Rafael Arias

Seminci 2008.
Demasiadas sombras amenazantes

(Página Abierta, 198, diciembre de 2008)

 

            En esta 53ª edición de la Seminci vallisoletana ha habido unanimidad. Es, que recuerde, la primera vez que sucede, y nadie lo ha discutido. Cualquier asistente, aunque haya sido a una única sesión, ha podido valorar en su justa medida el desastre organizativo de esta edición.

            A mediados de junio el anterior director de la Seminci, Juan Carlos Frugone, mal discípulo de Fernando Lara, abandonaba el cargo de forma inesperada. Parece ser que el motivo era el desacuerdo con la externalización de una serie de servicios. ¿Qué significa esto? Pues que, por ejemplo, la venta de entradas no ha dependido de la organización, sino de una empresa externa, Eulen se llama, o así figuraba en las solapas de los conserjes de la entrada del teatro Calderón. ¿Qué problemas podía traer? A priori, ninguno. La venta de entradas, la correcta entrega de acreditaciones a aquellos que cubrimos el festival, la posibilidad de sacar con antelación entradas para quienes, y son muchos, van a ver el mayor número de películas posible en un par de días, no suponía un gran problema organizativo. ¿Qué ha sucedido? Lo nunca visto. Ya en su primer fin de semana, recién comenzado el festival, la duplicación en la venta de entradas produjo un motín de un público ya harto. Los afectados esperaban una explicación y nadie quiso o supo dársela. Tan solo... que reclamaran llamando al 010.

            Mi acreditación, y la de otro amigo, no estaban el día de nuestra llegada... y nunca supe de ella. Nos dieron un simulacro fácilmente falsificable (sin fotografía identificativa, ni código de barras); la revista diaria que podía recogerse durante la sesión de la noche, en donde aparecía la programación del día siguiente, podías encontrarla... o no; pero eso sí, la respuesta de los pobres trabajadores, que nada conocían de lo que era la Seminci, agravaba el desconcierto: “no hay de eso”, “se ha agotado”, “aparecerá al día siguiente”, o unos ojos desorbitados por respuesta; retrasos en muchas de las sesiones; permitir la entrada una vez comenzada la sesión. Según parece, el miércoles, en una proyección especial de Metrópolis (Fritz Lang, 1924), con un aforo cercano al millar de personas, no más de 400 entradas correspondían a ciudadanos, el resto eran invitados. Cuando el presentador pidió una ovación al Ayuntamiento, la respuesta fue una atronadora pitada.

            ¿Todo ello es culpa del nuevo director, Jesús Angulo? No, sin duda. Es culpa del aparato político, que parece ser que lleva años detrás de liquidar uno de los iconos de Valladolid. ¿Es responsable el director? Sí, puesto que cuando aceptó el cargo sabía de las condiciones que hacen de esta Seminci algo especial. ¿Cuál será el futuro?

Sección Oficial

            Entre lo mejor que ha aportado el nuevo director a esta Seminici es el abandono, casi por completo, de las proyecciones en DVD, o las desastrosas copias de algunas películas de las retrospectivas (este año, Shoei Imamura & Bo Widerberg, Gonzalo Suárez, Ferreri & Azcona, sin duda las tres sugerentes). Igualmente, la mejora en la calidad de los libros de esta edición nos hacen recordar a Fernando Lara y olvidar a Juan Carlos Frugone.

            Pero lo mejor es que en esta edición, sin haber una gran película, sí ha habido una calidad media bastante aceptable. He podido ver prácticamente todas las películas de la Sección Oficial, en detrimento de mi sección preferida, Tiempo de Historia.

            Estómago, de Marcos Jorge, se convirtió, por méritos propios, en una agradable Espiga de Oro. No sé si es la mejor película de la Seminci, pero sí sé que es una sugerente apuesta que juega con un elemento central, la comida, para mezclarse con otros dos, que funcionan como metas, el sexo y el poder. Su primer plano abre claramente un gran paréntesis. Es la boca, describiendo una receta de comida, del protagonista, Raimundo Nonato; el plano final será el del trasero del protagonista, cierre del paréntesis. Entre uno y otro vislumbramos el inicio y el final del aparato digestivo, señalando que mientras todos cagamos lo mismo, no todos comemos lo mismo. Su protagonista, igualmente premiado, es un superviviente, alguien que se adapta al entorno para obtener el máximo provecho y a ello se dedica con encono, amabilidad y muchas dosis de comedia.

