Rafael Arias Carrión
Seminci 2011. El año del  copago
(Página Abierta, 217, noviembre-diciembre de 2011).

En los últimos años de la Seminci habíamos podido comprobar cómo la crisis afectaba al festival vallisoletano. Se redujeron los días de duración, pasando de nueve a ocho, y este año a siete. La externalización de algunos servicios produjo ajustes, siempre a costa de una pérdida de cuidado por los detalles que habían tenido los organizadores hacia los periodistas y hacia el público. Las camisetas desaparecieron como obsequio, los libros publicados durante la edición pasaron de ser un regalo a tener que abonar la mitad de su precio y obtener gratis uno de ellos junto al catálogo. Hasta aquí todo era razonable dentro de un contexto de crisis y reestructuración para que el festival pudiese sobrevivir.

Pero nadie se esperaba que la edición de 2011 tuviera como preámbulo una noticia que a más de uno indignó, una vez que nos la creímos, tras pensar que era un error. Se nos pedía a todos los periodistas que íbamos a cubrir el festival una tasa de 30 euros. Es decir, pagar por desarrollar nuestro trabajo.

A las consabidas secciones oficiales –Tiempo de Historia, Punto de Encuentro, Spanish Cinema–, este año Suecia era la invitada de honor y se reconocía a este país en su filmografía más reciente, mostrando una variedad de trabajos que van mucho más allá del drama trascendente con nieve de por medio. Por suerte, Suecia es mucho más que Bergman.
La inauguración de esta edición corrió a cargo del inclasificable, irregular y siempre interesante cineasta italiano Nanni Moretti. Su última película, Habemus papam, retrata el momento en que un cardenal es elegido máximo pontífice de la Iglesia católica. Desde ese instante sufre un estado de indecisión que le conduce a huir del Vaticano y recorrer las calles romanas. Este apartado, el más interesante de la película, cuenta con un Michel Piccoli en el papel de papa electo. Y quien debe ser el sol de de la cristiandad, cae en un estado de duda continua, confrontada con otra parte menos interesante en la que un psicólogo, el propio Moretti, trata de apaciguar los ánimos de los compañeros cardenales y los hace pasar el tiempo jugando al voleibol, un deporte donde se salta hacia arriba y se mira al cielo.

La mayor virtud de Habemus papam es la mayor virtud de Moretti, que es la de no caer nunca en la caricatura; pero, a la vez, muchas de sus películas, como su anterior e inédita en España Il Caimano (2006), retrato indirecto de Silvio Berlusconi, son películas que dejan en el espectador un regusto a que se podía haber ido un poco más allá y ser más crítico, más cínico, y también más entretenido.

            Dos de las mejores películas de esta edición las firman cineastas veteranos que ya obtuvieron el máximo galardón en anteriores ediciones. Me refiero al cuento optimista presentado por los hermanos Dardenne y que tiene el título de El niño de la bicicleta, y a la romántica Amor bajo el espino blanco, dirigida por uno de los mejores cineastas del último cuarto de siglo, el chino Zhang Yimou.

El niño de la bicicleta retoma un tema afín a sus directores, el retrato de la dificultad y la superación, de las segundas oportunidades. Un niño sin padre conoce a una mujer que lo acoge. De esa unión nacerá una historia materno-filial de compromiso y aprendizaje que romperá muchas de las barreras que presuponemos al principio de la película. Optimista sin olvidar el realismo, esta película resulta conmovedora por sus principios éticos, y es, además, capaz de embriagar de emoción por su sencillez.

La película de Zhang Yimou es una historia de amor entre dos jóvenes inmersos en la revolución cultural china, en la que estuvo el mismo director y de la que tan nefastos recuerdos tiene. Es una historia de amor y compromiso, pero en la que las dificultades muchas veces oprimen a la joven pareja. La coloración, la puesta en escena, la interpretación fluyen en perfecta armonía para crear un estado placentero en donde el amor parece que siempre puede romper barreras. Pero siempre hay alguien, esa mano oscura, capaz de fastidiar la vida al prójimo...

Quizá una de las películas que, a priori, más me ponían en su contra fue Medianeras. Me equivoqué y resultó una película que conseguía muchos de sus propósitos sin caer en algo muy argentino, que es el retrato de bonaerenses que se autoinmolan a través del psicoanálisis. En muchas películas argentinas la verborrea se mezcla con la falta de autoestima, bien individual, colectiva, incluso nacional. Así comienza Medianeras, comedia con ribetes melodramáticos en la que sus dos personajes principales viven en la misma calle sin conocerse, y eso que comparten muchos hábitos depresivos. Son solitarios en la multitud. Tienen gustos similares, trabajan mucho tiempo en casa, que se convierte en mucho más que un hogar, un refugio, el único espacio que controlan.

