Ramon Casares

La cultura profesional del profesorado (II).
La buena educación
(Página Abierta, nº 140, septiembre de 2003)

Como continuación del publicado en nuestra entrega anterior, el siguiente texto ahonda en el tema de la cultura profesional del profesorado no universitario. En él se alude a las modificaciones que ha experimentado en los últimos años el sistema educativo y algunos de los valores que lleva asociados, así como las repercusiones de esos cambios en la tarea docente.

Frente al planteamiento a veces doctrinario en que cayó la aplicación de la reforma (1) de la LOGSE, lo académico –en el sentido de “lo aprendido”– ha acabado constituyendo un refugio seguro para una parte del profesorado y una referencia incuestionada para muchas familias. Al final, la abominación de la enseñanza franquista parece haber coexistido con un “buen recuerdo” de los resultados “académicos” de aquella educación. A pesar de lo proclamado en diversos programas y manifiestos, la democratización parecía consistir en liberar aquella escuela, en el fondo buena, de sus ropajes fascistas y clericales. No estamos hablando sólo de lo limitado del corte con el pasado. Entre el profesorado –incluso entre sus grupos más activos– hubo, en realidad, un empeño notable en no ver que los cambios en el presente tenían una enjundia y una complejidad bastante mayores.

El rechazo de los iletrados

El sistema educativo había empezado a modificarse ya antes de la muerte de Franco. La Ley General de Educación, criticada entonces por franquista y selectiva, permitió alcanzar en su aplicación posterior, a principios de los ochenta, la educación universal obligatoria en un único tramo hasta los 14 años (un salto de 4 años). Este hecho mismo modificó las condiciones en las que se llevaba a cabo la educación escolar. Igualmente, el entorno familiar y laboral experimentó grandes modificaciones. La tarea escolar devino más compleja y se hizo evidente que no cualquier enseñanza escolar era buena. O por lo menos, que algunos de los objetivos que en el pasado parecían alcanzarse fácilmente con un sistema “naturalmente” selectivo (2), con una escolarización universal y en otro universo cultural, se hacían ahora mucho más costosos.
A finales de los ochenta, se preparó la reforma educativa del PSOE y sus aliados, CiU y PNV. A pesar de la elaboración de un “libro blanco” antes de la LOGSE por parte del Ministerio de Educación y Ciencia (3), en general el profesorado no aceptó esta mayor complejidad ni se planteó la necesidad de pensar los problemas educativos con menos ruido y con mayor tranquilidad. Antes al contrario, por parte de los primeros detractores de la reforma (4) la búsqueda de “culpables” políticos del desconcierto –bien por alterar las cosas, bien por no acertar en las “soluciones”– se impuso frente a la reflexión y al debate.
En la actitud reactiva de dicho profesorado había, seguramente, un anhelo de las anteriores seguridades y un rechazo, hasta cierto punto comprensible, del endurecimiento de las condiciones de trabajo. Sin embargo, el mismo rechazo tenía rasgos profundamente antipáticos. Bajo las proclamas en defensa de la escuela pública y laica contra la LOGSE latían intocados algunos de los conceptos educativos heredados del siglo XIX: básicamente la idea de que la función de la educación secundaria consiste en formar y seleccionar las elites intelectuales del país. En otras palabras, que una cantidad significativa de alumnos no debería estar en los centros.
Por desgracia, la sociedad de los años noventa concedió una nueva oportunidad a dichas ideas. Ante las dificultades experimentadas por el discurso reformista, resurgió un escepticismo que acabó aceptando justificar la educación como un entrenamiento selectivo para la “supervivencia de los más fuertes” en la lucha por la vida, o, por lo menos, por la vida académica. Sin apenas rebozo, regresaron los viejos enfoques biologistas de inteligencia y de memoria (5).
