Raquel Osborne
Construcción de la víctima, destrucción del sujeto
Jornadas Feministas de 2009.
Página Abierta, 206, enero-febrero de 2010.

            Dentro de la mesa redonda “Reflexiones y propuestas feministas ante la violencia sexista” intervino Raquel Osborne con una reflexión crítica sobre la forma de considerar a las mujeres cuando se aborda la “violencia de género”. Publicamos aquí el grueso de su exposición de la que, por razones de espacio, hemos prescindido de un apartado en el que señala los problemas del concepto de violencia de género contenido en la Ley Integral y los muchos casos que, por ello, quedan fuera de esa consideración (*).

            Recientemente, el Congreso de los Diputados planteó algunas modificaciones a los contenidos de la Ley Integral –que la embriaguez no sirva de atenuante y que la condena prive de la custodia al maltratador– pero dejó fuera del debate otro de los temas más controvertidos: el alejamiento forzoso en las condenas por maltrato y la prisión subsiguiente si esta pena se incumple, sin que actualmente cuente la opinión de la mujer ni la valoración del juez caso a caso (1).

            Las principales asociaciones de mujeres –no así la judicatura– son partidarias de que este aspecto no se modifique: «Poner esta decisión… en manos [de la mujer maltratada] –comenta una de sus líderes– sería un retroceso. Los procedimientos penales son muy rápidos y el juez apenas tiene tiempo de ver cada caso. Por otro lado, la mujer maltratada no tiene capacidad para saber si está en riesgo. Lo que dice puede tenerse en consideración, pero ella está dentro del ciclo de la violencia y no percibe el peligro que corre» (el subrayado es nuestro) [2].

            Esta líder está respondiendo a una víctima de malos tratos que se considera «una víctima de la normativa penal» y que ha hecho público su deseo de vivir con su pareja varón (3), indicando que «de saber que se impondría ese alejamiento no le habría denunciado», lo cual, por otra parte, hizo por un asunto nada baladí: su pareja le dio varios puñetazos en el cuerpo y en la cara. Después, cogió un cuchillo y lo clavó en el colchón, en la pared y en el armario. En su intento de anular la condena a su agresor por quebrantar la orden de alejamiento la víctima declaró, según la Audiencia que se ocupaba del caso, «en condiciones de plena autonomía personal, independencia económica, con competencia cultural y social, sin atisbo alguno de presión psicológica o rasgos de sumisión» (4).

Una cosa son las víctimas reales, y otra la creación imaginaria de la víctima.

            Ello se realiza por un apriorístico ejercicio de definición de un patrón que, una vez establecido, guiará nuestra mirada en la percepción de “esa víctima”. Por ejemplo, se niega su capacidad de consentir y se legisla en contra de sus propios deseos e intenciones –como en el caso que acabamos de citar–.

            Por otra parte, la “proliferación de víctimas” que la Ley Integral propicia por la definición legal de víctimas de la violencia de género que contiene –o la contrapartida en que también incurre la Ley, la de la exclusión de ciertas mujeres en dicha definición– puede acabar ocultando a las verdaderas víctimas: según algunas juristas, tachar las disputas y conflictos familiares como delitos (5), propiciando denuncias –si no se denuncia no hay acceso a ciertos recursos– y ocupando/extendiendo/difuminando recursos escasos, contribuye a la falta de protección para aquellas que realmente la necesitan por su situación de grave riesgo (Laurenzo, Maqueda y Rubio, Género, violencia y derecho).

            Analizaremos, pues, en la presente ponencia éstas y otras posibles implicaciones de los procesos de creación de una víctima –o de omisión de la misma–, más allá de las situaciones reales de victimización.

La estrategia del silencio

            Según el sociólogo francés Alain Touraine, vivimos un periodo posfeminista –en el sentido de que el movimiento feminista ya no es tan visible en lo que a la acción colectiva se refiere– (Touraine, El mundo de las mujeres) en el que el protagonismo está volviendo a la sociedad civil, primando la experiencia personal frente a una instancia política que se empeña en interpretar la realidad y la experiencia de las mujeres (Ibid.). Eso es lo que sus investigaciones con entrevistas en profundidad a las mujeres le han enseñado a Touraine: el desfase entre una nueva cultura protagonizada por las mujeres, que se definen como mujeres a partir de sí mismas, y unas ideas que afirman que las mujeres están más dominadas que nunca y que, en definitiva, son una creación del poder masculino. La consecuencia inevitable sería la falsa conciencia. De ahí que desde el universo político se hable en nombre de las mujeres, pero no siempre contando con las voces de las mujeres (Ibid.). A tal fin, como señala Elisabeth Badinter, se ha de ningunear «todo lo que pueda restar importancia al concepto de dominación masculina [una noción simplificadora y unificadora, según ella misma señala en la p. 62] y a la imagen de las mujeres víctimas» (Badinter, Por mal camino).

            Por eso la escritora feminista Gemma Lienas se atrevía a defender que «cuando se realizaron debates para aprobar la ley contra la violencia hacia las mujeres no se invitó a mujeres maltratadas, sino a especialistas en el tema que pudieran hablar de ello sin estar implicados/as» ya que «las mujeres maltratadas niegan a menudo el maltrato y perdonan al maltratador en el juicio (...) Si fuera por la opinión de las propias personas implicadas, los esclavos todavía existirían en los Estados Unidos, porque muchos estaban de acuerdo con su condición» (6).

