Rafael Poch
Horizonte ucraniano
(http://blogs.lavanguardia.com/berlin/horizonte-ucraniano-98704).

Hasta el más iluso activista de cualquier movimiento social europeo comprende ahora el misterio de lo que se ha visto en Kiev: Si la causa es “justa”, se puede ocupar más de media docena de edificios y sedes ministeriales en el centro de la capital, varias sedes regionales del Gobierno, organizar escuadras paramilitares, presentar una fuerte resistencia física ante los antidisturbios, matar incluso a dos agentes y ganarse el aplauso de la Unión Europea y hasta conseguir resultados: la dimisión del Gobierno, cancelación de las leyes antidisturbios, una amnistía y quién sabe si elecciones anticipadas.

Revolución bendecida por la troika

Las batallas campales son allá “valientes y pacíficas manifestaciones”. Las autoridades, y no los ciudadanos, “deben renunciar a la violencia” y derogar “las leyes que limitan las libertades y derechos” y sus reivindicaciones deben ser escuchadas (Merkel et Bruselam dixit). Y del dicho al hecho: a lo largo de dos meses, una treintena de políticos polacos, alemanes, europeos y americanos han hecho acto de presencia en la plaza de Kiev, aleccionando al Gobierno local y predicando la buena nueva a “un país que quiere ser europeo y no ruso”, en palabras del agudo senador John McCain.

¿Comienza una nueva época? ¿Veremos a políticos rusos, bielorrusos y ucranianos llamando a la huelga general en Atenas, coreando el “no nos representan” en la Puerta del Sol o aplaudiendo a quienes lanzan botellas incendiarias a la policía en el Ocupy Frankfurt? Absurda comparación, sin duda, la que el presidente Putin sugería el martes en Bruselas. Este es un mundo desigual: imperio y colonia, señores y vasallos, centro y periferia. La Unión Europea no reconoce ni las formas diplomáticas, ni la soberanía nacional, ni la más elemental equidad entre sus miembros. Eso ya lo sabían en las plazas españolas, griegas o portuguesas. ¿Cómo vamos a comparar el capitalismo oligárquico ucraniano con las democracias occidentales y sus “valores europeos”?

Cuando se trata de Ucrania, todo es posible para el pueblo indignado. Ese es el verdadero espejo que Ucrania ofrece a los movimientos sociales en Europa. Hasta tomar por asalto el Palacio de Invierno es legítimo. Todo con tal de impedir “el intento de implantar un gobierno autoritario y el regreso a la órbita imperialista de Rusia”, lo que “representa un peligro para la UE, su integridad moral y quizá institucional”, señala el correspondiente manifiesto de intelectuales suscrito por los habituales defensores del “intervencionismo humanitario” de la OTAN de Londres, París y Varsovia: Timothy Garton Ash, Mark Leonard, Andre Gluksmann, Bernard Kouchner y demás.

Entre Belgrado y Atenas

Kiev se encuentra estos días en unas coordenadas situadas entre el Belgrado de los meses de septiembre y octubre del año 2000, cuando una revuelta inducida desde el exterior y orquestada desde la OTAN derribó a Milosevic, y la actual Atenas de las protestas contra la troika europea y la involución neoliberal, que no es otra cosa sino un hermano mayor y pariente directo del capitalismo oligárquico postsoviético.

Lo primero, porque impedir la integración de Rusia en su espacio tradicional es un vector fundamental de la política occidental desde el mismo momento en que se disolvió la URSS. Impedir que la integración ya en marcha de Rusia, Bielorrusia y Kazajstán se extienda a otros países como Ucrania, Armenia y Moldavia equivale a un “intento de resucitar la URSS”. Tal como la secretaria de Estado norteamericana Hillary Clinton dijo en diciembre de 2012, “Estados Unidos no va a permitir la refundación de una nueva versión de la URSS bajo el pretexto de una integración económica creada bajo la coacción de Moscú”. Pero si aquello es imperio, ¿qué nombre le damos a la integración sufrida por la Europa del Este, los países exsoviéticos, y desde hace poco, hasta el sur de Europa, entre el sonriente diktat de Bruselas/Berlín, que presenta a Ucrania ofertas de asociación sin la más mínima posibilidad de discrepar ni de negociar absolutamente nada? ¿Es verdaderamente esta Unión Europea regida por los tres principios de la Constitución teutona (Autoridad, Austeridad, Desigualdad) un club de iguales?

Lo segundo, porque el vector popular ucraniano quiere un cambio hacia una sociedad menos corrupta e injusta –y ahí Rusia no puede ser modelo– que no se diferencia en su impulso ético esencial de la que pueda haber en Atenas o en el 15-M español. En Kiev, rechazar el sistema oligárquico, que en su presente versión tiene muchas más conexiones con Moscú que con Bruselas, significa rechazar la influencia rusa. Ese sentimiento tiene, además, una fuerte carga nacional independentista en la mitad de Ucrania, en aquellas partes del país que en el pasado pertenecieron a Polonia y el Imperio austro-húngaro y que a la hora de elegir entre sus dos poderosos vecinos, siempre eligieron a los occidentales. La última vez que se presentó la ocasión, Galitzia (Lvov, Ivano Frankovsk, etc.) prefirió a Hitler antes que a Stalin. Pero eso es solo el cuadro identitario de la mitad de Ucrania, e incluso menos de la mitad. En la mayor y más poblada parte del país, las regiones del sur y del este, al final prefirieron a Stalin antes que a Hitler.

