Ramón Casares e Ignasi Vila

La reforma educativa del PP
El mérito frente a la igualdad

El sociólogo Joan Subirats ha visto en Operación Triunfo un ejemplo de la “España de las oportunidades” que el PP proclamara en su Congreso de 1998 (1). El gancho de aquel programa televisivo consistía en premiar el esfuerzo y la superación personales en un ambiente de competición individual “limpia”. Análogamente, las desigualdades en la “lucha por la vida” ya no podrían achacarse a reglas parciales ni a factores externos: el resultado obtenido por cada cual sería la exacta expresión de su calidad y mérito. Por lo demás, siempre habría nuevas oportunidades para los que se queden rezagados y una ayuda compasiva para quien no tenga fuerzas para participar.

Operación Triunfo ha levantado su audiencia entre un público harto de espectáculos cuyo único objetivo era obtener una fama efímera con gentes de cualidades irrelevantes. De forma parecida, la anunciada reforma educativa del Gobierno basa su atractivo en una promesa de restauración del principio del mérito, de reconocimiento de la capacidad y del esfuerzo dentro del sistema educativo. A la vez, este discurso sugiere dejar en un segundo plano el objetivo de compensar las desigualdades sociales a través de la educación escolar, y también dentro de la educación. Se desprende la idea de que, en la medida en que estas desigualdades han dejado de ser significativas, la equidad del sistema será consecuencia de un mejor funcionamiento de sus mecanismos de selección.

Desde el curso anterior, los responsables del Ministerio de Educación han venido lanzando diversos globos-sonda acerca de los posibles contenidos de una Ley de calidad de la enseñanza (2). Hasta el momento no se conoce ningún texto o anteproyecto (3), y se ignora si afectará sólo a la enseñanza secundaria. Algunos de los propósitos anunciados alterarían la actual aplicación de la LOGSE, pero no está claro si afectarían aspectos con rango orgánico (que desarrollan preceptos constitucionales) de aquella ley. Nos hallamos, pues, al final de una fase de tanteo en la que el Gobierno ha medido sus apoyos y las debilidades de sus oponentes. Muchas de las propuestas que se airean pueden tener desarrollos y consecuencias muy distintas según el texto que finalmente se apruebe y el contexto en que se aplique.

Faltos de texto, sólo podemos centrarnos en el discurso. Nos referiremos a fórmulas relativamente vagas y simples, en la hipótesis de que han sido meditadas en sintonía con el “desconcierto educativo” expresado tanto por familias como por enseñantes en los últimos diez años. Estas formulaciones todavía no revelan las intenciones políticas concretas del Gobierno, pero dicen bastante en relación con lo que el Gobierno supone que son las mentalidades y actitudes educativas de sus interlocutores, especialmente las familias y el profesorado.

Desconcierto educativo

El desconcierto educativo no es una característica específica del Estado español. Se manifiesta de formas muy diversas en todo el mundo y refleja la crisis del papel de la educación, especialmente en las sociedades del mundo desarrollado (4). En el Estado español, la acelerada extensión de la enseñanza obligatoria ha sido, acaso, la característica común de las políticas educativas desplegadas en los últimos 30 años. En este sentido, la LOGSE elaborada por el PSOE y CiU tiene más continuidades que rupturas en relación con la franquista Ley General de Educación (LGE). Algunas de las maldades que se atribuyen a aquélla, como la titulación única al final del tramo obligatorio, la promoción automática o la eliminación de las pruebas homogéneas -sustituidas por la evaluación continuada-, fueron instauradas por la LGE como correlato de la extensión de la enseñanza obligatoria de los 10 a los 14 años. El discurso que acompañó a la aplicación de ambas leyes ponía igualmente el acento en el esfuerzo educativo de los enseñantes, en la “motivación” del alumnado, en la necesidad de extender e intensificar la educación escolar y en su potencia para transformar y modernizar la sociedad. Se puede discutir el alcance real de las políticas inspiradas en dichas leyes, o el calado de su ambición y de su espíritu igualitario. Lo que resulta indudable es el cambio producido (5), si nos atenemos a la situación de los años setenta.

