Ramon Casares e Ignasi Vila
Lengua y educación en Catalunya (II)
(Página Abierta, 225, marzo-abril de 2013).

  En la primera parte de este texto, publicado hace dos meses, los autores repasaron las políticas lingüísticas catalanas en la educación hasta el cambio de siglo. En esta segunda parte, se centran en la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatut y en la coincidente argumentación del Manifiesto por la lengua común.

El cambio de siglo supuso tres fenómenos de alcance en Catalunya.

En primer lugar, como ya señalamos anteriormente, se inicia una nueva oleada inmigratoria que traería aproximadamente un millón de personas en una década.

En segundo lugar, a partir de noviembre de 2003, se forma el Gobierno tripartito entre PSC, ERC e IC, que se mantendría hasta noviembre de 2010.

Y, en tercer lugar, se propone la reforma del Estatuto de Autonomía iniciada en la reunión de Miravet (noviembre de 2004) y cerrada por sentencia del Tribunal Constitucional de junio de 2010.

A ello debe añadirse el marco general de la crisis económica desatada por la crisis financiera estadounidense de 2007 que alcanzó España en 2008 (1).

A diferencia del Estatut del 79, el nuevo Estatut aprobado en 2006 contenía un mayor número de artículos destinados a regular el uso de las lenguas tanto en las Administraciones públicas como en  la justicia, el comercio o la educación. Sin embargo, el punto clave del debate se sitúa en los apartados 1 y 2 y del artículo 6 del Título Preliminar:

«1. La lengua propia de Cataluña es el catalán. Como tal, el catalán es la lengua de uso normal y preferente de las Administraciones públicas y de los medios de comunicación públicos de Cataluña, y es también la lengua normalmente utilizada como vehicular y de aprendizaje en la enseñanza.

2. El catalán es la lengua oficial de Cataluña. También lo es el castellano, que es la lengua oficial del Estado español. Todas las personas tienen derecho a utilizar las dos lenguas oficiales y los ciudadanos de Cataluña el derecho y el deber de conocerlas. Los poderes públicos de Cataluña deben establecer las medidas necesarias para facilitar el ejercicio de estos derechos y el cumplimiento de este deber. De acuerdo con lo dispuesto en el artículo 32, no puede haber discriminación por el uso de una u otra lengua».

Ambos artículos plantean diferentes temas de debate. El primero se centra en la palabra “preferente” del apartado 1. El segundo, en el concepto de “lengua vehicular normalmente utilizada” en la enseñanza. El tercero se refiere al deber de conocer tanto el castellano como el catalán.

En relación con estos tres aspectos, el Tribunal Constitucional decidió declarar inconstitucional el uso preferente del catalán en la Administración y dejó sujetos a interpretación tanto el carácter vehicular del catalán en la enseñanza como el “deber” de conocer el catalán en el mismo sentido que la Constitución lo hacía con el castellano.

El deber de conocer el catalán

Empezando por el último aspecto, la sentencia del Tribunal Constitucional no acepta que exista el deber de conocer el catalán, paralelo al de conocer el castellano, porque esta es la única lengua constitucionalmente exigible. La consecuencia es que los poderes públicos pueden utilizar el castellano sin que los ciudadanos puedan exigir otra lengua, cosa que no sucede respecto a las lenguas cooficiales diferentes del castellano, ya que como los ciudadanos no tienen el deber de conocerlas, la Administración no tiene la obligación de dirigirse a ellos en otra lengua, en este caso la catalana, al no poder presumir su conocimiento.

Lo interesante de esta argumentación es que recoge en buena medida las razones contenidas en el Manifiesto por la lengua común publicado en 2008 por un grupo de intelectuales encabezado por  Mario Vargas Llosa e integrado por José Antonio de la Marina, Aurelio Arteta, Félix de Azúa, Albert Boadella, Carlos Castilla del Pino, Luis Alberto de Cuenca, Arcadi Espada, Alberto González Troyano, Antonio Lastra, Carmen Iglesias, Carlos Martínez Gorriarán, José Luis Pardo, Álvaro Pombo, Ramón Rodríguez, José Mª Ruiz Soroa y Fernando Savater (2).