            Terriblemente feliz (Frygtelig Lykkeli), del danés Henrik Ruben Genz, es el retrato de una comunidad ante la llegada de un nuevo policía, quien en la medida en que intenta resolver conflictos, hacer bien su trabajo, respetando la ley escrita, es menos aceptado por la comunidad. Sólo se integra cuando decide acatar ciertas normas no escritas. Esta película es una disección estimulante de un microcosmos, pero su mayor virtud fílmica reside en su modestia. Parece pecar de falta de pretensiones, pero bajo esa sencillez subsiste el retrato ambicioso de un universo que es mejor no habitar, un lugar oscuro del que nada escapa al exterior.

            Adoration, de Atom Egoyan, incurre en los efectos de un guionista y director supeditado a una fórmula, siempre interesante y sugerente, pero demasiado reiterativa. En su última película hay temas nada despreciables: la recreación de la ficción y su confusión con la realidad, vista a través de las tecnologías, y sus efectos: el dolor que nace de una educación que se basa en la religión, y cómo un pequeño acto influye en muchas personas. El problema se encuentra en que son tantas las casualidades que han de organizarse en torno a los temas planteados, que la hacen, en muchas ocasiones, inverosímil. Lo mejor se encuentra en la intensidad del retrato del personaje de Sami (Noam Jenkins), sobre el que varía nuestra percepción según conocemos más hechos, desde su presentación como un terrorista musulmán, hasta el plano final.

            Desierto adentro, de Rodrigo Plá. La segunda película del director de La zona se desarrolla en México entre 1926, en plena revolución cristera, y mediada la década de los 40, desde que Elías, convencido de que ha cometido un gran pecado, huye hacia las montañas con sus hijos para construir una iglesia como penitencia, ante un Dios vengativo y cruel. Lo que es un prometedor punto de partida se desvanece bajo una acumulación de largas y monótonas diatribas y reiteraciones. Juan Rulfo escribió cuentos similares en apenas cuatro o seis páginas. Plá yerra en el concepto, y se aleja de la crítica buñueliana de Nazarín (1959) –siempre con los pies en la tierra–, para recrear un microcosmos absurdo. Otra posibilidad hubiera supuesto retratar la insania de la religión mediante la adscripción genérica...  Habría quedado una película gore.

            Flame and Citron, de Ole Christian Madsen, cubre la cuota de cine-espectáculo-a-la-europea-con-argumento-histórico. Narra las vidas reales de dos miembros de la resistencia danesa contra los nazis, dedicados a asesinar a personas concretas, no a salvar a inocentes. Es una película bastante esquemática en cuanto a la definición de los personajes, muy alejada de películas tan desasosegantes como El libro negro (Zwartboek, Paul Verhoeven, 2006), pero constante en su acción, aunque con un desacierto grande. Son tantos los posibles blancos contra los que atenta este comando antinazi, que la tensión se pierde, pues no existe una meta, una gran traca última. Al final, el retrato coral se va desdibujando en favor de los dos protagonistas, encerrados en su propia jaula.

            La mujer del anarquista, de Meter Sehr y Marie Noëlle,  cuenta, en clave de melodrama-río, los avatares de un matrimonio durante la contienda y su posterior exilio, y busca abarcar tanto que no profundiza en apenas nada, a lo que hay que añadir un lastre que observo con frecuencia: todos van demasiado limpios, demasiado arreglados, lo que produce, en mi caso, una losa infranqueable como espectador.

            Los momentos eternos de Maria Larsson (María Larssons Evige Ojeblik), de Jan Troell, es una muestra de buen hacer, de oficio, de saber relatar una historia, la de una familia vista desde el punto de vista de la madre que padece y sufre los avatares de un marido violento, con las dudas de decidir si abandonarlo o no, cuando –hablamos de principio del siglo XX– era poco menos que imposible.

            Lo peor de la película es, a su vez, su mayor virtud. Parece demasiado nórdica. Tiene un ritmo interno tan preciso y una forma de narrar tan minuciosa que puede alargar en demasía ciertos sucesos, pero permite ver, observar, y te conduce emocionalmente con intensidad cuando así lo requiere, sin atosigar nunca.

            La guitarra (The Guitar), de Amy Redford. Ópera prima de la hija de Robert, relata la historia de una mujer a la que dan dos meses de vida. No importa tanto qué cuenta la directora, sino cómo lo cuenta. Me explico: la historia es tan banal, superficial y puede que inverosímil, que se disfruta mucho más en las texturas, en ciertos gestos, en el simbolismo metafórico de ocupar un espacio vacío, el del gran apartamento que alquila para llenarlo de unos objetos que van a estar más tiempo que la protagonista.