El Gobierno del PP no niega los avances registrados. Constata que la LOGSE -que el PP no votó- no ha alcanzado el elevado consenso que obtuvo la LGE en los primeros años ochenta, y plantea que estamos en el umbral de otra etapa, la etapa de la calidad (palabra clave). Es difícil decir qué es lo que el Gobierno entiende por “calidad” porque, al hablar de calidad educativa, ha invocado conceptos relativamente diferentes según quiénes sean sus interlocutores.

Ante una parte del profesorado, se asimila la calidad a la obtención de lo mejor de cada alumno y a la recompensa de acuerdo con sus merecimientos. Luego, se hace hincapié en lo decisivo del esfuerzo personal del alumno -y de su familia- para alcanzar los conocimientos o niveles exigibles y en la importancia consiguiente de las recompensas. Frente a la “motivación” por parte del profesorado, se destaca la importancia del “interés” por parte del alumnado. Algo banal, ya que no parece posible ninguna “motivación” que no suscite “interés”, pero significativo de un cambio de acento. Lo que antes se echaba en la cuenta del sistema, de la Administración y del profesorado, ahora parece ser responsabilidad del alumnado y de sus familias.

El sistema educativo y su valor para las familias

Como ya ocurriera a lo largo de los años noventa con el PSOE y CiU en Catalunya, la Administración educativa no ha dejado de subrayar la creciente responsabilidad de las familias en la educación de sus hijos e hijas. Al dirigirse a las familias, lógicamente, el discurso del Gobierno intenta aligerar la carga de esta responsabilidad. Así, frente a las exigencias de todo tipo -culturales, de organización del tiempo de trabajo, de reequilibrio de responsabilidades y prioridades- que conlleva la educación de las criaturas, se pone el acento en la “calidad” de la escuela. De aquí que, al dirigirse a las familias, el concepto clave sea la “capacidad de escoger” la enseñanza más adecuada y mejor para sus hijos.

La insistencia en la necesidad de escoger mayor “calidad” responde a la percepción de fuertes diferencias en la calidad de la educación escolar (6), algo en absoluto novedoso en un país que ha arrastrado una “deuda educativa” histórica. Lo nuevo es que, precisamente cuando los niveles de escolarización obligatoria y algunos indicadores de calidad se han equiparado a los de la media de países desarrollados, la mayoría de estos déficit se achaquen a la actitud poco competitiva de una parte del alumnado y de sus familias. Como en otros aspectos, el PP culpa de estas actitudes acomodaticias a la reforma educativa de la LOGSE, a sus políticas de comprensividad y de tímida discriminación positiva.

A pesar de muchos lamentos (7), en nuestra sociedad la educación tiene un valor alto. Incluso se puede decir que su valor se ha visto incrementado por la evolución social reciente. La pérdida de peso de la industria y la reducción de la oferta de trabajos manuales confieren una mayor significación a las capacidades que se adquieren en la escuela. Una nueva clase media -aunque en algunos casos con niveles económicos inferiores a los alcanzados antaño por los trabajadores manuales- puede ver en la educación el único patrimonio que puede transmitir a sus hijos e hijas. Todavía hoy, el valor de la educación escolar resulta de su asociación con una cierta capacidad de ascenso social. Y si no es el caso -como muestran matizadamente algunas estadísticas (8)-, por lo menos se percibe como una garantía de integración social, como un cortafuegos frente a la amenaza de exclusión.

Sin embargo, ni ahora ni antes, la escuela es el único ámbito de socialización infantil y juvenil. En los últimos tiempos se han destacado otros agentes socializadores, algunos con una gran capacidad de inculcación ideológica y de manejo de información. Los medios de comunicación masivos, pero también los grupos de afines (9) y el mismo trabajo dejan atrás la Iglesia o modifican el papel de la familia (10) y ponen en cuestión la propia escuela (11). En este contexto, la función de la educación escolar se encuentra en discusión y concentra, al mismo tiempo, tantas expectativas como inseguridades.

