Ramon Casares

Maragall, “adéu”

(Página Abierta, 172, julio de 2006)

            La decisión de Maragall de no presentarse nuevamente a las elecciones ha clausurado definitivamente el paréntesis de tres años que se abrió con el pacto del Tinell y la formación del Gobierno tripartito.  Paréntesis, atendiendo al más que probable retorno de CiU al Palau de la Generalitat, y paréntesis porque cualquier reedición del Gobierno tripartito resultaría muy diferente.
            Como en 1998, esta vez Maragall mantuvo la incógnita sobre su candidatura a la espera, aparentemente, de los resultados del referéndum. No puede descartarse que, dada la peculiar psicología del personaje, Maragall hubiese tomado la decisión mucho antes, según afirmó en la alocución del miércoles 21 de junio. En cualquier caso, el énfasis personalista en los “objetivos que me había propuesto” expresa no sólo su peculiar visión de la política, sino su manera de estar en la política.
            Maragall ha sido un President débil, y a pesar de ello ha intentado situarse por encima –o por lo menos un paso al margen– de su partido, de su propio Gobierno e incluso del país. Un hombre que ha transitado por el poder en una actitud ensimismada, pensando en la historia como diciendo: “algún día os daréis cuenta….” El carácter confuso, visionario y poco amigo de los populismos de Maragall le sitúa en las antípodas de J. Pujol –siempre dispuesto a hablar pedagógicamente en nombre de Catalunya, a confundirse con el país. Su lenguaje críptico (el 3%), su torpeza aparente, sus boutades, su terquedad suicida, inspiraban más temor que admiración en la gente catalana de izquierdas, tan sensible, tan maltratada por el PP, tan falta de cariño. Como el Barça a los culés  –“Ai que patirem!” (*), suspira la gent blaugrana, incluso cuando el equipo arrasa–, Maragall nos ha infligido un sufrimiento íntimo perenne. Las frecuentes invocaciones maragallianas a la ilusión o al entusiasmo resbalaban en las dudas y en la escasa fe de esta opinión cada vez más agobiada y escéptica. Maragall ha sido un político solo. Hubo también, un día, otra soledad política, la que impostaba el estadista –sin Estado ni Estatuto– de Tarradellas. La soledad de Maragall ha sido más personal y a la vez más profética, en lo que las profecías tienen de percepción peculiar y solipsista de la realidad.
            Dijo Maragall en su discurso que en 1998 se propuso cuatro objetivos. El primero, la alternancia, poner fin a un “período monocolor”. Y, efectivamente, Maragall vio crecer su figura como “deseado” al mismo tiempo que declinaba, lentamente, la estrella electoral de CiU. Ahora bien, algo característico del maragallismo ha sido perseguir la aniquilación política del nacionalismo conservador encarnado por CiU. Esta pretensión, a todas luces desaforada, ha adquirido dimensión territorial (lo urbano contra lo rural, la metrópolis contra las comarcas) y ha tensionado el propio tripartito, que no ha podido ponerse de acuerdo ni en una ley territorial ni en una ley electoral.
            Una pasión aniquiladora semejante respecto a CiU animó ERC en la constitución del tripartito. Pero la crisis de ERC, que la ha arrastrado al no en el referéndum y, a la postre, a la liquidación del tripartito, también ha tenido una dimensión territorial. En cualquier caso, la distribución del evidencia que CiU –y no ERC, o el PSC– sigue siendo la fuerza política decisiva fuera del ámbito metropolitano.
            «El apoyo de CiU al Estatut no es imprescindible, aunque es interesante», sostuvo Maragall  después del pacto entre Mas y Zapatero. Esta es una muestra muy característica de su visión errática de la realidad a corto plazo. En menos de tres años CiU se había recompuesto, se había convertido en socio de Zapatero y había dinamitado el tripartito, pero, al parecer, era “prescindible”. Se puede imaginar –incluso soñar– una Catalunya con ERC y sin CiU, pero lo más probable es que CiU sea algo más que Mas y sus desalmados políticos profesionales dispuestos a exprimir hasta la última gota del pujolismo.
            El segundo objetivo de Maragall era la unidad de la izquierda, la consolidación de un bloque social de izquierdas en Catalunya: «Un proyecto que debía tener (…) como norte la mejora del autogobierno (…) y también el cambio de las prioridades de la política catalana, poniendo el acento en las políticas sociales». Esta visión de una Catalunya con una izquierda autónoma, capaz de marcar las prioridades primero en Catalunya y –como luego se verá– después en España, es otra de las quimeras que Maragall ha compartido con ERC. La idea de fondo es fundar, dentro de las limitaciones del sistema, una izquierda cuya identidad aunase lo social con lo nacional. Sin embargo, ERC no ha podido resistir el tirón de CiU en la discusión del Estatut, y el desgaste del Gobierno de Zapatero con el Estatut ha condicionado directamente la posición del partido de Maragall.  El resultado ha sido que el Estatut lo hizo Mas con Zapatero, y las políticas sociales –de haberlas– serán las que realice un Gobierno presidido por el propio Mas.
