Rafael Arias

Seminci: medio siglo de cine en Valladolid
(Página Abierta, 165, diciembre de 2005)

A quienes me dieron de comer
 y a quienes me dieron de beber.

La Semana Internacional de Cine de Valladolid ha cumplido cincuenta años, lo que la ha convertido en un festival de referencia indiscutible en España.
Este año, importante sin duda, ha tenido lagunas nunca aparecidas anteriormente y que han lastrado una edición que, siendo la más emblemática, no ha estado a su altura habitual. La sección retrospectiva “50 años amando el cine” fue una recopilación sincera de películas que buscaban una mirada a lo que ha supuesto y ha sido el festival; pero en ella muchas de las copias exhibidas no eran dignas de tal exhibición. En esta sección vi tres películas: Vania en la calle 42, de Louis Malle, con el sonido distorsionado; El proceso, de Orson Welles, en una mala copia de la versión francesa; y La estrategia de la araña, de Bernardo Bertolucci, en la que pudimos ver en la pantalla, entre atónitos y asombrados, cómo se quemaba el celuloide. Además, siendo la selección tan amplia, no es de rigor que las películas cambiasen con respecto a la programación anunciada, provocando el desconcierto entre el público.
Pero no hay que ningunear los méritos del festival pucelano, que son muchos para una ciudad en la que se respira el festival ya desde antes de llegar a la provincia, cuando se traspasa un largo túnel de tres kilómetros que deja atrás un Madrid lluvioso y una panorámica de grúas. Salimos del túnel y el cinemascope del paisaje te lleva a la grandeza que ofrece el cine. Ya se huele Valladolid, imposible hospedarse sin reserva, los bares llenos antes de la entrada del cine, los restaurantes a rebosar ofreciendo lo mejor de lo mejor. Por acompañar, acompañó hasta el benévolo tiempo.

Tiempo de Historia

La sección más atractiva para mí sigue siendo, y cada vez más, “Tiempo de Historia”, donde se recogen variopintos documentales, muchos de los cuales no verán la luz de la distribución. Sin duda también por ello, y por las sorpresas que depara, es un atractivo puzzle en el que uno acaba viajando por incontables países, comenzando por la Cuba revolucionaria, presente en una recuperación de una película olvidada de 1964, Soy Cuba, del cineasta ruso Mikhail Kalotozov.
Tras el abrazo de Fidel al comunismo, la Unión Soviética y Cuba buscaron un acercamiento mutuo, que agrandara sus lazos de unión, en la filmación de una película que glosara la grandeza del pueblo cubano, como igualmente había hecho Eisenstein con la revolución bolchevique en 1927 con su filme Octubre. Para ello, el director Kalotozov dispuso de un cheque en blanco durante 14 meses de filmación para una película con un tenue hilo narrativo en cuatro historias sin puntos de conexión, más que mostrar la grandeza del pueblo cubano filtrada por los ojos del director de Cuando pasen las cigüeñas. El resultado es visualmente impresionante. Los planos-secuencia son abrumadores –el principio de la película es un único plano que sube por un edificio de varias plantas para luego avanzar a otro y descender, para finalizar bajo el agua de una piscina..., por no citar el espectacular plano de la cigarrería–, pero el resultado global resultó antipático para cubanos y soviéticos. La razón estriba en que Soy Cuba es una película que retrata una realidad desde la óptica del realismo socialista de los años veinte y treinta. En Cuba no se sintieron identificados con los personajes, pues no actuaban como cubanos –son realidades figuradas alejadas de la realidad–, y en la antigua URSS no gustó el tono complaciente con el que se mostraba el capitalismo. Por ello, la película por la que iba a pasar a la Historia Kalotozov en realidad fue su película menos valorada entonces. Ahora, una vez que Coppola y Scorsese quedaran impresionados tras su visionado, ha comenzado una nueva circulación comercial de la cinta, acompañada por un sobrio documental El mamut siberiano, de Vicente Ferraz, que ayuda a comprender los problemas que rodearon a Soy Cuba.
De la realidad argentina tras la fuga de capitales de 2001, pudimos ver la magnífica, desde su maravilloso título, La dignidad de los nadies, de Fernando “Pino” Solanas, la segunda de cuatro películas que proyecta este realizador sobre Argentina en este principio de siglo. Tras su Memoria del saqueo, esta película ofrece un caleidoscopio de retratos de personas que, sólo con su dignidad, están siendo capaces de levantar cooperativas de diverso nivel, y de esta forma ayudar a los que todavía tienen menos que ellos. La diversidad de personajes y de miradas es enorme, y al espectador le llega un mensaje por el cual Solanas busca agitar nuestras conciencias y que no olvidemos; pero, además, que actuemos en consecuencia.
Siguiendo en Argentina, Julio Raffo presentó, acompañado de uno de los encarcelados de la prisión de Caseros, el documental Caseros en la cárcel, un trabajo sobre una cárcel de 1973 que fue vendida como la cárcel más “humana” para los presos políticos, y que acabó siendo una tortura de cárcel. Habitaciones individuales con baño, luz solar y otras prestaciones hacían de esta cárcel un lugar idílico para sus habitantes, salvo por una cosa: como todo se podía hacer en la habitación, la incomunicación era total, lo que produjo numerosos intentos frustrados y logrados de suicidio.
En la Nicaragua sandinista vivió durante casi tres años Kristina Konrad. De sus filmaciones de esos años ochenta nace Nuestra América, que es un regreso desde la Nicaragua actual a la de hace dos décadas visto a través de entrevistas a un grupo de mujeres, madres de familia y trabajadoras hoy, pero que eran jóvenes guerrilleras cuando Kristina las conoció. Ajustándose a lo que pretende –ser un recorrido y una experiencia personal de la directora–, Nuestra América es una mirada más nostálgica que histórica.
En México, el año 1973 marcó el inicio del control de la natalidad. En ese año nacieron los tres protagonistas de 1973, un documental desgarrador pero interesante sobre la juventud mexicana. Un joven pandillero con una gran capacidad de convocatoria, una joven lastrada por las drogas y un joven desarraigado que asesina a su familia son tres parciales retratos de una juventud perdida. De la tercera historia se percibe el dicho aquel de que “si en un esquina ves a un ladrón y en la otra a un policía, vete por la del ladrón”. Tal es la brutalidad de la policía mexicana.
Cineastas en acción, de Carlos Benpar, es un bienintencionado documental sobre la propiedad intelectual de las películas (¿de los productores o de los creadores?). Mientras, El secreto alemán, de Lars Johansonn, es la indagación de una mujer sobre el pasado de su madre, que estuvo encarcelada en Alemania tras el fin de la II Guerra Mundial bajo mando estadounidense.