Consenso o caos

La revuelta antioligárquica ucraniana puede tener base social en el conjunto del país, pero en su componente nacional antirruso, la nación se divide. Ucrania ha convivido con esa identidad nacional plural, con ese corazón partido, de forma ejemplar hasta el día de hoy desde la misma disolución de la URSS. Esa convivencia ha sido consecuencia de un consenso razonable entre todos los ucranianos. La extraordinaria marcha atrás efectuada esta semana por la Rada (parlamento) de Kiev sobre las leyes antidisturbios y lo que seguramente seguirá, con votaciones casi unánimes, refleja ese buen sentido. Si la amalgama ucraniana de revuelta libertaria contra la corrupción y la oligarquía, y pulso geopolítico entre Occidente y Rusia, pierde de vista ese equilibrio básico, el país puede entrar en una caótica deriva extremadamente peligrosa.

Curiosamente, este factor se comprende instintivamente mucho mejor en Moscú –donde el fantasma de una revuelta social similar en Rusia genera escalofríos en un establishment que tiende a ver conspiración y no concibe la autonomía social– que en Bruselas o Berlín, donde no parecen entender lo más básico, a saber: que apostar por un maximalismo que rompa ese equilibrio esencial de Ucrania abre el mismo escenario irresponsable y criminal que en los años noventa echó leña al fuego de la sangrienta implosión yugoslava.

En Ucrania ni el cambio de régimen ni el cambio de sumisión geopolítica son posibles sin un gran derramamiento de sangre. Ha sido un verdadero milagro que en la caótica amalgama de grupos de extrema derecha militarmente organizados, robustas escuadras ciudadanas, oscuras financiaciones no gubernamentales, bandas de lumpen y matones parapoliciales de civil trabajando en conjunción con las fuerzas especiales antidisturbios, solo se hayan registrado seis muertos, algunos de ellos tan confusos que se atribuyen a una “tercera fuerza” que tanto puede situarse al servicio de un bando como del otro.

Pero este milagro no va a ser eterno, porque privado de un acuerdo básico razonable, el horizonte de la protesta no es ni la revolución ni el cambio de régimen, sino la smuta, el turbulento caos de la historia eslava-oriental, que en Ucrania tuvo siempre figuras mucho más simpáticas y libertarias que en Rusia, lo que a fin de cuentas afecta poco a su resultado siempre violento, caótico e inestable por poco duradero.

A un lado hay una oposición sin programa ni líderes que en el mejor de los casos representa a la mitad occidental del país y cuenta con el apoyo de polacos, alemanes y norteamericanos. Esa escena la ocupa una troika formada por tres personajes: el exboxeador Vitali Klishkó, un hombre rico y sin experiencia que ha sido potenciado desde Berlín por la canciller Merkel y la fundación Konrad Adenauer; el economista Arseni Yatseniuk, exgobernador del Banco de Ucrania y partidario de las recetas económicas de la UE y del FMI, y el neofascista Oleg Tiagnibok, jefe del partido Svoboda. Esa mezcla de derechistas y magnates no representa un cambio real para la situación social del país, una de las peores de Europa. Su único mérito es geopolítico: que encarna la apuesta de la Unión Europea y de Estados Unidos y las inversiones en “sociedad civil” realizadas en el país desde hace más de veinte años vía sus servicios secretos y organizaciones “no gubernamentales”. El control que este trío tiene de la calle es discutible.

Al otro lado, un Gobierno desprestigiado y titubeante confrontado a una protesta que se crece ante la evidencia de sus escrúpulos y vacilaciones. “No muchos países tienen unas fuerzas de seguridad que toleren este tratamiento en una situación similar”, ha dicho significativamente el expresidente Leonid Kravchuk. El actual presidente, Viktor Yanukovich, es, sin duda, un hombre entre presionado y apadrinado por Moscú, representante de los magnates del este del país y desprestigiado. Las defecciones en su campo son manifiestas. La población de Ucrania sudoriental, donde Yanukovich tiene sus bastiones, no debe estar muy motivada por el presidente, desprestigiado ante unos por débil y pusilánime, ante otros por la corrupción familiar que le rodea, y ante la mayoría por ambas cosas.

Por todo eso, por la debilidad de ambas partes, lo más probable es que esta crisis se salde con uno de esos compromisos que no contentan a nadie, ni a los ucranianos ni a las “terceras fuerzas” subterráneas en presencia. Pero la alternativa a ese escenario sería aún menos estable y, seguramente, mucho más sangrienta. Ucrania necesita, en sus dos grandes vecinos, estímulos que moderen su crisis interna, no que la exacerben. Respecto a los ucranianos, si se les deja solos, lo más probable es que lleguen a un acuerdo de mínimos razonable.

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Rafael Poch es corresponsal de La Vanguardia en Berlín.