Hablando en general -como suelen hacer los políticos-, pueden inferirse mejoras derivadas indirectamente de los beneficios atribuidos a la educación escolar (por ejemplo, mayores niveles de competitividad “nacional” y, en general, mejoras en la formación de “capital humano”). Sin embargo, desde el punto de vista de cada familia, una “mala” educación es una amenaza. La significación negativa del llamado “fracaso escolar” tiene que ver con ello: la salida del sistema educativo sin un título básico (una cifra que se acerca al 30% de estudiantes al final de la ESO) aumenta las dificultades y los riesgos de marginación. La amenaza del fracaso escolar -que podría atribuirse en buena medida a la (mala) lógica selectiva y a la pobreza pedagógica del propio sistema-, su cifra relativamente alta, incita a las familias con expectativas educativas a buscar garantías. De esa forma se revaloriza aquella educación que asegura el éxito a partir de la inclusión en una selección “previa” del alumnado que excluya los grupos menos competitivos (12). Éste, claro está, no es el caso de la enseñanza pública cuando se ha alcanzado la alfabetización efectiva de toda la población en edad escolar (13).

Frente a los riesgos, la compra de educación privada -a un precio tasado gracias a la subvención pública- se presenta como una opción más segura. En algunos grupos sociales la preferencia por la enseñanza privada tiene un arraigo histórico basado en las insuficiencias de la enseñanza pública. Lo que en la inmediata transición pudo parecer un inconveniente, el carácter confesional o “propio” de muchas de estas escuelas, hoy aparece como un mal menor o incluso como la garantía de “selección” (14) de que carecen los centros públicos (15). De acuerdo con algunas teorías, la calidad es justamente eso: adecuación a las demandas de las familias. La calidad se asimila a la maximización de la capacidad de escoger de las familias y, en el extremo, abona como única intervención legítima por parte del Estado el denominado cheque escolar (16). La definición -por lo menos pasiva- de los contenidos de la educación, el ejercicio de la “autoridad educativa” (17), se centraría en las familias y se alejaría tanto del Estado como de las personas profesionales.

El “mercadillo” o “cuasimercado” (18) de la educación se legitimaría, así, no sólo en relación con la posibilidad de escoger centro, sino también con la posibilidad de escoger un tipo de enseñanza. La institucionalización de un cuasimercado educativo se apoya en la percepción de que el ”éxito” o el “fracaso” en educación -como metáfora o antesala de lo social- están en el individuo más que en el sistema. Ello se corresponde bien con la diversificación de la oferta y la ramificación del sistema. Pero casa mal con la promesa de un aumento general del nivel de exigencia del sistema y de su calidad. A menos que se juzgue la calidad del sistema sólo a partir de los resultados de los alumnos más “brillantes” (19). Por lo demás, la afluencia de las nuevas clases medias a la escuela privada con capacidad de selección socava el carácter cohesionador que podría atribuirse al sistema de educación pública en su conjunto, su condición de institución básica del Estado de bienestar.

Incompatibilidad de mérito e igualdad

El principio del mérito -que exige selección de acuerdo con reglas generales- y la compensación de desigualdades -que exige poca selección y reglas particulares- son difícilmente compatibles (20). Tal como se ha venido aplicando la LOGSE, se puede decir que la principal diferencia en relación con la LGE la constituye el hecho de retrasar en dos años la selección del alumnado. Sin embargo, esta modificación ha adquirido el carácter de todo un símbolo. El Gobierno del PSOE justificaba retóricamente esta medida como un avance en la igualdad, en términos de “igualdad de oportunidades”, y ponía el acento en la compensación de desigualdades, el desarrollo de las capacidades o a la “atención a la diversidad”. Estos conceptos encajan mal con una noción de educación -y de mérito- entendida como algo que nace dentro del individuo con independencia de otras determinaciones sociales o culturales. Pese a ello, el retraso de un par de años en la selección, se presentaba, igualmente, como una forma de depurar la aplicación del principio del mérito. De hecho, se buscaba dar satisfacción a dos preocupaciones parcialmente contradictorias presentes en las familias a las que se dirigía la política del PSOE: que sus hijos no corrieran el riesgo de quedar “fuera” y que sus estudios mantuvieran cierto valor. Podemos considerar, por lo demás, que estas preocupaciones están presentes en las familias en proporción diferente según el nivel económico y cultural.