Sección oficial

Lo mejor de la competición oficial a concurso lo trajo Michael Haneke con Escondido (Cache), y la gran decepción provino de Lars von Trier con Manderlay. Fuera de concurso se encontraron las otras dos joyas: la galardonada con el León de Oro en Venecia, En tierra baldía, de Ang Lee, y la Palma de Oro en Cannes, El hijo, de los hermanos Dardenne.
Escondido (Cache) parte de una premisa concisa: estamos tan a cubierto, nos creemos tan protegidos por una falsa alambrada, que cuando la familia protagonista recibe vídeos en los que se ve su casa desde el exterior, nace el miedo y la reacción encadenada e injustificada. Sin poder recurrir a la policía, puesto que no hay delito, el padre (Daniel Auteuil) reaccionará como un protector frente a la madre (Juliette Binoche) y el hijo, lo que producirá nuevos miedos en la familia. Seca y concisa, consigue siempre que entremos en ella, y un desasosegante estado de ánimo. Si acaso el único pero es que hay una reiteración injustificada de situaciones.
Manderlay, de Lars von Trier, es, literalmente, la continuación de Dogville. Seguimos a Grace hacia la localidad de Manderlay, en donde en una plantación comprueba que la esclavitud no ha sido abolida. Es entonces cuando Grace, ayudada por los gángsters de su padre, quiere poner orden en la plantación. Segunda parte de su trilogía americana, Lars von Trier no consigue lo que obtuvo con Dogville. En ésta, podíamos seguir las peripecias de Grace y extrapolar esa situación hacia una lectura mayor (referida a los Estados Unidos de ahora). En Manderlay, Von Trier insiste tanto en que está hablando de EE UU como metáfora (ya desde las primeras imágenes, un gran plano de EE UU), que él mismo se despreocupa de la narración y la personalización de los personajes, muchos de los cuales no pasan del estereotipo.
La película de Ang Lee En tierra baldía es una bella historia de amor de dos cowboys durante más de dos décadas –entre los años sesenta y los ochenta del siglo XX–. Narrada con la placidez del clasicismo, esa sensación de que no está contando nada pero los detalles son abrumadores y complementan la historia, En tierra baldía es un atrevimiento: un melodrama paisajístico sobre dos vaqueros homosexuales, planteado con enorme inteligencia y cariño hacia los dos personajes (uno de ellos que vive esa no desarrollada pasión como algo que debe quedar en eso, puesto que no está bien visto, y el otro que quiere ir más allá). La realidad es que han de vivir su amor ocultos, mientras ante la sociedad están casados y con familia.
El niño, de los hermanos Dardenne, cuenta cómo Bruno, un pequeño ladrón, y Sonia tienen un hijo. Para Bruno no es nadie, hasta el punto de que principiada la película se produce un hecho brutal: Bruno vende a su hijo. Pero es a partir de entonces cuando la película se hace grande y roza la perfección en muchos momentos. La venta del niño es el principio por el que Bruno ha de tomar conciencia de que no vive sólo para sí. Aunque también es cierto que la neutralidad de los hermanos Dardenne nos ofrece otra lectura: Bruno sigue viviendo sólo pensando en sí mismo, es y sigue siendo “el niño”. La sombra de Pickpocket, de Robert Bresson, planea sobre el alma de esta ejemplar película.