En el plano de los valores, se impuso la idea de la escuela como lecho de Procusto o troquel de la ciudadanía. Los desafíos educativos que ofrecían la diversidad cultural y la inmigración se acabaron presentando a menudo como el resultado molesto de la “corrección política” asociada a las políticas compensatorias y a la discriminación positiva. El descrédito del multiculturalismo y del relativismo cultural permitió pasar de puntillas sobre las debilidades de una visión de la cultura occidental en la que se amalgaman tanto la herencia de la Ilustración como el “sustrato católico” (6). Al final, la cosa acababa limitándose, en muchos casos, a un redescubrimiento, entre hastiado y complacido, de las bondades de lo de siempre.
Con la antena puesta en estas sensibilidades, las autoridades del Ministerio de Educación del PP no tienen recato en identificar, actualmente, la enseñanza escolar con la “instrucción” y en abominar de los “excesos pedagogistas y socializadores” del pasado. A pesar de que los “itinerarios” de la Ley de Calidad se han suavizado considerablemente en el transcurso del debate, la búsqueda de la “excelencia” como piedra de toque de la “calidad” se identifica con una enseñanza elitista, de tres, cuatro o cinco velocidades. En algunos discursos, la preocupación por la jerarquía de la “excelencia” parece exigir del profesorado la defensa de la fortaleza académica del asalto de las hordas iletradas capitaneadas por psicopedagogos constructivistas.
Ironías aparte, se hace difícil medir el peso de todas estas tendencias entre el profesorado de Secundaria, porque el debate abierto, serio y reposado no abunda. Además, el eco que encuentran algunas ideas no responde ni mucho menos a la práctica cotidiana, donde imperan actitudes mucho más pragmáticas.
Podría discutirse si estas reacciones son el fruto lógico de un movimiento pendular después de los excesos doctrinarios que acompañaron a la aplicación de la LOGSE o corresponden a corrientes anteriores y más de fondo. Probablemente, lo uno no puede darse sin lo otro. En cualquier caso, lo problemático de esta reacción es que no se produce sin dejar una resaca importante, que afecta, en primer lugar, a las relaciones entre profesorado y alumnado.
Para que la tarea educativa exista, debe producirse una cierta empatía, un reconocimiento mutuo, entre maestros y aprendices. La impresión de que muchos alumnos y alumnas “no deberían estar” erosiona este reconocimiento mutuo y hace muy difícil la relación educativa. El peso del academicismo más huero e incluso de tendencias xenófobas o clasistas entre una parte del profesorado se interpone en esta empatía.
Nos engañaríamos, sin embargo, al achacar el resurgimiento de lo “viejo” sólo a la falta de reflexión o a viejas tendencias ideológicas. Responde también a la comprensible necesidad de preservar el estatus del profesorado en una situación cambiante. Incluso desde las mentalidades menos sensibles a la fascinación por la academia no puede ignorarse la necesidad de un estatus digno y seguro para el profesorado. Un profesor o una profesora deben ser para sus alumnos una especie de primus inter pares –con todo lo que ello comporta de empatía y respeto mutuo– en la búsqueda libre del conocimiento; pero ello, como parece obvio, no debería confundirse con una relación sin responsabilidad ni jerarquía.
Precisamente, la confusión sobre la suerte de autoridad que detenta el profesorado ha incidido considerablemente en el malestar docente. Algunas formulaciones, que despiertan un eco transversal en administraciones de toda orientación política, reducen la educación escolar a la prestación de un “servicio”, y aconsejan contemplar a las familias como “clientes” o “usuarios” (al fin y al cabo, pagan o realizan esa otra forma de pago que es el voto). De esta forma, se olvidan aspectos centrales y definitorios de la relación educativa y se reduce la autonomía, la autoridad y la responsabilidad que los profesionales de la educación necesitan tener reconocidas para obtener confianza en su quehacer. Esta autoridad no procede únicamente de la “delegación” de las familias, ni de la representación del Estado; esta autonomía no existe solamente por concesión del poder. Esta autoridad y esta autonomía se basan en la relevancia misma de la educación y en la importancia del conocimiento en nuestra sociedad.