Ambos vectores -inclusión y mérito- dibujan el terreno de juego de las políticas educativas. Así, las políticas compensatorias en educación ven comprometida su legitimidad si el incremento de la equidad y el aumento general de la exigencia y de la calidad cultural del sistema aparecen como incompatibles con la noción de que quien quiera y esté capacitado podrá llegar más lejos que los demás. En términos prácticos, un título superior. Frente a otras formas de socialización, el valor de la educación escolar reside en el hecho de ser un sistema “regulado” con capacidad de propiciar ascenso social. Este valor sufre cuando esfuerzos aparentemente desiguales se recompensan de la misma manera -por ejemplo con el mismo título.

Es muy posible que familias más cultas y académicamente más competentes sean más sensibles a las aparentes limitaciones de un sistema comprensivo. En cualquier caso, suponga lo que suponga el Gobierno, las desigualdades culturales se correlacionan con las desigualdades económicas. El peso de estas desigualdades en nuestra sociedad explica la persistencia de importantes consensos a favor de la igualdad formal en las etapas iniciales y obligatorias. También favorece esta igualdad el hecho de que se mantenga una oferta universitaria importante y relativamente accesible. Quizá por ello, a pesar del énfasis meritocrático, la política del PP no puede ignorar la dimensión igualitaria de la educación reglada. De hecho, y en contra de la opinión mayoritaria del profesorado de secundaria, que desearía una titulación diferenciada al final de cada uno los itinerarios de la ESO, el Ministerio de Educación parece decidido a mantener la titulación única al final del período obligatorio. O a describir la reválida del Bachillerato como la actual selectividad, con un porcentaje de aprobados superior al 80%.

Con independencia del término en el que se haga hincapié (bien la igualdad, bien la selección y el mérito), para compaginar ambos conceptos son necesarios, junto a un presupuesto generoso, la reducción efectiva de las desigualdades sociales fuera de la escuela o, por lo menos, el aumento generalizado del nivel de vida. Como es sabido, el incremento de la renta a lo largo de la última década se ha traducido en mayores desigualdades dentro de las clases medias y en una ampliación relativa de las desigualdades sociales extremas. Es en este contexto en el que se ha extendido la desconfianza de las clases medias hacia el sistema educativo, especialmente el sistema público. Y nada hace suponer que ello vaya a modificarse. Más bien al contrario.

El profesorado de la pública, interlocutor privilegiado

La percepción de las tensiones entre igualdad y mérito es relativamente nueva en el sistema educativo español. Décadas de expansión ininterrumpida habían dado vida, no sólo entre el profesorado, a la ilusión de una educación escolar capaz de aunar la calidad meritocrática con incrementos de la igualdad social. El período de aplicación de la LOGSE ha puesto de relieve las dificultades de este planteamiento. El discurso de Pilar del Castillo rompe con las justificaciones igualitarias y alienta al realismo. En sus pretensiones meritocráticas, no deja de tocar otros resortes ideológicos. Por un lado, hace guiños a la nostalgia por la enseñanza elitista de la época franquista. Al mismo tiempo, como ya hiciera el PSOE, busca obtener el prestigio modernizador de anteriores experiencias educativas de raíz ilustrada. E intenta dar la vuelta al cliché que atribuía en exclusiva a la izquierda -y al “pueblo”- los valores puritanos del esfuerzo y la superación, frente a un conservadurismo identificado con la defensa de los privilegios, la improductividad y la molicie.