En sus premisas, el manifiesto planteaba:

«1. Todas las lenguas oficiales en el Estado son igualmente españolas y merecedoras de protección institucional como patrimonio compartido, pero sólo una de ellas es común a todos, oficial en todo el territorio nacional y por tanto sólo una de ellas –el castellano– goza del deber constitucional de ser conocida y de la presunción consecuente de que todos la conocen. Es decir, hay una asimetría entre las lenguas españolas oficiales, lo cual no implica injusticia de ningún tipo porque en España hay diversas realidades culturales, pero sólo una de ellas es universalmente oficial en nuestro Estado democrático. Y contar con una lengua política común es una enorme riqueza para la democracia, aún más si se trata de una lengua de tanto arraigo histórico en todo el país y de tanta vigencia en el mundo entero como el castellano.

2. Son los ciudadanos quienes tienen derechos lingüísticos, no los territorios y mucho menos las lenguas mismas. O sea, los ciudadanos que hablan cualquiera de las lenguas cooficiales tienen derecho a recibir educación y ser atendidos por la Administración en ellas, pero las lenguas no tienen el derecho de conseguir coactivamente hablantes ni a imponerse como prioritarias en educación, información, rotulación, instituciones, etc., en detrimento del castellano (y mucho menos se puede llamar a semejante atropello “normalización lingüística”).

3. En las comunidades bilingües es un deseo encomiable aspirar a que todos los ciudadanos lleguen a conocer bien la lengua cooficial, junto a la obligación de conocer la común del país (que también es la común dentro de esa comunidad, no lo olvidemos). Pero tal aspiración puede ser solamente estimulada, no impuesta. Es lógico suponer que siempre habrá muchos ciudadanos que prefieran desarrollar su vida cotidiana y profesional en castellano, conociendo sólo de la lengua autonómica lo suficiente para convivir cortésmente con los demás y disfrutar en lo posible de las manifestaciones culturales en ella. Que ciertas autoridades autonómicas anhelen como ideal lograr un máximo techo competencial bilingüe no justifica decretar la lengua autonómica como vehículo exclusivo ni primordial de educación o de relaciones con la Administración pública. Conviene recordar que este tipo de imposiciones abusivas daña especialmente las posibilidades laborales o sociales de los más desfavorecidos, recortando sus alternativas y su movilidad.

4. Ciertamente, el artículo tercero, apartado 3, de la Constitución establece que «las distintas modalidades lingüísticas de España son un patrimonio cultural que será objeto de especial respeto y protección». Nada cabe objetar a esta disposición tan generosa como justa, proclamada para acabar con las prohibiciones y restricciones que padecían esas lenguas. Cumplido sobradamente hoy tal objetivo, sería un fraude constitucional y una auténtica felonía utilizar tal artículo para justificar la discriminación, marginación o minusvaloración de los ciudadanos monolingües en castellano en alguna de las formas antes indicadas».

El problema está en que del hecho incuestionable de que todos los ciudadanos españoles conocen el castellano, se extraen conclusiones acerca de los derechos lingüísticos de las personas y de los grupos culturales. La conclusión es que las personas que tienen el castellano como lengua propia poseen más derechos que las personas que tienen las lenguas “regionales” como propias. Branchadell (3) ahonda en el mismo argumento: «Pero una cosa es que todos los españoles conozcan el castellano y otra muy distinta que consideren que el castellano es su lengua. Ahí es donde el Manifiesto efectúa un dudoso salto conceptual: de la amplia difusión social del castellano a la condición de lengua política exclusiva. La asimetría social entre las lenguas españolas es un hecho empírico (con sus razones históricas); la asimetría política que el Manifiesto deduce de ella es una posición ideológica no sólo controvertible, sino peligrosa para la continuidad de España como proyecto político compartido».

Así, para los autores del manifiesto, el conocimiento del castellano, dado su estatus de “lengua común”, se puede exigir en todo el territorio del Estado –tal y como dice la Constitución española–, pero, en sentido contrario, los Gobiernos autónomos sólo pueden “estimular” el aprendizaje de una de sus lenguas oficiales, siendo, desde el punto de vista del manifiesto, un gesto voluntario de cortesía el caso de aquellas personas que desean aprender el catalán, el gallego o el euskera (4).

En el manifiesto lo que caracteriza verdaderamente la obligatoriedad del conocimiento de una lengua no es su carácter oficial, sino su naturaleza “común”. El castellano se puede imponer en Cataluña o en Galicia porque, además de ser oficial, es la lengua compartida, común, con el resto de habitantes del Estado.

