Rafael Ruzafa

La manifestación del pan de 1854 en Bilbao:
150 años de protesta obrera

(Hika, 160 zka. 2004ko azaroa)


Encaja mal para un panegírico de las luchas obreras y populares, tal como se han venido entendiendo, la conmemoración de un acto que tuvo lugar hace 150 años. De qué movimiento obrero estaríamos hablando en el País Vasco, sin apenas fábricas en funcionamiento ni minas con centenares de braceros. De qué espíritu de lucha, si la I Internacional, que introdujo el ideal de emancipación en algunos sectores de trabajadores, aún esperaría hasta 1870 y sólo en las capitales. El socialismo de la II Internacional de los Perezagua y Carretero hizo su aparición pública el domingo cuatro de mayo de 1890 en Bilbao y la zona minera vizcaína.

El esfuerzo principal de esa especie tozuda que somos los historiadores profesionales, en contraposición respetuosa a los aficionados al pasado, consiste en sentar las bases de procesos históricos. Los acontecimientos no caen del cielo, y los movimientos sociales tampoco. Las huelgas o los motines nunca se elaboraron sin organización y convicción, del tipo que sean. Nuestro conocimiento del movimiento obrero vasco, aunque a veces parezca lo contrario, es bastante limitado todavía. De las continuidades previsibles entre militantes de la I y II Internacionales apenas mascullamos hipótesis. Sabemos en cambio de otras conexiones genéricas, las que nos llevan aquí y en toda Europa al mundo de las artes y oficios urbanos.

Oficios tradicionales como los carpinteros y zapateros y oficios nuevos como los tipógrafos y los mecánicos. En contacto con los cambios introducidos desde principios del siglo XIX por el liberalismo y el capitalismo, esos oficios reinterpretaron sus vínculos corporativos y se acercaron a los discursos de emancipación y finalmente a las organizaciones de clase. No eran los trabajadores que había imaginado Marx, asalariados en factorías, que sólo se implantaron en el País Vasco de la mano de la segunda industrialización, a finales del siglo XIX. Estamos en otra fase, la denominada fase artesana del movimiento obrero. Por ahí adquiere interés la manifestación que la tarde del lunes 20 de noviembre de 1854 se presentó ante el ayuntamiento de Bilbao en la Plaza Vieja, que hoy ocupa en parte el Mercado de la Ribera, reclamando la reducción del precio del pan.

En apariencia el método se emparenta con el repertorio antiguo, o primitivo, de protesta, que llegó a interpretarse como espontáneo y efímero para las relaciones sociales. No se trata de un simple motín en el curso de una crisis de subsistencias. En primer lugar, porque le precedió otro suceso similar en Vitoria el once de agosto. Y en segundo, y más importante, porque en el País Vasco no había constancia historiográfica de estos acontecimientos. Difícilmente podían valorarse en términos históricos. El modelo aparente se relacionaría con las machinadas, y en concreto con la última en Bilbao, la zamacolada de 1804. No somos expertos en ese período, pero intuimos que hay algo más que una explosión de ira popular contra autoridades consideradas ilegítimas que persigue una vuelta a las condiciones sancionadas por la costumbre. Como si la costumbre y la tradición se refirieran siempre a lo mismo y se interpretaran igual por todos los actores sociales.

En lo que toca a 1854 hemos evitado la denominación de motín, la que le otorgaron sus detractores, y preferido la de manifestación, que hicieron suya sus promotores. La diferencia va más allá de las meras connotaciones, porque lo que pretendemos es retrasar la fecha de nacimiento del movimiento obrero en el País Vasco hasta 1854. Con los matices pertinentes, porque es obvio que los protagonistas miraban (cuándo no) hacia atrás. Pero sí en el sentido de que distintos grupos obreros y sólo obreros concertaron una actuación que tenía por objetivo influir en decisiones de los poderes públicos de cara a la obtención de mejoras en la condición de las clases populares.

El pan era un producto básico en la dieta de las clases populares y trabajadoras. Su carestía, relacionada tanto con las cosechas como con la comercialización, resultó un azote periódico para los sectores menos acomodados hasta la llegada masiva de granos transoceánicos a finales del siglo XIX. La cuestión era muy sensible, apta para quien quisiera pulsarla. Desde finales de 1853, el ayuntamiento bilbaíno forzó precios políticos en la panadería del hospicio o Casa de Misericordia, que todavía se encontraba en el barrio de Achuri. Tras la llegada al poder del partido progresista en julio de 1854, el ayuntamiento se renovó con electos próximos al partido de Espartero. La oportunidad política, en los meses de asentamiento de la nueva situación, era magnífica.