Conocimiento, academia y valores

El problema es que los cauces a través de los cuales se difunden conocimientos y se realiza la educación de las nuevas generaciones desbordan ampliamente el sistema escolar y los parámetros académicos. Una visión crítica de estas nuevas formas de educación no debería esconder las insuficiencias del sistema escolar ni de lo académico. Por desgracia, la conciencia de estas insuficiencias es rara entre el profesorado.
Una de las herencias que el positivismo legó en forma de academicismo ha sido la noción de un “conocimiento” fuerte, sustantivo, acumulativo, revestido de las características de una propiedad que se recibe, se “labra” y se “transmite” de una generación a otra. De un conocimiento que libra una singular batalla contra las tinieblas y avanza expandiendo las zonas de luz. Una noción del conocimiento institucionalizado y provisto de una validación casi incuestionada. Una visión en la que la ciencia-institución se encarga de generar conocimiento, mientras que la educación debería moldear las relaciones sociales. En esta visión, el mal tomaría la forma de un nuevo irracionalismo, y el constructivismo y el relativismo cultural serían el enemigo a abatir. El programa contemplaría el retorno a una noción de conocimiento científico basado en “datos irrefutables” y en una noción de “verdad científica” rescatada del positivismo. En el edificio sólido y sin fisuras de este conocimiento se acomodaría la escuela laica, fundamento de la ciudadanía. Los referentes culturales corresponderían a un canon sin apenas valores alternativos, conflictos o imágenes confrontadas. Educar sería transmitir, a lo sumo mediar, entre el aprendiz y la masa de conocimientos suspendida sobre su cabeza, entre la criatura y el ciudadano, entre el individuo y la nación.
Por suerte o por desgracia, el siglo XX nos ha dejado un panorama más disperso, volátil y cambiante del conocimiento, tanto de su difícil validación científica como de su articulación social. Por de pronto, la metáfora de la nube de conocimientos suspendida sobre nuestras cabezas ha dejado de funcionar. El embudo por el que la información significativa llegaba a la escuela se ha resquebrajado. El sistema escolar ya no canaliza toda la información, ni siquiera la mayor parte de la que reciben las criaturas. A través de los medios de comunicación, ésta resulta, a la vez, más accesible y, aunque menos elaborada, más monocorde y jerarquizada. He aquí una magnífica oportunidad para una escuela que se asigne un papel a otro nivel en relación con los medios audiovisuales.
El combate frente al carácter manipulador y zafio de cierta cultura audiovisual sólo se puede emprender reconociendo el papel singular que lo audiovisual en general tiene en nuestra sociedad. La escuela puede preservar y potenciar una herencia cultural viva basada en lo escrito. Pero tal pretensión no resulta factible si se trata simplemente de “volver” a la cultura libresca o de alimentar unas elites que hagan de lo libresco su marca de distinción, su particular canon exclusivo –y, aunque no se pretenda como tal, excluyente–.
Todo lo anterior no deja de ser ya un tópico. Sin embargo, se sigue clamando contra una escuela donde, por ejemplo, “no se enseña a leer a los clásicos”. Nadie pone en duda que se deba enseñar mucho mejor, entre otras cosas, a leer –y a leer a través de la literatura clásica–, especialmente al alumnado con menos bagaje cultural. Por lo demás, de hacer caso a los editores, nunca se había leído tanto como en la actualidad. Acaso el problema sea, entonces, no tanto la lectura como su significación social: cuantos más lean, menor jerarquía tendrá el hecho mismo de leer.
No se puede poner en duda que las elites económicas y culturales –especialmente las académicas– han recibido una cierta educación escolar en la que lo clásico tiene un peso formal, que no fundamental (he aquí al señor Aznar y sus lecturas poéticas). Pero de ello no se sigue que una mejor educación escolar tenga como principal objetivo una ampliación, o una renovación, de las elites intelectuales y, mucho menos, de los grupos dominantes. No se trata sólo del hecho de que este objetivo pueda ser más o menos deseable. El problema es que dichas elites y grupos dominantes se constituyen en buena medida al margen del sistema educativo.
A menudo, detrás de la invocación de la “excelencia” y del canto a la “exigencia” no hay otra cosa que la legitimación de los derroteros clasistas por los que se encamina la enseñanza actualmente. En otros casos se adivina el eco del deseo regeneracionista de una sociedad jerarquizada conforme al mérito académico. Sin embargo, sólo en sueños los valores y méritos reconocidos y enaltecidos en la escuela podrían extenderse, con o sin mediación, al cuerpo social. La sociedad (capitalista) actual está muy lejos de ser una sociedad ordenada conforme al mérito (7): ni el mercado es perfecto, ni, de serlo, recompensaría el mérito, salvo en ciertas prefiguraciones puritanas. Pero es que ni siquiera está claro lo que pueda ser una sociedad meritocrática. Las aproximaciones que conocemos, como el mandarinato en la China imperial, no resultan precisamente estimulantes.