Pero las ventajas que los autores del manifiesto otorgan a las personas que tienen el castellano como lengua propia sobre las que tienen como propia una lengua minoritaria no se limitan a las que se derivan de una oficialidad lingüística asimétrica. Así, se reivindica que se establezca el derecho de las y los ciudadanos a recibir toda la enseñanza en castellano en el conjunto del Estado sobre la base de que la ciudadanía es el único sujeto de derechos. Sin embargo, este mismo derecho no se extiende al conjunto de ciudadanos del Estado. En otras palabras, no se reconoce el derecho de un ciudadano español catalanohablante o euskaldún a escolarizar en euskera a sus criaturas en Sevilla o en Madrid.

Detrás de la lengua común

Con la designación del castellano como “lengua común” parece que se está defendiendo algo distinto. Fernando Savater remacha que el manifiesto «además, resalta la importancia de que exista una lengua común como vehículo de funcionamiento democrático y garantía de unidad del Estado de derecho, frente a los pujos disgregadores de las ideologías etnicistas o de los simplemente aprovechados que buscan ventajas en el juego colectivo».

Este párrafo resume la voluntad política de los firmantes del manifiesto.

Existe un Estado, España, históricamente asentado, que garantiza como Estado de derecho el ejercicio de la ciudadanía a todos sus habitantes. Únicamente se acepta la existencia de regiones en su territorio que son diversas, por ejemplo, lingüísticamente. Y España, como Estado de derecho, requiere una lengua común –una lengua nacional– que sea garante tanto de su funcionamiento como de su unidad.

A la vez, veladamente, los autores del manifiesto atribuyen a las otras ideologías nacionalistas (es decir, las de las personas que profesan una identidad diferente de la española y que quieren que sea políticamente reconocida) una voluntad de disgregación y, por ende, de desigualdades en el ejercicio de la ciudadanía. Dicho de otra forma, a diferencia del Estado de derecho, los nacionalismos fundamentan, desde su punto de vista, sus aspiraciones políticas en un etnicismo premoderno (lengua, historia, nacimiento y antepasados, etc.) que se impone a toda la ciudadanía con un claro recorte de derechos a las personas excluidas de la etnia proclamada (5).

En cualquier caso, lo sustancial es que el manifiesto pone en duda que en una España multinacional el tratamiento de las lenguas pueda ser democrático. La tesis de la lengua común da un salto inaceptable desde el momento en que niega a los habitantes de los territorios con lenguas diferentes al castellano la capacidad de regular su convivencia lingüística. En efecto, el Estatut no altera el carácter oficial del castellano ni niega el deber de conocerlo. En el Estatut, el castellano permanece como “lengua común”. El problema está en el catalán, en hacer del bilingüismo un deber. Y ahí asoma la oreja la comodidad lingüística: el castellano no sólo es la lengua común, sino que de ello se deriva subrepticiamente la posibilidad para todo ciudadano español castellanohablante de mantenerse monolingüe. La mención a la movilidad social de los más “desfavorecidos” pretende dar un toque “social” –y de paso alentar la ruptura comunitaria en Catalunya–.

¿Este derecho a mantenerse “monolingües” alcanza sólo a los españoles que se trasladen a vivir a Catalunya, o debería acompañarles cuando traspasan las fronteras del Estado español? (6). Existirían, de hecho, dos niveles de ciudadanía, lo que, bien mirado, no supone una gran aportación a la cohesión social ni a la democracia. Por otro lado, aunque resulte indiscutible que el conocimiento del castellano es beneficioso para todos los ciudadanos españoles y que el castellano constituye un patrimonio cultural de primera magnitud (7), no se entiende por qué este hecho facilita el funcionamiento democrático del Estado. Suiza no posee lengua común y tiene una democracia acreditada; en cambio, el hecho de compartir con la metrópoli el conocimiento de una lengua no ha hecho más democráticas a muchas excolonias.

El derecho a ser escolarizado en castellano

La sentencia del Tribunal Constitucional no alteraba el redactado del apartado 1 del artículo 6 del Estatut, siempre que se entendiese que en la frase donde se establecía el catalán como «lengua normalmente utilizada como vehicular y de aprendizaje en la enseñanza», “normalmente” se estaba utilizando en un sentido descriptivo. Ello suponía una vía de agua en la política de inmersión, reforzada por la nueva LEC (Ley de Educación de Catalunya, aprobada en 2009 e inmediatamente recurrida por el PP) en la medida que forzaba a la Generalitat a atender demandas como la del abogado Gómez Rovira, que el propio Tribunal Constitucional había rechazado en su sentencia de 1994. En otras palabras, obligaba a escolarizar en castellano a los hijos de las familias que así lo pidieran.