Otras películas a concurso


Sigo comentando otras películas presentadas a concurso. Lo mejor de Mi Nikifor, de K. Krauze, es la personalidad del protagonista, un pintor que vive mendigando interpretado con maestría por una actriz. La espada oculta, de Yoji Yamada, pudiera ser la precuela (*) de la anterior película del director, El ocaso del samurai. De ella nada malo se puede decir, aunque también es cierto que nada nuevo aporta esta historia de tres samuráis perdidos en un nuevo mundo en el que parecen pintar poco. Ping Pong Mongol, de Hao Ning, no es más que una interesante anécdota sin desarrollar: en un pueblo estepario, en un río, aparece una pelota de ping-pong que recoge un niño. La pelotita en cuestión será caldo de problemas para la familia, y de interpretaciones sobre lo que es, de lo más dispares. Kilómetro cero, de Hiner Saleem, es una reivindicación kurda de sus derechos sobre una tierra y su dignidad como pueblo a través de los padecimientos de una familia durante el periodo de Sadam Husein hasta la invasión estadounidense, vista por ellos, con razón, como un alivio. Conversaciones con otras mujeres, de Hans Canosa, es una tontería filmada con la pantalla dividida en dos: acciones y reacciones de una ex pareja reunida por avatares en una boda.
Además de las anteriores, se exhibieron las siguientes. Zona libre, de Amos Gitai, intenta ser un reflexión sobre el diálogo entre judíos y palestinos, con una chica estadounidense de por medio. Pero tengo siempre la sensación con Gitai de que debajo del formalismo de sus imágenes hay bastante poco. Cosecha de hielo, de Harold Ramis, es una poco sorpresiva comedia sobre qué hacer con el dinero que acabas de robar a tu jefe. Sin estar mal, carece de la brillantez de películas del director como Atrapado en el tiempo o Una terapia peligrosa. Por el contrario, La vida con mi padre, de Sebastian Rose, es un filme muy interesante, un retrato sobre dos hermanastros que se han de hacer cargo de un padre que va perdiendo capacidades mentales. Igualmente interesante es Sueños de Shaghai, retrato de una familia enviada por la fuerza a un poblado y cuyo cabeza de familia sólo busca ahorrar para volver a su anhelada Shanghai. Ofrece una historia entre el padre, la madre y la hija mayor realmente cuidada en el marco de una China desgarradora.
Como clausura, se exhibió Feliz Navidad, de Christian Carion, película bienintencionada sobre un alto el fuego que se produjo entre alemanes, franceses y escoceses el día de Navidad de 1914, en pleno frente. Me quedo con La vaquilla, de Berlanga, más divertida y más ácida.
Y el año que viene, tendremos más cine.

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(*) Término que, en crítica de cine, se usa para referirse a que una nueva película cuenta la historia que antecede a la que narra otro filme anterior realizado por el mismo director.

Palmarés del festival

Espiga de Oro: En la cama, de Matías Bize.
Espiga de Plata: El tiempo que queda, de François Ozon.
Premio 50 aniversario: Manderlay, de Lars von Trier, y Escondido, de Michael Haneke.
Premio “Pilar Miró” al mejor director joven: Segundo asalto, de Daniel Cebrián.
Mejor actriz: Krystyna Feldman, por Mi Nikifor.
Mejor actor: Melvil Poupaud, por El tiempo que queda.
Mejor fotografía: Jie Du, por Ping Pong Mongol.
Premio de la FIPRESCI para Feliz Navidad, de Christian Carion.
Premios Tiempo de Historia: Cuadernos de contabilidad de Manolo Millares, de Juan Millares, y La dignidad de los nadies, de Fernando “Pino” Solanas.
Segundos premios: 13 entre mil, de Iñaki Arteta, y El mamut siberiano, de Vicente Ferraz.