En una visión seráfica de lo social cabe tanto una escuela que “restaure” el principio del mérito como una escuela que, por ella misma, incorpore a los “excluidos”, a los “necesitados”. Así se justificaría tanto una escuela encerrada sobre sí misma para centrarse en “su” alumnado de elite como una escuela capaz de levantar a pulso un orden nuevo y transformar su entorno. Para ambos modelos no faltan, además, míticas “edades de oro” que cada cual sitúa en la época de sus preferencias.
Esperar de la escuela grandes avances en la igualdad y la cohesión cuando la sociedad no estaba por la labor resultaba poco realista, o, si se quiere, ideológico. Pero no lo es menos esperar una “mejora” del actual sistema público de educación a partir de una mayor “exigencia” en términos académicos. Lo que distingue a ambas actitudes, a veces, no es, siquiera, un a priori moral. En efecto, si detrás del academicismo se esconde la pusilanimidad intelectual, muchas veces la “adaptación” al alumnado también viene dictada por las incomodidades de una actitud intelectual más exigente. Expresión de este escaso temple moral es una generalización del victimismo a la espera de soluciones providenciales.
Por desgracia, entre el profesorado se tiene en muy poca estima algo que podría constituir una de las herencias positivas del academicismo: la defensa de un perfil profesional autónomo y la capacidad de asumir la autoridad y la responsabilidad en la gestión de la educación por parte de los propios profesionales de la enseñanza. En lugar de este requerimiento positivo, vemos la “libertad de cátedra” reducida muy a menudo al mero derecho a no ser molestados por realidades inoportunas o engorrosos cambios sociales. En ello sí hay una responsabilidad moral: no es lo mismo posponer todo compromiso profesional al “buen” funcionamiento del sistema, que estar por la labor, con independencia de las circunstancias.
Una vez llegados aquí, es justo reconocer que el cambio, en estas circunstancias, ha complicado la tarea educativa. No parece posible una auténtica educación democrática si se sigue exigiendo retóricamente sólo a la escuela aquello que no está presente en el horizonte social, sea la igualdad, sea el reconocimiento del mérito, sea ambas cosas a la vez. Todo esto parece cierto. Sin embargo, cuando el profesorado se queja de ello frente a Gobiernos y familias, suele olvidar que, al ceder en la determinación de un sentido para su profesión, ha sido el primero en permitir que aquello que no cuajaba en la sociedad se metiera en el saco de la escuela: sea la falta de educación de las gentes más jóvenes, sea la necesidad de educarlas.
El problema no radica en que la escuela tenga unos valores proclamados poco acordes con la sociedad. El problema es el poco convencimiento entre el profesorado de la relevancia y utilidad de algunos valores escolares frente a los conflictos escolares mismos. El velo de una cierta impostura envuelve las relaciones educativas en los centros, empezando por la manera como se describen los conflictos: por ejemplo, si se quiere un alumnado crítico no se puede pedir que sea, a la vez, sumiso. Si se le quiere respetuoso, se le debe educar en el respeto respetándolo. Si se invoca la autoridad e importancia de la labor docente, difícilmente se puede soñar con alumnos y alumnas previamente “despejados” y “cultos”. Si se echa en falta el apoyo de las familias al alumno, no se puede abominar sin más de su “proteccionismo excesivo”. El reconocimiento de la tarea y autoridad del profesorado por parte de las familias no se puede exigir sin rendir cuentas y dar explicaciones.
En otras épocas, la continuidad entre los valores escolares y los de los propios escolares y sus familias –bien de la clase media intelectual, bien de familias obreras con fuertes expectativas escolares– establecía la confianza y escondía o limitaba los conflictos. En la actualidad, las discontinuidades han aumentado y los conflictos son más visibles. Todo ello, desde luego, resulta hasta cierto punto comprensible e inevitable, fruto de una sociedad inmersa en conflictos de valores y felizmente necesitada de negociarlos. Resulta menos aceptable cuando dichos conflictos se pretenden evitar por vías expeditivas. Cuando un centro público o financiado con fondos públicos, por ejemplo, “selecciona” por vías indirectas a su alumnado (sea imponiendo cuotas, sea presionando a determinado alumnado para que no se matricule, sea excluyéndolo). O cuando en un centro escolar sólo se atiende a reprimir disciplinariamente la violencia que incomoda o afecta al profesorado, haciendo caso omiso a la mayoritaria violencia entre “iguales” que aflige al alumnado, o a la arbitrariedad de algunos profesores.