Constituido definitivamente el ayuntamiento en noviembre, una de sus primeras decisiones, el jueves 16, fue el aumento de los precios del pan de 2ª y 3ª clase en aquella panadería. Lo justificó con la deuda acumulada por ese motivo. El pan de 3ª pasó de 14 a 16 maravedís/libra, y el de 2ª de 18 a 20. El pan de primera no sufrió alteración de precio y se mantuvo en 24 maravedís/libra. Ese cuartillo, los cuatro maravedís de diferencia constante entre la 2ª y 3ª clase, encierran un valor social enorme en el seno de las clases populares. Los artesanos consumían pan de 2ª, que en Bilbao se consumía en mayor cantidad que el de 3ª. Por eso las reclamaciones se refirieron a ambos y dejaron de lado el de primera.

El lunes 20, según el acta municipal, grupos “reunidos en bastante número reclamaban a gritos la baja del precio del pan, queriendo penetrar hasta la casa consistorial cuya segunda puerta de hierro fue preciso cerrar para contener un atropellamiento; y como quisiera que el desorden y griterío tomó bastantes proporciones, se indicó que pasara una comisión de cuatro o seis individuos de los agolpados”. Estas indicaciones no profundizan en la identidad de los concentrados ni de los comisionados. Por la sentencia posterior del juez de primera instancia de Bilbao sabemos que ocho hombres entraron y exigieron el retorno a los anteriores precios del pan.

La demanda de rebaja no se limitaba a la panadería del hospicio, sino que se extendía a todos los fabricantes de la villa. El ayuntamiento accedió “en semejantes circunstancias consideradas las consecuencias que podrían seguirse, los pocos medios materiales con que la autoridad podía contar en aquellos instantes para hacer que se cumpliese si mandaba otra cosa y que debía ponerse término a un conflicto”. Se difundió un pregón con las nuevas. “Se llamó a los principales panaderos del pueblo a quienes se hizo conocer lo dispuesto, para que vendiesen el pan al precio fijado, con la inteligencia de que la villa les cubriría el déficit”, sigue el acta del ayuntamiento del mismo día 20.

En los siguientes días el ayuntamiento, que se encontraba también atendiendo un brote colérico en el arrabal de Bilbao la Vieja, limitó la subvención al pan de 3ª clase. La decisión dejaba fuera los artesanos, pero más aún la que restringió los precios populares a los inscritos en un listado elaborado de urgencia en que se incluyó “a los vecinos menesterosos, jornaleros y familia que cada uno tenga”. Los artesanos poseían otra imagen de orgullo y reconocimiento. La subvención, en cualquier caso, se suprimió a mediados de enero. En paralelo, desactivada la protesta, las autoridades municipales se preocuparon de la defensa de la casa consistorial con piquetes de miqueletes, carabineros, guardias civiles y vecinos honrados. El capitán general de las Provincias Vascongadas movilizó desde Vitoria a una compañía de infantería del regimiento de Zaragoza, que se alojó en el cuartel de la Encarnación. Los sucesos no se repitieron. Había llegado la hora de la represión, en la que participaron el juzgado de primera instancia y el gobierno civil.

En el Boletín Oficial de la Provincia de Vizcaya del 30 de noviembre los operarios de los astilleros tradicionales de Ripa y Olaveaga, jurisdicción todavía de la anteiglesia de Abando, se reconocieron ante el gobernador civil como participantes y le trasladaron “la suma extrañeza que nos ha causado la interpretación violenta e infundada que algunos han querido dar a nuestra presentación a la autoridad solicitando la rebaja en el precio del pan”. En su respuesta, el gobernador Ramón de Salazar les recriminó la reunión tumultuosa pero aceptó su buena fe. “No esperaba menos de vosotros, hijos del pueblo cuya manutención depende esencialmente del orden público y de la libertad de industria y del comercio”, aseguraba. El intercambio de puntos de vista incluía sutiles diferencias en la percepción de la legitimidad para la protesta.

Los trabajadores de los astilleros, en buena parte artesanos en los ramos de la madera y el metal, no fueron encausados por sedición. Tan discutible honor correspondió a otros trabajadores, al parecer los organizadores de la movilización y quienes les acompañaron en la comisión ante las autoridades municipales. Se trata de cinco zapateros, un ebanista, un entallador, un carpintero, un clavetero, un cigarrero y un cargador. Excepto este último, todos trabajadores con cierta cualificación. Excepto el clavetero y el cigarrero, todos de artes urbanas con potentes tradiciones corporativas locales. Todos vascos de nacimiento y vecinos de Bilbao (uno de Abando) pero sólo cuatro naturales de la villa, lo que les implica en procesos de aprendizaje y avecinamiento de unos cinco años. Únicamente el carpintero, el cigarrero y el clavetero no sabían leer y escribir en fecha tan temprana, con índices descomunales de analfabetismo.