            Cerezos en flor (Kirschblüten-hanami),de Doris Dörrie, nos refiere una historia ya vista y vivida de la mano de muchos directores –de McCarey a Tornatore, pero, especialmente, el referente es Yasujiro Ozu y sus Cuentos de Tokyo (Tokyo monogatari, 1952). Relata la historia de un matrimonio que  visita a sus hijos. Él no sabe que su muerte está cercana. Uno de ellos vive en Japón, y allí acabará él, huyendo a su vez de un mundo en el que ya no tiene cabida y no se reconoce. Cuidada en sus emociones, con la búsqueda de una sencillez en su puesta en escena, y eso que el guión contiene muchos giros narrativos, Cerezos en flor es una bella película, pero también una película que no llega tan lejos como lo que propone.

            Retorno a Hansala, de Chus Gutiérrez, es el retrato en toda su crudeza del drama de la inmigración ilegal y de las personas que acaban muriendo en el paso del Estrecho. La directora enfoca el tema desde un punto de vista de una mujer que pierde a un hermano, ahogado en una patera, y viaja con un empleado de pompas fúnebres para regresar a su pueblo de Marruecos y enterrar allí a su hermano. Tras un buen arranque en el que Chus Gutiérrez, cámara en mano, describe la recogida de cadáveres ahogados en la playa de Algeciras, se diluye la trama al desarrollar la historia de los dos personajes principales, mostrando al final un retrato de costumbres, de los lugares de procedencia de los inmigrantes y tratando de explicar, desde un punto de vista sentimental y dramático, las razones que los llevan a abandonar su hogar.

            Más tarde, comprenderás (Plus tard, tu comprenderas),de Amos Gitai, se desarrolla en 1987, cuando era juzgado el genocida Klaus Barbie. Cuenta la historia de una madre judía que nunca ha revelado su ascendencia, ni siquiera a su hijo, y un hijo, éste, que busca obtener alguna información. En el fondo, el retrato preciso que crea Gitai es el de la necesidad de contar para recordar, el de que no hay que avergonzarse ni sentir miedo del recuerdo, y que, con el paso del tiempo, éste se desvanece. Utiliza, para realizar este retrato, una serie de largos planos secuencia orquestados con una compleja y magnífica banda de sonido, jugando en tiempos diferentes, para mostrar en las escenas del presente relaciones causales con la imagen, por una parte, y con el sonido y la música, por otra. Rotunda, ejemplar, es una historia muchas veces contada, pero en este caso su forma es la que provoca la reflexión.

            En Los reyes magos (Kolme viisasta miestä), de Mika Kaurismaki, resuenan ecos de uno de los episodios de Noche en la tierra (Night on Earth, 1991), de Jim Jarmusch, aquel que narraba en Helsinki la historia de tres pasajeros de un taxi, los tres, desgraciados, que se creen los seres más tristes del planeta hasta que el taxista les cuenta su historia. Aquí, Mika elige a tres hombres desesperados, pero nada inocentes (lo que la diferencia del episodio de Jarmusch). Uno de ellos acaba de ser padre y odia que su esposa rusa desconozca las costumbres navideñas finesas; otro está separado y padece un cáncer, se disfraza de Papá Noel para ver por última vez a su hijo; el tercero es culpabilizado por su hijo de la muerte, ese mismo día, de su esposa. Tres historias tristes... hasta que llega una mujer al karaoke donde se encuentran estos hombres y...

            Dr. Alemán, del alemán Tom Schreiber, es una pobre demostración de que no hace falta grandes temas ni extremas tensiones para emocionar, reflexionar, reflejar la realidad, si se quiere. Aquí, el doctor del título es un joven alemán que viaja becado a Calí para trabajar en un entorno violento y hostil. Conocerá a sus compañeros médicos, a la católica familia que le acoge y se relacionará con la gente de los suburbios. Con un arranque prometedor (me refiero a la primera vez que nos internamos en el hospital en donde va a trabajar), su desarrollo cae en lo inverosímil. Ninguno de los espacios en los que se mueve crea la suficiente tensión, pero lo más triste es esa creencia de que basta con reflejar la realidad para que sea creíble en imágenes, y no es así. La realidad, muchas veces, procede de la estilización.