Las posteriores sentencias del Tribunal Superior de Justicia de Catalunya de diciembre de 2010 o del Tribunal Supremo en junio del 2012 para hacer del castellano también lengua vehicular de la enseñanza han sido recibidas como una seria amenaza para el modelo de inmersión lingüística.

Sorprendentemente, desde muchos sectores del nacionalismo catalán se ha reaccionando defendiendo el hecho de que el catalán sea la lengua vehicular exclusiva del sistema educativo catalán. En ello se percibe menos voluntad de asegurar el conocimiento del catalán, que de no apear al catalán de su situación preeminente. En apoyo de esta posición se opone nuevamente el concepto de “lengua propia” o incluso el de “lengua común”. En el juego de espejos argumentales, el catalán pasaría a ser la lengua común de una sociedad que con la oleada inmigratoria de los diez primeros años del siglo ha pasado de bilingüe a multilingüe (ver recuadro). Sin embargo, como ya pusimos de manifiesto en el artículo anterior, tanto el concepto de lengua “propia” como el de lengua “común” resultan extremadamente débiles desde un punto de vista liberal para defender el uso mayoritario del catalán en la enseñanza.

De hecho, hoy en día, tanto en Catalunya como en el resto del Estado, el inglés se está usando como lengua vehicular en un número creciente de centros educativos por la misma razón que en su momento se adoptó la inmersión en Catalunya: porque es un buen método para lograr el aprendizaje de una lengua necesaria que no tiene una presencia social suficiente en el entorno del alumnado (8). El problema es, por lo tanto, quién puede decidir cuál o cuáles son las lenguas vehiculares y por qué razones.

En el caso del catalán la inmersión se justifica simplemente por la importancia de facilitar el aprendizaje efectivo de ambas lenguas (catalán y castellano), y la decisión, como establecía la sentencia del Tribunal Constitucional de 1994, correspondería a la propia Generalitat y no a las familias del alumnado. Ello significaría, por ejemplo, que podría recurrirse al uso vehicular del castellano en algún área de aprendizaje si se estimase que puede favorecer el aprendizaje del castellano del alumnado de determinados centros o zonas de Catalunya (9).

En cualquier caso, hay que decir que ninguna evaluación externa objetiva ha señalado un conocimiento significativamente inferior del castellano entre el alumnado catalán. Así, según señalaba recientemente Maite Gutiérrez (10), en la prueba de competencias básicas realizada en 2012 bajo evaluación del Ministerio de Educación español, «los alumnos de 10 años catalanes alcanzaban los 502 puntos (sobre 500). En un ranking de comunidades autónomas, Catalunya ocupa el noveno puesto en dominio del castellano. La comunidad con la puntuación más alta es Asturias, con 534 puntos. Le siguen Castilla y León, La Rioja, Madrid, Aragón, Navarra, Cantabria y Castilla-La Mancha. Por debajo de Catalunya quedan Andalucía, Murcia, País Vasco, Extremadura, Comunidad Valenciana, Galicia, Canarias y Baleares (470 puntos)» (11).

 


