones.

            Su última película fue un trabajo documental, bastante desafortunado, Pays de cocagne (1971). De él afirma el autor: «Pensaba que la película sería una especie de tratamiento homeopático, que daría lugar a un sobresalto, y que la gente se reiría de buena fe. Por el contrario, fue recibida como una provocación. Los críticos fueron unánimes preguntándose cómo había podido hacer una película así, teniendo en cuenta mi trabajo anterior». Vista ahora, lo único que queda es un trabajo de montaje de lo que recogió Étaix durante dos meses y veinte rollos de celuloide. Tras ocho meses de montaje, el resultado supuso el final de la carrera de Étaix, tras un enfado del propio presidente de la República francesa, Georges Pompidou, quien aparecía varias veces en la película, nunca bien parado, como casi nadie.

            Desde entonces, Pierre Étaix se refugió en el circo, montó su propio espectáculo, el Miousik Papillon, con la única pretensión de divertir, que es lo único que le ha importado. Sus apariciones en el cine como actor han sido puntuales –I Clowns (Federico Fellini, 1971), Max, mi amor (Max, mon amour, Nagisha Oshima, 1986), Henry y June (Philip Kaufman, 1989), o la última película de Jean Pierre Jeunet Micmac à tire-larigot (2009)–, pero, sin duda, una de esas películas perdidas, nunca finalizadas, en la que pudo colaborar fue, por desgracia, su trabajo más esperado y nunca visto, seguramente desaparecido. Me refiero al proyecto inacabado del genial Jerry Lewis, The Day the Clown Cried (1972), en el que un payaso era obligado por los nazis a hacer reír a un grupo de niños judíos que poco después iban a ser gaseados. Jerry Lewis afirmó: «Dos veces en mi vida he comprendido lo que era el genio: la primera vez mirando la definición en el diccionario; la segunda, al conocer a Pierre Étaix».
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(*) Guionista, con una amplísima carrera, de muchas de las películas de la etapa francesa de Luis Buñuel.