            Una cierta verdad, de Abel García Roure, es un documental sobre la esquizofrenia, vista a través de la experiencia de seis personajes que coinciden en el hospital de salud mental Parc Tlui de Sabadell. El filme es sugerente pero muy desequilibrado. Una de las historias podría dar para un largometraje de hora y media, mientras el resto de la película apenas son esbozos, a veces reiterativos, de enfermos que cuentan delante de la cámara sus pensamientos acerca de la vida y su aceptación de la enfermedad.  

            Villa, de Ezio Massa, era una película que me picaba la curiosidad. Su historia, la búsqueda de tres jóvenes que malviven en una colmena de chabolas, y que buscan un lugar donde poder ver, como sea, el debut de la selección argentina de fútbol frente a Nigeria, en el Mundial de Japón-Corea de 2002, me recordaba a La gran final de Gerardo Olivares, pequeña y deliciosa comedia. Pero en Villa todo es un despropósito porque nada se ajusta a unas reglas, todo queda al arbitrio del director, que decide cuándo y cómo quiere que avance la historia. Efectivamente, sabemos que los tres chicos acabarán viendo el partido, y que la historia no puede terminar bien, pues no hay momentos de respiro ni de esparcimiento que den pie a ello. A esto hay que sumar que el habla de los actores bonaerenses hace necesarios los subtítulos.

            La ventana, de Carlos Sorín, es otra historia mínima, de tintes chejovianos. Una única tarde, apenas más que un personaje, un anciano a punto de morir, el paso del tiempo, el recuerdo. No hay en ello, y es su mejor virtud, nada sustancialmente intenso, un acto que explique una vida, su significado, sino que en La ventana lo que subyace es la vitalidad de un personaje que se apaga, y que recuerda intensamente pequeños momentos.

Tiempo de Historia

            Me cuenta mi amiga Mamen, con siempre buen criterio, que una de las ganadoras en esta sección, El corazón de Jenin, es un magnífico documental. Como no la he visto, ha sido ella quien escribe lo siguiente: «Los alemanes Marcus Vetter y Leon Geller son los directores de El corazón de Jenin, una película documental que cuenta algo “corriente” para quienes viven en situación de guerra: la donación de órganos, y algo menos “habitual”: el hecho de que ese gesto pueda traspasar las fronteras y haga añicos la idea de los “dos bandos”. Lo que en principio se plantea como un reto, un problema religioso o un conflicto de índole política (¿donaría un órgano de su hijo árabe –asesinado por el Ejército israelí cuando sostenía una pistola de juguete en la mano– a cualquier ser humano que lo necesite en ese momento?), se convierte en una lección de convivencia entre pueblos, de negociación, de escucha, de aprender a empatizar y de dar soluciones alternativas a un conflicto intenso y doloroso. Acompañamos a la familia de Ahmed en este camino y en especial a su padre, Ismael al-Chatib, que aprende a convertir el dolor y la desesperanza en algo más útil para sí mismo, para quienes le rodean y para el resto de la sociedad».

            Hollywood contra Franco, de Oriol Porta, es un homenaje al escritor y guionista Alvah Bessie, quien luchó en la Guerra Civil española dentro de la Brigada Lincoln. Es un documental bien construido, pero me sabe a poco. Todo es bastante superficial, las referencias a la censura estadounidense de las películas (el llamado Código Hays y las asociaciones católicas para la defensa de la decencia), que son fundamentales, apenas son citadas, quedando la película en un retrato individual de Bessie, que no es diferente que el de ningún otro combatiente (los momentos intensos acaban siendo percibidos de forma similar en el inconsciente colectivo de los luchadores), y un retrato de la Guerra Civil visto desde el extranjero como una guerra contra el fascismo y una oportunidad perdida.

            Másik Bolygó, de Ferenc Moldoványi, es un desolador abanico de historias con un denominador común: la pérdida de la inocencia infantil en diversas partes del mundo. Aquí se dan la mano una niña sudamericana que vende cigarrillos en mitad de la noche; unos niños africanos que malviven pelando patatas; otros que fabrican ladrillos en Camboya; una niña africana obligada a ejercer la prostitución y que, en los ratos libres, es violada; niños que rebuscan en los vertederos del sudeste asiático y, cómo no, niños soldados. Todo es tan dramático que sólo se puede sobrevivir si nos insensibilizamos, lo que me sucedió. El drama necesita de pausas y aquí no existen. Probablemente, si viéramos cómo estos niños también, ante tanta carestía, juegan y se divierten, la empatía sería mayor y la anestesia no surtiría efecto.