Como espectadores deseamos que se conozcan, al fin y al cabo son simpáticos, caen bien, los comprendemos por sus múltiples taras, aunque parezca que solo son eso. Sabemos que van a conocerse, pero la mayor virtud de Medianeras es que, desde el momento en que están puestas las cartas sobre el tapiz, su director y guionista, Gustavo Taretto, se olvida de la sobreexplotación de la palabra y deriva hacia un discurso en donde la imagen va tomando mayor calado, hasta obtener, mediante imágenes simbólicas, toda una representación del deseo de una persona por salir afuera y conocer a otras.

Siempre me han fascinado las películas sobre profesores, sobre la educación. Por eso, una película como Profesor Lazhar tenía muchas cartas a su favor. Una vez que salí de la sala no me había defraudado. El retrato de este profesor que aparece en un colegio para ocupar la vacante que se produce cuando una profesora se ahorca, es de una aparente sencillez. El discurso sobre la educación se centra en algo tan básico como el sentido del deber y de la obligación, y por encima de todo, la necesidad y responsabilidad de utilizar el sentido común. Lazhar lo tiene y lo ejerce en cada momento. El encanto de Lazhar en un trabajo que no es su profesión retrata la complejidad del ser humano. Lazhar es un emigrante argelino en Canadá que “necesita” un trabajo para poder subsistir, para ser declarado refugiado sin tener que ser deportado a Argelia, donde fue perseguido y donde fueron asesinados su mujer y sus hijos.

Menos interés tiene la interminable In Darkness, de la directora polaca Agznieska Holland. Ambientada en la ocupación polaca por parte de los nazis durante la Segunda Guerra Mundial, Holland busca la redención del protagonista a través de su decisión, de su toma de partido, cuando comprueba que ha de hacerlo, que no vale estar en medio. Un ladrón de poca monta saca provecho en tiempos duros escondiendo en la red de alcantarillado a grupos de judíos.

A pesar de ser una mínima película y de no tener un ápice de originalidad, Hermanos, de Mika Kaurismaki, se deja querer. Quizá porque aprecio mucho la obra de su hermano pequeño, Aki, director, entre otras, de la insuperable Nubes pasajeras (1996); quizá porque aprecio la verborrea incontenible de los personajes de Mika tanto como el prolongado silencio de los personajes creados por su hermano Aki; quizá porque, en realidad, es una película realmente pequeña: rodada en seis días, con un presupuesto poco más allá de lo escueto. Sin duda es agradable de ver porque contiene un retrato de unos hermanos y su progenitor que no es original, pero que sí consigue que cada personaje tenga su pequeña parcela de simpática crueldad; son seres de carne y hueso.

Originales en sus planteamientos pero muy desiguales en sus resultados, se encuentran La conquista, del realizador francés Xavier Durringer; The Guard, del irlandés John Michael Mcdonough; Starbuck, del canadiense Ken Scout; Hasta la vista, de Geoffrey Enthoven; mientras Restauración, del israelí Joseph Madmony, resultaba pretendidamente artificiosa, y la española El perfecto desconocido, de Toni Bestard, revelaba un desconocimiento del tempo narrativo que la hacía naufragar.

La primera de ellas, La conquista, es un retrato en clave de metaficción política del actual presidente francés Nicolas Sarkozy. Si buscaba la crítica, como lo hicieron en su día Michael Moore con Fahrenheit 9/11 o Nanni Moretti con Il Caimano, se quedó en sátira condescendiente; si buscaba la cercanía, solo consigue la gelidez. Aunque sí contiene detalles interesantes.

El punto de partida de Starbuck es hilarante. Un cuarentón que sigue viviendo en la adolescencia ha de tomar decisiones personales cuando su novia queda embarazada. A la par, descubre, por una negligencia hospitalaria, que en su juventud donó esperma y fueron fecundados con éxito más de 500 óvulos. Aunque no es muy imaginativa ni  consigue divertirnos en todo momento, sí logra ser una comedia con bastante optimismo sobre la responsabilidad, sobre la necesidad de crecer, tema muy común, por cierto, en las comedias estadounidenses del último lustro.