El llamamiento a restaurar el principio del mérito, claro está, no se dirige a Emilio Botín y a toda su familia, ni a ninguno de los empresarios amigos de José María Aznar, sino a un público que desea obtener de la educación unas seguridades que el desarrollo social no promete. En esta empresa, el Gobierno quiere hacer del profesorado de la enseñanza secundaria pública un aliado fundamental. Le asisten buenas razones. Se trata, indudablemente, de un sector con un gran peso ideológico y estratégico, con capacidad decisiva para la creación de opinión educativa entre la clase media. Es bien sabido que la principal dificultad con que tropezó la aplicación de la LOGSE fue el malestar, expresado en forma de rechazo o de reticencia, de una parte mayoritaria del profesorado de secundaria. Como en otros terrenos, el PP parece haber hecho los deberes estudiando los desencuentros entre el PSOE y el profesorado -particularmente graves a partir de la huelga de 1988.

Las razones por las cuales el profesorado de la enseñanza secundaria apoyaría las propuestas del PP se podrían relacionar con algunas interpretaciones de lo que se denomina “malestar docente”. Éste se atribuye a la extensión de la educación obligatoria hasta los 16 años, a las exigencias de la comprensividad, a la permanencia en el sistema escolar de alumnos “apestados” (21) y a la unificación de los cuerpos de enseñantes (22). Todo ello se viviría como una auténtica pérdida de estatus y como una imposición igualitarista ideológicamente cargada sin apoyo alguno en la dinámica social (23). Lo que ha aireado el Ministerio de Educación sobre la Ley de Calidad casa con este tipo de interpretaciones. Los itinerarios en la ESO pretenden “encajonar” -aislar- al alumnado que plantea mayores conflictos (24). De esta manera se satisface la aspiración de una parte del profesorado a no tener que pechar con determinado perfil de alumnado. Esta aspiración se expresa a menudo de forma victimista y apesadumbrada, cercana al menosprecio hacia este alumnado, de la que se hacen eco los medios de comunicación (25).

Por otro lado, todas las formas de flexibilidad curricular y organizativa que permite la LOGSE se ven subliminalmente descalificadas al asimilarlas a la “promoción automática” o al “aprobado general”. Frente a ello, se pone el acento en el poder discrecional del profesorado: repeticiones por curso, reválida al final del bachillerato. Estas medidas se complementarían con la creación de un cuerpo de directores de centro. Se incentivaría la tarea y se evitaría a la Administración la enojosa cuestión de la designación de dirección de los centros, hoy en manos de unos claustros anémicos y de unos consejos escolares decorativos. Con todas estas medidas se atienden -sin colmarlas- las esperanzas de algunos sectores del profesorado, en una “vuelta atrás” o en un movimiento de péndulo.

Este retroceso sólo es posible en algunos aspectos. En otros, en cambio, es impensable. Consecuencia de la creación de un seudomercado educativo ha sido no sólo la institucionalización del “derecho a escoger” centro, sino la pérdida de consistencia del sistema y una mayor especialización social de los centros (de los públicos en relación con los privados, y en el interior de cada categoría). Nada indica que vaya a producirse una reducción sustancial de la oferta. El incremento de las exigencias académicas formales tampoco invertirá esta tendencia: es más, puede incrementarla. No sólo pueden aumentarse las diferencias entre centros (26) y territorios, sino que pueden crecer las diferencias dentro de los centros entre diversas categorías de alumnos y, también, entre diferentes tipos de profesorado. Desde luego, un mayor rigor académico puede equiparar las oportunidades de aquel alumnado que mejor se adapte a la institución, pero no favorecerá la integración de alumnos con una diversidad cultural creciente -especialmente entre la gente más pobre-. Es posible que una parte del profesorado de secundaria recupere la “especialización” en el alumnado más adaptado. Ello no sucederá sino a costa de la especialización de otra parte del profesorado en el alumnado más conflictivo, como ya viene sucediendo (27). Si se atiende a las jerarquías implícitas y a los valores explicitados, no puede haber dudas sobre quién gozará de mayor prestigio y reconocimiento social. Las tensiones que pueden abrirse a medio plazo dentro del profesorado de secundaria sólo podrían paliarse con una importante inyección de dinero y con la creación de una fuerte expectativa de promoción. Salvo el insinuado cuerpo de directores, por el momento no hay nada anunciado en este sentido.

