Ramon Casares
Memoria de Iñaki Álvarez
(Página Abierta, 216, septiembre-octubre de 2011).

            El día 6 de enero de 1975 conocí a Iñaki en la casa que tenían los padres de Nacho Vila en la calle Ganduixer de Barcelona, donde se había organizado un cursillo de cuadros del MC de un día entero (el día de reyes). Si recuerdo la fecha y el lugar y muchas otras circunstancias es porque Iñaki –de quien ignoraba el nombre a causa de la clandestinidad– me impactó profundamente. La charla de Iñaki me pareció entonces algo de otro mundo, una revelación, una epifanía.

            La revelación tuvo diversas dimensiones. La primera, muy socrática, es que lo que me contaban aquellos ojos azules enrojecidos “ya lo sabía”. Me parece que esto es lo que quiere decir la palabra revelación: lo que uno, después de visto u oído, cree haber sabido o sospechado. Entre las habilidades de Iñaki, ésta era una de las más destacadas: antes que confrontar o imponer buscaba seducir. En ello había una especie de fe racional –y acaso ingenua– en la capacidad de la palabra para construir mundos compartidos.

            Iñaki usó en aquella ocasión la lengua en toda la amplitud de que era capaz y no sólo las familiares palabras de la tribu. Y lo aderezó con su simpatía irónica y sus juegos de palabras continuos. Un discurso serpenteante, pero nada sombrío, alegre, juguetón, que ascendía ágilmente de la realidad al concepto, para volver a la realidad.

            Iñaki detestaba intelectualmente el nominalismo. Era un realista convencido. Sin embargo, la realidad se cuidó de proporcionarle capones a mansalva. Porque el realismo de Iñaki era apasionadamente racionalista. O sea, algo francés: primero la razón, luego la realidad. Amaba el empirismo inglés, lo envidiaba, pero se dejaba vencer, una y otra vez, por la magia de la razón. En Iñaki las creencias se convertían fácilmente en conocimiento, para sí y para los otros. Luego, indefectiblemente, venían los desengaños, esta especie de traición con que nos castiga la realidad, especialmente a él. Y después, el volver a empezar, buscar el hilo para no perder la razón. A posteriori, incluso, rehacer lo recordado para no perder la razón.

            Por momentos era un buen pedagogo, pero podía haber sido un excelente demagogo porque conocía muy bien lo que todos queríamos oír. En los mítines bordeaba este límite con la habilidad del actor que le hubiese gustado ser, pero le retenía una especie de pudor; este pudor que protegía su intimidad y se encontraba muy cerca de lo que él entendía como integridad personal.

            En nuestro ambiente, inicialmente tan poco propicio al “trabajo intelectual”, tan practicista, se perdonaban poco el habla oscura y los gustos raros. Iñaki, armado de su simpatía, hablaba de manera que todos creíamos entenderlo. Y, en lo referente a las aficiones, Iñaki leía pero también le gustaba el fútbol, la ópera, el cine y tanto más cocinar que comer y beber: gustos bien normales.

            El deseo, la ambición, especialmente en los otros, podían ser magníficos; pero en ellos acechaba la frustración. Iñaki encontró en la reflexión, en el distanciamiento y en la ironía, la manera de escapar a la frustración. No era modesto, alguien con sus capacidades difícilmente puede serlo sin afectación. Pero tenía sus inseguridades: llevaba mal los desencuentros profundos, las tensiones, las rupturas; entonces prefería romper radicalmente lo antes posible, alejarse, encerrarse. Se quería creer duro a fuer de realista –en algún momento me dijo sin ironía que en un Gobierno, revolucionario por supuesto, él hubiese pedido la cartera de Interior, o incluso ser una especie de Fouché–. No era un duro, claro está; tenía defectos de buena persona.

            Se puede decir que la vida de Ignasi, en cierto sentido, fue su obra. O, dicho en otras palabras, tuvo la vida que escogió. No hablo del recalentado tópico romántico de “vivir la vida” que algunos publisicarios vinculan, por ejemplo, al placer de conducir un coche. Me refiero a la visión  existencialista (que Iñaki negaría seguramente) sobre la necesidad de escoger y de comprometerse. Hacía hincapié en la lealtad y acaso lo que más temía era ser acusado de desleal por aquellos a quien quería. Tuvo, por lo demás, responsabilidades políticas que él personalizaba, como el capitán de barco que ve venir la tempestad dispuesto a ir a  pique con los demás y a ser el último.

            La enfermedad que le llevó a la muerte constituyó, si no fuera porque el destino no existe, lo que en cursi decimos “una cruel ironía del destino”. La enfermedad se cebó en su cerebro, en sus recuerdos, en su relación con lo inmediato y concreto. Él conservó durante mucho tiempo la capacidad de razonamiento abstracto –o por lo menos su apariencia–. Y mantuvo hasta el final la simpatía, una cierta alegría en la voz y el deseo de que le contaras cosas, de reír, cantar, ser acariciado y amado. Me parece que, en lo que se pudo, su compañera Montse, su familia y las amigas y los amigos dimos satisfacción a estos deseos.

            Murió en casa, de la manera que había escogido, dando fin prematuramente a una vida de hipnótico encantador de serpientes, conocedor en recto y en diagonal de libros, óperas y películas, orador trabajado, conversador estupendo, dueño y víctima de su razón,  dirigente responsable y amigo cabal.