¿Otra escuela es posible?

Si el realismo prohíbe el sueño de un sistema escolar a la vez elitista y justo, el mismo realismo exige aceptar que la escuela puede ser, también, el primer peldaño de la discriminación, el ámbito de una socialización desigual, el instrumento de la reproducción de las desigualdades (8). A veces, de buena fe, alguien se niega a aceptar la realidad de este peligro. A pesar de los muchos años que lleva una cierta tradición de pensamiento sociológico alertando sobre este hecho, parece que la escuela pública no “puede” ser un instrumento de discriminación. Se confunde “poder” con “deber”. Nuevamente, las verdades “oficiales” resultan tan débiles como cómodas (9).
En realidad, la escuela de los barrios más desfavorecidos no puede limitarse a ser “tan” buena como las otras. Tiene que serlo mucho más. La comodidad reside en evitar reconocer que hoy las escuelas públicas no son buenas, la debilidad está en no intentar mejorarlas. En esta comodidad y en esta debilidad existe en germen una peligrosa inhibición en relación con la calidad democrática de la sociedad en que vivimos. La pérdida de autoridad y de “sentido” de esta profesión, que se identificaba con la difusión del conocimiento, de los saberes, a toda la población, anunciaría unas clases medias despojadas definitivamente de sentido de lo democrático, indiferentes frente a un cierto fascismo cotidiano.
Hay un sector del profesorado que podría preguntarse todavía si es posible y necesaria otra escuela. Cabe que algo de utopía –en el sentido de lugar fuera del mundo– sea consustancial a toda institución escolar con ambición educativa. Ello no debería autorizar a engañarse sobre el alcance de la autonomía de la educación escolar. En un sistema educativo de base universal, dentro de una sociedad diversa y desigual, no se puede esperar un “retorno” por la vía de las medidas estrictamente políticas a la unicidad de los sistemas educativos que escolarizaban sólo a sectores limitados de la población. Desde la Administración también se alienta a la autonomía de los centros. Esta autonomía podría movilizar algunas voluntades, pero sin políticas correctoras corre el riesgo de consagrar la adaptación a las desigualdades.
Para ciertas clases medias, capaces de movilizar a favor de la educación de sus hijos e hijas todo tipo de recursos –sociales y económicos, privados y públicos, tangibles e intangibles–, la autonomía de los centros va pareja con la mayor riqueza educativa. En los suburbios, en los barrios de la nueva inmigración o en los barrios más degradados, la necesaria autonomía de los centros educativos exige un flujo constante de recursos, un tejido educativo que las familias o el entorno no pueden generar por ellos mismos. En estos casos, la “calidad educativa” significa también capacidad de situar la educación escolar en dinámicas de cambio del entorno, en planes capaces de integrar aspectos sociales, urbanísticos y económicos, en proyectos compartidos de cohesión y mejora colectiva de las condiciones de vida. Una noción amplia de comunidad de aprendizaje que vaya más allá del centro escolar. Ello requiere una especial responsabilidad del profesorado, un perfil profesional y deontológico receptivo, en constante reelaboración, atento a las necesidades del alumnado y de la población. Puede ser una nueva fuente de dignidad para un cierto profesorado. Pero, evidentemente, sólo para el que esté dispuesto a esta clase de proyecto educativo.