La ganadora de la Espiga de Oro fue Hasta la vista, que no es, ni de lejos, la mejor película de esta edición. Pero sí es una cinta desinhibida, un reflejo de la integración de tres jóvenes discapacitados que adoran el vino y que deciden realizar un viaje enológico en España para, en segundo término, disfrutar del vino y, en primer término, perder la virginidad. Con semejante premisa, difícil es aburrir, y Hasta la vista es una película cómoda de ver, complaciente, divertida y desprejuiciada, lo cual es mucho.

Restauración es una historia, en principio curiosa, por el lugar en que se desarrolla: un taller de restauración de muebles antiguos, donde aparece un piano singular que puede sacar a flote un negocio al que estos tiempos de usar y tirar no ayudan. Hasta aquí el interés de la película, a la que salvan las breves pinceladas del amor que imprimen los dedos de un restaurador cuando se enfrenta a un piano al que, como si fuera un médico, ha de diagnosticar. El resto del filme es un conflicto entre hermanos sobre lo que han de hacer con el negocio, con el piano... 

Afirmar que El perfecto desconocido es un quiero y no puedo, es ser poco justo. En los créditos de esta película aparece el director de un notable film español, Yo. Me refiero a Rafa Cortés, quien conseguía entonces que un extraño mirara de frente a una sociedad desconocida. En esta nueva cinta, otro extraño, que no habla español pero que casi nadie lo nota, pues es poco hablador y los personajes con los que se cruza son muy parlanchines, se encuentra con una serie de personajes tan singulares como irreales –parecen más zombis que humanos–, a los que no podemos más que juzgar como seres de otro planeta.

Quería finalizar estos comentarios con una de las películas proyectadas en Tiempo de Historia. Me refiero a Los ojos de la guerra, de Roberto Lozano. Por sus imágenes pasan un variopinto grupo de reporteros de guerra. Nos narran de primera mano las dificultades, en estos tiempos de crisis, de poder vender sus imágenes, trabajando como free lance. También se refleja la censura con la que tropieza el reportero de guerra, quien no es visto como amigo por nadie; su trabajo se vuelve más inhóspito y se encuentran con la imposibilidad de que las agencias quieran imágenes de conflictos que consideran que no son noticia. Todos ellos conocen el peligro de su trabajo, pero lo aman por encima de todo. Son admirables, pues creen en su responsabilidad como informadores, creen que el periodista debe  estar allí donde se le necesite, aunque las agencias no compren sus imágenes. Pese a todo ello, miran con optimismo el futuro; hay otros cauces, desde los individuales, como los videoblogs, hasta la enorme variedad de medios que difunden imágenes en Internet.

Los ojos de la guerra cuenta con un material excepcional. Muchas de sus imágenes, formadas por material de primera mano cedido por los reporteros (imágenes bajo fuego cruzado, reporteros que viajan al lado de un carro de combate), han sido prestadas para componer este loable trabajo. David Beriain, Sergio Caro, Hernán Zin, Mikel Ayestarán, Gervasio Sánchez, Ramón Lobo, Javier Bauluz son algunos de los reporteros que creen en la obligación de informar y en la necesidad de mantener a toda costa su neutralidad.

Poco más que contar. Tras muchos años de Seminci, las cosas cambian y hay personas que desaparecen. Me enteré de que Tino, maestro de los huevos fritos, se había jubilado. Bien por él, mal por los que nos quedamos sin poder saborear lo que nos ofrecía siempre que nos veía: una ensalada, un poco de colesterol en forma de lomo y chorizo y uno o dos huevos fritos. Nada más tenía, nada más ofrecía. Su local, siempre lleno. __________________________
Palmarés de la Seminci 2011

· Espiga de Oro: Hasta la vista, de Geoffrey Enthoven (Bélgica).
· Espiga de Plata: Las nieves del Kilimanjaro, de
Robert Guédiguian (Francia).
· Premio “Miguel Delibes” al Mejor Guion: Profesor Lazhar, de Philippe Falardeau (Canadá).
· Premio al Mejor Actor: Ken Scott, por Starbuck (Canadá), y John Michael MacDonagh por El guardia (Irlanda-Reino Unido).
· Premio a la Mejor Actriz: Zhang Yimou por Under The Hawthorne Tree (China).
· Premio a la Mejor Dirección de Fotografía: Andrea Arnold por Cumbres borrascosas (Reino Unido).
· Premio Especial del Jurado: Circunstancia, de
Maryam Keshavarz (EE UU-Irán-Líbano-Francia).
· Premio “Pilar Miró” al Mejor Nuevo Director: De tu ventana a la mía, de
Paula Ortiz (España).