            Arropiero, el vagabundo de la muerte, de Carles Balagué, es el retrato del mayor asesino en serie español. Es un crudo análisis de una personalidad narrado, desde el presente, por los médicos y policías que le trataron cercanamente durante los tres años que estuvieron con él a la búsqueda de los restos que ratificaran la cincuentena de asesinatos que reconoció. Hay un narcisismo en la personalidad del sujeto y en cómo se muestra, pero también hay un estudio de cómo, cuando un asesino se sale del patrón, y éste lo hizo hasta su detención en 1971, el aparato estatal no sabe qué hacer con él. Sin juicio, fue encerrado de por vida hasta su muerte hace apenas diez años. Interesante... pero insatisfactorio.

            Peace Mission, de Dorothee Wenner (Alemania), recrea la ebullición de Nigeria como el tercer país del mundo en cuanto a producción de películas –tras la India y EE UU–, hasta el punto de crearse el nombre de Nollywood, para citar la procedencia de sus películas. Sugerente, plantea una cuestión vital. Afirman en este documental que lo que más importa en sus películas es la palabra, porque la tradición oral nigeriana implica que todo se verbaliza y se reitera; por eso, en las películas se cuenta y se repite lo que se ve. En Europa, una película nigeriana nos parecería poco comprensible en cuanto a su reiteración. ¿Qué pensarán ellos de una película como cualquiera de las antes reseñadas?

Palmarés

            Espiga de Oro: Estómago, de Marcos Jorge (Brasil-Italia).

            Espiga de Plata: El frasco, de Alberto Lecchi (España-Argentina).

            Premio Especial del Jurado: Retorno a Hansala, de Chus Gutiérrez (España).

            Premio Pilar Miró al Mejor Nuevo Director: Marcos Jorge por Estómago (Brasil-Italia).

            Premio al Mejor Guión: Henrik Ruben Genz y Gry Dunja Jensen por Terriblemente feliz (Frygtelig Lykkelig) (Dinamarca).

            Premio al Mejor Actor: ex aequo para Joao Miguel por Estómago (Brasil-Italia) y Unax Ugalde por La buena nueva (España).
           
            Premio a la Mejor Actriz: Maria Heiskanen por Los momentos eternos de María Larsson (María Larssons Evige Ojeblik) (Dinamarca-Finlandia-Noruega-Suecia).

            Premio a la Mejor Música: Kare Bjerko por Terriblemente feliz (Frygtelig Lykkelig) (Dinamarca).

            Premio a la Mejor Dirección de Fotografía: Mischa Gavrjusjov y Jan Troell por Los momentos eternos de María Larsson (Maria Larssons Evige Ojeblik) (Dinamarca-Finlandia-Noruega-Suecia).

            Espiga de Oro al Cortometraje: ¡Cuidado con el hacha! (Careful With That Axe!), de Jason Stutter (Nueva Zelanda).

            Espiga de Plata al Cortometraje: Hace tiempo pasó un forastero, de José Carrasco (España).

            Premio Especial del Jurado: El hombre de la nota (Tek Notalik Adam), de Daghan Celayir (Turquía).

            Premio UIP Valladolid: “A” de Asesinato (Lägg M För Mord), de Magnus Holmgren (Suecia).

            Espiga de Honor: Elías Querejeta y Carmen Maura.

Sección Tiempo de Historia

            Primer Premio: ex aequo para 33 Días (33 Yaoum), de Mai Masri (Líbano), y El corazón de Jenin (Das Herz Von Jenin), de Marcus Vetter y Leon Geller (Alemania).
           
            Segundo Premio: ex aequo para Viaje a Asia: La búsqueda de la armonía (Trip to Asia-Die Suche Nach Dem Einklang) (Alemania) y Hollywood contra Franco, de Oriol Porta (España).

            Premio Especial del Jurado: Haroldo Conti, Homo Viator, de Miguel Mato (Argentina).

Premio del Público. Punto de encuentro

            Premio La Noche del Corto Español: Gentuza, de Javier Betolaza.
Premio al Mejor Cortometraje Extranjero: Toma 3 (Take 3), de Roseanne Liang (Nueva Zelanda).

            Premio al Mejor Largometraje: Íntimos y extraños, de Rubén Alonso (España).

            Premio FIPRESCI: La ventana, de Carlos Sorín (Argentina-España).