Libertad

Por otro lado, parece razonable cuestionar la utopía. Desde luego, cada vez es menos posible imaginar la escuela como un remanso de paz en una sociedad desquiciada. No sólo porque bajo esta visión es imposible afrontar los conflictos y “aprender” la democracia, sino porque así resulta muy difícil comprender la escuela misma. Aquella manera seráfica de entender lo escolar es paralela a una visión ingenuamente interesada de lo social en la que la sociedad deseable aparece como un todo armónico y orgánico, en muchos casos como mera extensión de lo escolar o académico. Una visión ingenua, acaso bienintencionada, pero totalitaria. ¿Podemos reivindicar todavía un espacio para una noción de educación escolar que escape tanto de la tentación totalitaria como de los lugares comunes de una educación competitiva y elitista?
Frente a la idea de la escuela como eje de transmisión del conocimiento y de inculcación de valores, como piedra angular de las jerarquías sociales, la educación escolar puede entenderse como factor posible –pero acaso no imprescindible– de socialización de las capacidades y de ciertos conocimientos, de aprendizaje de la convivencia democrática. Es un punto de vista más acorde con una visión dubitativa de la sociedad, del conocimiento y del papel de la misma escuela. No puede ser una escuela indoctrinadora, pero tampoco debería carecer de personalidad. En este sentido, no parece deseable despojar a la tarea escolar de sus implicaciones en cuanto a la transmisión de valores. Pero hay que hilar delgado. La escuela tiene algo que ver con una institución laica de saberes: sus valores son los que se desprenden de los procesos de enseñanza y aprendizaje. De la honestidad como éstos se realizan. Una educación escolar honesta debe plantear las preguntas, no dar sólo las respuestas. Un conocimiento digno es aquel que no oculta los interrogantes, las preguntas sobre las que se construye. Una de las posibilidades de la escuela, precisamente, es poner ante todos y todas las mismas preguntas, y compartirlas (10).
La escuela puede ser todavía un lugar para una educación en democracia (11) mientras permita “construcción” participada de conocimiento, mientras sea generadora, o por lo menos gestora, de cultura democrática. En la escuela hay alguna posibilidad para una educación basada en una antropología menos tosca que la de la “lucha por la vida” –o su traducción política en términos jerárquicos–. En ello radica su calidad específica. Y ésta es, al cabo, una noción de calidad con la que puede identificarse aquel profesorado que aspire a algo más que a la muerte dulce del victimismo y del escepticismo radical. Lo malo de la receta es que no evita los efectos de la edad ni garantiza mejoras en el “estar mal” del malestar docente. Permite, acaso, alimentar el cabreo y mantener cierto sentido de la profesión.

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(1) Véase Casares, Ramón: “La cultura profesional del profesorado (I). Una visión autocrítica”.
(2) Todavía hoy es mucha la gente que a pesar de considerar de manera crítica la miseria material y moral del franquismo, considera inevitables y “naturales” los mecanismos de selección que imperaban en su sistema educativo.
(3) Cosa que el actual equipo de Pilar del Castillo no ha considerado oportuna.
(4) Que los hubo de todos los colores y pelajes, empezando por la izquierda.
(5) Y no es infrecuente verlos reivindicados como base de la “buena ciencia” pedagógica frente a la superchería “radical” del constructivismo.
(6) Así, hemos podido ver argumentar a favor de la prohibición del velo de estudiantes musulmanas tanto a monjas, con su correspondiente toca, como a sedicentes feministas, invocando su “incompatibilidad” con la cultura occidental –cristiana o contraria a la discriminación, según el punto de vista–.
(7) Guttman, Amy, La educación democrática, Paidós, Barcelona, 2001.
(8) Un realismo parecido lleva a muchos profesores de centros públicos a escolarizar a sus hijos en centros privados, no tanto para empujarlos en la escala social como para evitar los “riesgos” del sistema público.
(9) Carme-Laura Gil, consejera de Educación del Gobierno de CiU, hace hincapié constante, y a menudo convincente, sobre el carácter de la escuela como ámbito básico de integración de los sectores más desfavorecidos, especialmente cuando trata de reivindicar bienintencionadamente el trabajo de muchos centros públicos. Resaltar esto no puede ocultar los efectos demoledores de la existencia de una doble red educativa en ciernes, puesta crudamente de relieve en las declaraciones de Artur Mas, su conseller en cap, aceptando la existencia de “escuelas para ricos” dentro de la red de escuelas financiadas con fondos públicos.
(10) Uno de los atractivos de la información actual es su inmediatez, su capacidad para poner a todas las personas frente a los mismos hechos y las mismas preguntas. Lo malo es la selección de los hechos, la calidad de las preguntas y la selección y profundidad de las respuestas. El academicismo ha tendido a hacer únicamente hincapié en las respuestas y a alejarlas de los hechos y de las preguntas.
(11) En alguno de los sentidos que le dan tanto Amy Guttman como Neil Postman, o J. A. Marina, o F. Savater.