            La España plural es el tercer objetivo citado por Maragall. Este punto central del maragallismo se ha revelado nuevamente como cuadratura imposible. La aspiración a  reformar España, desde Catalunya,ha sido un tópico del catalanismo en su conjunto. Ahora bien, de manera relativamente temprana el catalanismo conservador pudo darse cuenta de que, en palabras de Alcalá Zamora, no se puede ser al mismo tiempo el Bolívar de Catalunya y el Bismarck de España. En cambio, el aliento reformador y la pretensión regeneracionista en relación con España se mantuvieron en la izquierda catalanista en todas sus epifanías: en el brevísimo momento de la Solidaritat catalana, más tarde en los años de la Segunda República y en este lapso tragicómico del tripartito.
            Lo que demuestran estos años de errores propios y furias anticatalanas, a juicio de algunos analistas cercanos a CiU, es que las relaciones entre Catalunya y España están presididas por una paradoja: Catalunya tiene demasiado peso económico, demográfico y electoral para que sus singularidades puedan ignorarse, pero al mismo tiempo este peso pone en riesgo los equilibrios económicos, políticos e identitarios en los que reposa España. En otras palabras, la aceptación desde este lado del Ebro de que –dándole la vuelta a Ortega– el “problema español” es irresoluble y a lo máximo que puede llegarse es a “conllevarlo”. La reforma del Estatut –en el horizonte de la España plural– estaba concebida como un artefacto para mantener la cohesión frente a un Gobierno del PP. Pero en ningún caso se pensó seriamente como propuesta viable para ser impulsada en colaboración con un Gobierno como el de Zapatero. Y es muy posible que el propio Zapatero, cuando prometió su apoyo al Estatut que aprobara el Parlament de Catalunya, tampoco estuviera pensando en gobernar.
            El cuarto punto, “convertir al PSC en el primer partido del país”, es todavía más dudoso. Maragall ganó dos elecciones autonómicas (1999 y 2003 en votos, pero no en diputados). En las generales y municipales, el PSC siempre ha sido la “primera fuerza del país”. Maragall ha sido el “candidato”, pero nunca un dirigente parlamentario, un líder del partido o el jefe de la oposición. Maragall siempre hizo rancho aparte, exhibiendo un elitismo aristocrático –o patricio, o burgués– que ha alimentado la desconfianza de los “capitanes”, los alcaldes de las principales ciudades del entorno metropolitano de Barcelona, cuya figura más prominente es José Montilla.
            El PSC cortó de raíz la crisis de Gobierno que Maragall intentó por su cuenta, impuso la que liquidó al tripartito y ha condicionado, seguramente, su decisión de no presentarse. La llamada sociovergencia, de existir, tendría sus principales apoyos en este sector que daría por bueno el “tú (CiU) en Catalunya, y yo (PSOE) en Madrid”, con tal de librarse de la política zascandil de ERC. El deseo de Maragall de mantenerse en la presidencia del PSC expresa su compromiso con el partido, la voluntad de no escenificar ningún tipo de crisis. A pesar de ello, y con independencia del juego que pueda dar Montilla, va a ser muy difícil que el PSC –que ya había perdido votos en 2003, aunque no tantos como CiU– mantenga el primer lugar en las elecciones de octubre.
            Como se ve, un balance lleno de sombras. Estatut al margen, las luces, de existir, de momento sólo las percibe el propio Maragall y algunos de sus admiradores. Al final –más que el balance, el debe y el haber–  lo que habrá pesado definitivamente en su decisión es algo más elemental: no correr nuevamente el riesgo de perder personalmente. A pesar del 74% de síes alcanzado en el referéndum, el dato del 50% de participación resultaba verdaderamente inquietante. No se registró la oleada de entusiasmo que algunos predijeron, y el hartazgo en relación con el PP –que existe– tampoco movilizó al electorado socialista. Con este panorama, el President de las Olimpiadas y del Estatut ha decidido no arriesgarse: que se mojen otros, otras generaciones, otras ambiciones. Para Maragall llegó la hora de decir “adéu”.

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(*) N. de R: “¡Ay, ya verás como al final volvemos a sufrir!”.