(1) Como ya escribimos en el artículo anterior, no creemos que la crisis económica explique por si sola el giro independentista en Catalunya. La crisis ha puesto de manifiesto todavía más lo estrecho del ámbito de decisión catalán y su subordinación en el marco español. Algo parecido a lo que se ha producido en otros campos, como es el caso de las políticas lingüísticas.
(2) El elenco es de primera magnitud y basta, por sí mismo, para explicar el silencio de la intelectualidad española en relación con este tema. Curiosamente, en el redactado se percibe la huella de aquellos de sus firmantes, catalanes o vascos, que buscan dar la vuelta a la tortilla de algunos de los argumentos del catalanismo o del vasquismo.
(3) Branchadell, Albert (2008), “Un manifiesto contra España”, ElPaís, 7 de julio. Branchadell es profesor de Ciencias Políticas de la Universitat Pompeu Fabra. Ha publicado numerosos libros y artículos sobre política lingüística. En la medida en que ha sostenido la posibilidad de que el catalán se mantenga en una sociedad bilingüe, e incluso de que la independencia podría perjudicar el futuro de la lengua, constituye una auténtica bestia negra para algunos sectores de la sociolingüística  y del nacionalismo catalán.
(4) De hecho, el propio texto del Estatut, al fijar que «los poderes públicos de Cataluña deben establecer las medidas necesarias para facilitar el ejercicio de estos derechos y el cumplimiento de este deber», imprime un carácter progresivo al «deber de conocer el catalán» que la sentencia del Tribunal Constitucional ignora.
(5) Por cierto, la tensión “modernidad-premodernidad” es uno de los rasgos característicos del nacionalismo catalán, eso sí, invirtiendo los polos y asignando carácter premoderno a todo lo español.
(6) El filósofo catalán Francesc Pujols tiene una sentencia irónica que viene a decir: «Llegará un día en que los catalanes, por el mero hecho de serlo, allá donde vayan, se lo encontrarán todo pagado». Tal parece que la idea sea que llegue el día en que los españoles puedan viajar a todas partes y, por el mero hecho de serlo, sean atendidos en castellano.
(7) Es curiosa la insistencia en el hecho de que en Catalunya se ignora el patrimonio cultural del castellano. Teniendo en cuenta la importancia de la edición en castellano en Catalunya, este rasgo entraría en contradicción con el prejuicio de “peseteros”.  En cualquier caso, este problema ya ha sido planteado por el editor Lara, quien ha dicho que una eventual independencia le obligaría a trasladar parte del negocio a Zaragoza. Lo que no ha aclarado es si teme más la saña nacionalista catalana o el posible boicot español.
(8) De hecho, algunos centros de élite tanto en Catalunya como en el resto del Estado han vehiculado su enseñanza en otros idiomas. Jordi Pujol estudió en la Escuela Alemana de Barcelona, y Artur Mas hizo lo propio en el Instituto Francés.
(9) De hecho, la conselleria del tripartito en la época de Ernest Maragall ya hizo esta defensa de sus competencias.
( 10) La Vanguardia.com. (2013), “El nivel de castellano de los alumnos de Catalunya está en la media del resto de las comunidades”,  24 de febrero.
(11) Esta prueba y su puntuación no deben confundirse con las pruebas PISA de la OCDE.

 

La reforma del Estatut

En el Pacto del Tinell de 2003, que sentaba las bases del nuevo Gobierno tripartito entre PSC, ERC e IC, se preveía la reforma del Estatut. El texto fue aprobado por parte del Parlament el 1 de octubre de 2005, con los votos favorables de PSC, CiU, ERC e IC y los votos en contra del PP. El texto aprobado excedía, en muchos aspectos, los límites de la Constitución, motivo por el cual el PP presentó un recurso de inconstitucionalidad. En enero de 2006, Artur Mas alcanzó un acuerdo con Rodríguez Zapatero que salvaba el texto estatutario, con importantes limitaciones. Aprobado el texto del Estatut por las Cortes, se sometió a referéndum en Catalunya, y con un magro 50% de participación obtuvo un 73,9% de votos afirmativos. ERC promovió el no en este referéndum y el tripartito se rompió. Tras las elecciones del 1 de noviembre de 2006, se formó un nuevo Gobierno tripartito, presidido por el socialista José Montilla. Unos meses antes, en julio, el PP presentó otro recurso de inconstitucionalidad contra el nuevo Estatut haciendo hincapié en el uso del término “nación” aplicado a Catalunya y contra el deber de conocer el catalán que el nuevo texto establecía. También el Defensor del Pueblo, Enrique Múgica, presentó otro recurso en términos parecidos. A partir de este momento la batalla se centró en el Tribunal Constitucional.

La evolución lingüística y la inmigración

En lo referente a la situación lingüística, hay que atender a los datos sobre inmigración.

1. En 2011 el número de residentes extranjeros en Catalunya ascendía a 1.185.852, un 15,7% de las 7.539.618 personas que integraban la  población catalana (IDESCAT).

2. No existe un verdadero censo lingüístico en Catalunya que nos permita saber qué lenguas están presentes a nivel  familiar entre la población extranjera. Así, las lenguas minoritarias como el amazig o el quechua quedan borradas por el árabe o el español. A pesar de ello, si atendemos al conjunto de la población inmigrante en relación con la lengua familiar, podemos hacer estas aproximaciones de acuerdo con sus países de procedencia:

· Un 51% de esa población procede de países en los que se hablan lenguas no latinas (desde el árabe, al mandarín o el ruso, pasando por el inglés o el alemán).