Desde los primeros considerandos la sentencia se centra en las personas de Juan Martín de Eguileor y Juan Ramón Pildain, maestros zapateros con obrador y por tanto bienes susceptibles de ser embargados. No nos cabe duda de que es cierto el planteamiento de la sentencia según el cual “Eguileor y Pildain amenazaron al Ayuntamiento con que si no se bajaba el precio del pan al que exigían las turbas, agolpadas contra la reja segunda de la casa consistorial, sabían dónde existían granos y darían fuego a las fábricas, atentando así contra la autoridad y desacatándola con expresiones obscenas, hasta que consiguieron su objeto, o sea la rebaja del precio del pan al que exigieron”. Todo ello formaba parte del repertorio de los motines o machinadas. Lo que se distancia es que la violencia quedara en aviso. Indudablemente los manifestantes consideraban distintos perros con el mismo collar a concejales, fabricantes, panaderos y comerciantes. “Con más razón que a los ladrones que se cogen en el monte debía castigarse a los que causaban la carestía del pan”, había excitado a los concentrados uno de los encausados, según la sentencia.

La acción judicial buscaba ejemplarizar el castigo en los dos cabecillas. La sentencia, firmada en Bilbao el treinta de diciembre, les condenó a quince años de reclusión. El fallo tiene un trasfondo político más allá de la obviedad de que se juzga a los miembros de la comisión que trató con los concejales. El juez tenía que conocer al firmarlo el 30 de diciembre que los actos juzgados se encontraban comprendidos en el Real Decreto de amnistía del veinte de noviembre, el mismo día de los sucesos. Pero dejó que los dos principales encausados entraran en la cárcel hasta el 29 de enero de 1855, dos semanas más que los frutos de la protesta, en una suerte de aviso para navegantes. La sentencia incluía “inhabilitación absoluta para cargos y derechos políticos”, pero optó por los grados medios no incluyéndoles en los supuestos de violencia contra bienes ni personas. Los demás reos tuvieron penas bastante menores entre otras razones porque se contempló “la circunstancia atenuante de ser pobres jornaleros que necesitaban la baratura del pan para el sustento de sus familias”. A la postre no se llevaron adelante, pero marcaron una delgada línea roja sobre lo permitido.

DEMÓCRATAS DONDE SÓLO SE APRECIABAN FUERISTAS. La historia política vasca del período isabelino 1833-1868 ha enmarcado la gran distinción entre carlistas y liberales. Fuera de los momentos bélicos de 1833-1839 y ya con la segunda guerra carlista 1872-1876 inmersa en el Sexenio Democrático salido de la Revolución de 1868, la historiografía sólo ha contemplado una ideología dominante, la fuerista, susceptible de interpretaciones por tradicionalistas o por liberales. Políticos y publicistas fueristas como Juan E. Delmas o Antonio Trueba pergeñaron la imagen de paz social del solar vasco, que consideraban era debida al carácter sumiso de la población y a su respeto a las autoridades.

Es el caso que las manifestaciones artesanas del segundo semestre de 1854 revelan que sectores políticos favorecidos por los movimientos que llevaron al progresismo al poder, y por eso amnistiados, tenían en el País Vasco otras preocupaciones que la conservación del régimen foral. Esas preocupaciones eran de naturaleza económica, y tenían que ver con el acceso a los productos básicos por parte de las clases populares urbanas, a cuyo liderazgo se lanzaron los artesanos. Las gestiones municipales, las más cercanas también entonces, fueron su ámbito de reivindicación. Sus promotores sólo podían proceder de las filas de la democracia, desconocida por los historiadores en el país hasta la formación en 1865 del grupo del periódico Eco Bilbaíno que tras la Revolución ingresó en el partido republicano.

Pero a la altura de 1854 estamos hablando de una generación democrática de extracción social y activismo bien diferentes. Hombres procedentes del mundo de las artes y oficios urbanas, que hasta donde sabemos no hicieron bandera del sufragio universal ni de las libertades de asociación y prensa. Más bien aprovecharon el mundo oculto de solidaridades y lealtades de origen gremial, con sus valores de igualitarismo y honorabilidad. Ajenos todavía a las fórmulas societarias salvo en Vitoria, donde se creó la primera sociedad de socorros mutuos en 1849, su campo de actuación pública encontró mejor altavoz en la calle. En otra coyuntura política favorable, en 1856, volveremos a encontrar a los trabajadores de los astilleros tradicionales del Nervión nada menos que abandonando el trabajo a la búsqueda de mejores condiciones laborales. Aquí sí encontramos algunas líneas de continuidad que habrá que seguir explorando.