Es pronto todavía para avanzar una opinión definitiva sobre el proceso. En educación, muchos propósitos -los mejores y los peores- se han estrellado en la inercia y la rutina. Si el Gobierno intenta avanzar, aunque sólo sea unos pasos, en la dirección elitista que se desprende de su discurso ignorando las desigualdades educativas, corre el riesgo de agravar algunos de los problemas que dice querer resolver, especialmente los derivados del malestar del profesorado de la enseñanza de titularidad pública y de la conflictividad en los centros.

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(1) “Apuntes al triunfo de una gran operación”, El País, edición de Catalunya, 12 de febrero de 2002. Una glosa del mismo, con el título “España entera”, aparecía en la columna que firma Josep Ramoneda en el suplemento dominical de dicho diario del 17 de febrero.

(2) El Ministerio de Educación ha planteado ya una Ley de la Formación Profesional, que igualmente merecería un comentario.

(3) Al parecer, está prevista la presentación de un borrador en la reunión de consejeros de educación prevista para el próximo 15 de marzo.

(4) Ya en 1996 el llamado informe Delors redactado para la Unesco advertía de los cambios que se iban a producir en la educación en paralelo a la llamada globalización. La existencia de descontento en países con modelos educativos no comprensivos pone de relieve que las disfunciones podrían achacarse también a otros factores.

(5) Un reciente informe del INE sobre la escolarización en los últimos 30 años ponía de manifiesto que la proporción de estudiantes universitarios con padres sin estudios primarios se elevaba a una media del 30% a lo largo de este tiempo. La reducción drástica de los índices de analfabetismo y la escolarización universal son logros de estos últimos 30 años. No existe evidencia estadística alguna sobre retrocesos en este aspecto.

(6) A pesar de que los índices de calidad referidos a resultados académicos de la OCDE sitúan a España muy cerca de la media, por encima de países como Italia o Alemania (El País, 11 de febrero de 2002). Además, estos índices parecen indicar una mayor homogeneidad en los resultados que en algunos países de nuestro entorno.

(7) No resultan infrecuentes las quejas que relacionan la “pérdida de valores” con la pérdida de importancia de la educación. A juzgar por el peso económico de ésta, por su carácter decisivo en la vida de los jóvenes, la educación es una actividad de enorme relevancia social. Otra cosa son sus contenidos, objetivos y orientaciones.

(8) Algunos estudios constatan que, por primera vez en muchos años, un número significativo de jóvenes no pueden contar con alcanzar un mayor nivel de vida que sus padres, a pesar de su mejor formación y nivel cultural. Ello se corresponde con las teorías que insisten en el papel de la educación formal como factor de reproducción del orden social y jerarquización de la mano de obra.

(9) Se viene observando desde hace años una creciente importancia de los grupos de amistad en la adolescencia tardía. El fenómeno del “botellón”, contra el que al parecer también va a elaborarse una ley, es expresivo del papel de este ámbito de sociabilidad alejada de la familia y del centro de estudios. Otra cosa diferente es la “calidad” de esta socialización.

(10) Sobre la pérdida de peso educativo de la familia existe una gran preocupación. Véase, por ejemplo, el extraordinario eco alcanzado por El desconcert de l’educació de Salvador Cardús.