· Un 29% procede de países en los que se habla español (países latinoamericanos).

· Un 19% procede de países donde se habla una lengua románica que no es el español (el grupo mayoritario son los rumanos, y en segundo lugar los italianos).

3. En 2011 había 161.710 alumnos extranjeros en la educación sobre un total de 1.241.958 alumnos en la enseñanza obligatoria en Catalunya. Ello supone aproximadamente un 13% del total del alumnado.

4. Tampoco disponemos de un censo sobre sus lenguas familiares; sin embargo, los datos que se suelen manejar indican que:

· El alumnado extranjero de lengua española se puede situar alrededor del 47%.

· El alumnado procedente de países donde se hablan lenguas no latinas se situaría en un 45% (el más numeroso es el alumnado procedente del Magreb –que hablaría árabe o amazig–).

· El 8% restante correspondería a “otros”, dentro de los cuales estarían los que hablan lenguas románicas que no son el español.

5. En conjunto, se estima que en el sistema educativo catalán hay alumnos de más de 200 lenguas familiares diferentes.

Ramón Casares
La nueva sentencia del Supremo sobre la inmersión

El pasado 26 de febrero el Tribunal Supremo dio a conocer la sentencia de 19 de febrero sobre la sentencia del Tribunal Superior de Catalunya de marzo de 2012 en la que el alto tribunal catalán se pronunciaba por segunda vez ante la demanda por parte de diversas familias encabezadas por Feliciano Sánchez y amparadas por la asociación Convivencia Cívica Catalana en el sentido de que sus hijos fuesen escolarizados en castellano y que el castellano fuese introducido como lengua vehicular en la escuela.

La demanda de las familias data de julio de 2006 y fue inicialmente desestimada por el Tribunal Superior de Justicia de Catalunya. La sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatut abrió las puertas para un recurso ante el Tribunal Supremo en diciembre de 2010. El fallo de este tribunal, sin pronunciarse sobre el modelo lingüístico de la educación catalana, instaba a la Generalitat a escolarizar los hijos del señor Sánchez y de las otras familias en castellano, atendiendo a la nueva situación creada por la sentencia del Constitucional. La sentencia, además, exigía de la Generalitat «cuantas medidas sean precisas» para conferir al castellano el papel de lengua vehicular en la escuela, aunque le reconocía la potestad de establecer la proporción entre catalán y castellano.

La aplicación de la sentencia no satisfizo a las familias demandantes, que interpusieron una nueva demanda ante el Tribunal Superior de Justicia de Catalunya. En su fallo de marzo de 2012, este tribunal establecía que la Generalitat no había ejecutado debidamente el fallo (hay que tener en cuenta que en 2010 los niños en cuestión ya estaban fuera de la etapa de educación obligatoria). La sentencia, sin embargo, no discutía el modelo de inmersión.

Ello dio lugar a un nuevo recurso ante Tribunal Supremo, el cual responde ahora por sentencia de 19 de febrero. En síntesis, el TS, sin cuestionar la necesidad de escolarizar en castellano a quien lo pida, avala el modelo de inmersión.

El fallo sutura parte de la herida abierta por el Constitucional en relación al Estatut. De hecho, reconoce las competencias de la Generalitat. Ello relaja un poco la tensión ante la próxima discusión de la LOMCE, la ley a partir de la cual el ministro Wert pretendía abrir la posibilidad de establecer una red de escuela vehiculada en castellano. Se cierra así la posibilidad de separar escolarmente a los niños y niñas por razón de lengua, aunque, eso sí, se insiste en la necesidad de establecer el castellano también como lengua vehicular. Este último aspecto, que ya tratamos en artículo adjunto, no cuestionaría el modelo si el criterio para fijar las lenguas vehiculares de la escuela se deriva de las necesidades de aprendizaje de dichas lenguas por parte de niños y niñas.

La sentencia ha sido recibida con alivio por parte de la Generalitat que, en boca de su consejera, Irene Rigau, ha insistido en el concepto de trato individualizado en el aula. En cualquier caso, supone una positiva actitud de moderación ante el conflicto por parte del Supremo.