(11) Así, una consecuencia del fracaso escolar, mayoritariamente masculino, es el hecho de que la incorporación al trabajo de chicos sea más temprana que la de las chicas. La secundaria posobligatoria y la Universidad podrían haber perdido relevancia como vías de promoción para los chicos. Susana Pérez de Pablos, “El mercado laboral rechaza a las chicas con fracaso escolar, pero acepta a los chicos”, El País, 19 de febrero de 2002.

(12) Perez-Díaz, Víctor y otros, La família espanyola davant l’educació dels seus fills, Fundació “la Caixa”, Barcelona, 2001. Este libro es una especie de Biblia liberal. Su conclusión es que debería intentarse el cheque escolar.

(13) No sólo en el tramo obligatorio, sino en un porcentaje alto (cerca del 70%) de las primeras enseñanzas posobligatorias.

(14) Esta selección se produce de forma “natural” a partir de las cuotas alegales que cobran los centros o de la acentuación de su perfil “exclusivo” o de su confesionalidad.

(15) Recientemente, Artur Mas, Conseller en Cap de la Generalitat, aceptaba como natural la existencia de centros subvencionados “para ricos”, porque «no se puede discriminar a nadie».

(16) Perez-Díaz, Víctor y otros, obra citada.

(17) Guttman, Amy. La educación democrática. Paidós. Barcelona, 2001.

(18) El concepto de cuasimercado se acuñó en el Reino Unido para describir las estrategias de semiprivatización de los servicios públicos de los Gobiernos de Margaret Tatcher.

(19) Lo del “brillo” se suele utilizar sin la más ligera sombra de ironía. Lo cierto es que todavía no se ha podido juzgar con instrumentos rigurosos los resultados de la LOGSE, especialmente los referidos a la integración del alumnado con mayores dificultades.

(20) Ovejero, Félix (2001), “Dos parábolas sobre la igualdad”, El País, 1 de septiembre de 2001, Barcelona.

(21) Últimamente reciben la calificación de “objetores escolares”. Se insinúa un paralelismo subliminal entre escuela y Ejército de conscriptos, como si la enseñanza obligatoria fuese un invento de los sistemas comprensivos. En relación con el tema de la obligatoriedad de la educación básica, existe una discusión muy interesante que no debe ser banalizada.

(22) El resquemor por la unificación del profesorado de FP y BUP y por la supresión de las cátedras -muy pronto restauradas como “condición”, aunque no como cuerpo- tienen que ver igualmente con esta sensación de pérdida de estatus. Ello se da no sólo entre el antiguo profesorado de BUP, sino incluso entre el profesorado que ha accedido al cuerpo con la LOGSE.

(23) Allí donde mandaban PSOE y CiU, la apelación simultánea a la equidad y a la capacidad de “escoger” dentro de un cuasimercado educativo y la pretensión de reformar la enseñanza con políticas de ajuste presupuestario se han podido interpretar sin mucho esfuerzo como ejercicios de hipocresía política.

(24) A pesar de que el profesorado no es el centro de la violencia escolar, y de que existen muchos tipos de maltrato entre “iguales” en los que las víctimas son chicos y sobre todo chicas, la atención de los medios se centra en la violencia verbal que se dirige contra el profesorado.

(25) En Catalunya, un profesor joven, Toni Sala, se ha erigido en portavoz de este victimismo con un best-seller titulado Petita crònica d’un professor de secundària, La Campana, Barcelona, 2001. Las raíces de esta actitud merecerían un análisis detenido.

(26) Ciertas formas de ver la autonomía de los centros -entendida como competencia- pueden acentuar las desigualdades.

(27) En un reciente debate en BTV (televisión local de Barcelona), la consejera de Enseñanza de la Generalitat, Carme-Laura Gil, hoy por hoy muy hostil al proyecto del PP, preguntó si habría profesorado de diferentes categorías. La diputada portavoz de Educación del PP en el Parlament de Catalunya respondió que, lógicamente, el profesorado más “sensible” (sic) se ocuparía de los niveles “inferiores”, e incluso admitió la posibilidad de centros “especializados” en los diferentes itinerarios.

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