            Es lo que yo llamaba en otro escrito “la estrategia del silencio” para acallar las voces disidentes con planteamientos diferentes a los nuestros (Osborne, “El sujeto indeseado: las prostitutas como traidoras de género”, en La prostitución a debate). Ahí lo refería al silenciamiento de las prostitutas que, por extensión, abarcaba de igual modo a las mujeres maltratadas, a las que se acusaba de alienación, de falsa conciencia, de menores de edad cuando sus opiniones no coincidían con los defendidos por ciertas feministas. Por añadidura, y no menos importante, son las líderes feministas las que por su posición de poder pueden permitirse el lujo de acallar las otras voces, las de las mujeres subordinadas, las mujeres corrientes que no disponen de recursos ni de foros donde publicitar y difundir sus posiciones. A esto es a lo que me refería en la propuesta inicial que envié a la organización de estas jornadas cuando aludía a que la creación de una víctima sirve para crear jerarquías de mujeres: son pobres mujeres, sobre las que nos sentimos superiores, marcando así una distancia social entre “ellas”, a las que tratamos de forma maternalista, y ”nosotras”, que nos creemos en posesión de la verdad que a ellas concierne.

Con la agencia de las mujeres hemos topado

            Como he señalado en otro texto (Osborne, “Debates en torno al feminismo cultural”, en Teoría feminista: de la Ilustración a la globalización), desde la teoría feminista Anna Jónasdóttir, en su libro El poder del amor, distingue entre las formas “contractuales” de la dominación, propias del patriarcado formalmente igualitario, y las que se mantienen mediante la coerción y la violencia manifiestas. Resulta difícil entender en nuestras sociedades capitalistas avanzadas y de democracias formales que el patriarcado se sostenga sólo por la violencia. ¿Qué práctica social, productiva o creativa, es posible bajo esta supuesta situación, se pregunta nuestra autora?

            Jónasdóttir resalta la insuficiencia de un análisis que sólo concibe el patriarcado como constituido por la vía de la solidaridad entre los varones –son sus palabras–, equivalente a lo que Touraine y Badinter denominan la “dominación masculina”. Lo considera una condición necesaria, como asimismo sucede bajo el capitalismo con las relaciones de solidaridad y competitividad entre los capitalistas, pero del que no entenderíamos bien su funcionamiento si no pusiéramos de relieve la relación entre el capital y el trabajo. Pero no le parece una relación suficiente: el patriarcado es un sistema, como bien resaltó Kate Millet, basado en un entramado de relaciones entre mujeres y varones. En este sentido, las mujeres son parte activa de la estructura básica del patriarcado y no un mero recurso sobre el que actúan y al que utilizan los hombres. Si no se contempla esto así, dejan de ser vistas como agentes activos de la construcción social en general y, además, como protagonistas de su propia liberación (Ibid.).

            La socióloga Janet Saltzman, por su parte, en su libro Equidad y género (1992) se refiere a parecida dicotomía de los distintos enfoques teóricos cuando menciona las teorías que hacen hincapié: a) en los aspectos coercitivos de los sistemas de los sexos –como ella los llama– sobre las mujeres, teorías que se centran en la habilidad masculina para mantener sus ventajas sobre las mujeres a fuerza de recursos de poder superiores: económicos, políticos, ideológicos y, en grado menor, físicos. b) En los aspectos voluntarios de los sistemas de los sexos, fijándose sobre todo en los procesos por los que hombres y mujeres asimilan las formas de ser y comportarse que son normativas entre los sexos, lo cual incluye las elecciones que las propias mujeres hacen y que contribuyen inadvertidamente a su propia desventaja y devaluación. Estaríamos hablando de las formas de socialización.

            Según Salztman, los dos enfoques han ido demasiado por separado y sería necesario el proceso de acortar distancias en la dicotomía coercitivo-voluntaria. En ningún caso se deben entender como compartimentos estancos, ya que en la práctica ambos se suelen tener mutuamente en cuenta: la diferencia casi siempre reside en dónde se pone el énfasis. Es decir, ni todo es igualdad, ni todo es coerción, ni todo es violencia, sino que unos aspectos se entrelazan con los otros.

            Como forma de establecimiento de puente entre las distintas categorías, sobre todo entre las que no implican violencia física directa, podríamos tener en cuenta no sólo lo que les hacen a las mujeres sino lo que las mujeres hacen de lo que les hacen, como señala Dolores Juliano.

La “excesiva” judicialización

            Hay una crítica central a la Ley Integral, que proviene de muchos y diversos sectores profesionales cercanos a esta problemática, a saber, la «excesiva judicialización del tema» (Gomáriz y García, “Contra la violencia de género: cómo evitar un tratamiento pernicioso”). Que una ley integral era necesaria apenas se cuestiona, pero sí hay una significativa coincidencia de opinión acerca del sobreacento puesto en los aspectos penales en detrimento de los aspectos preventivos, asistenciales y de tratamiento, tanto de los agresores como de las maltratadas (7). Ello revierte en el desequilibrio entre los gastos que engendran los aspectos penales de la ley y el resto de las prestaciones previstas.

            Como ya hemos comentado, hay expertos que piensan que penalizar a los escalones más bajos de la violencia, la ocasional o leve, introducida en la Ley Integral –remitimos a la nota 5– está haciendo difícil deslindar el campo de la intervención penal del de los conflictos familiares y dando pie a ciertos sectores de la judicatura a adoptar una actitud hostil de género.

            Así pues, escribe Maqueda: «Laurenzo, desde la doctrina penal, denuncia ese efecto perverso de la nueva normativa, cuando dirige sus reproches hacia “una política criminal desenfocada que, a fuerza de extremar la intervención punitiva, ha acabado por llevar ante los tribunales muchas disputas familiares… [dejando] en la penumbra los casos auténticamente graves de violencia de género –aquellos que sumen a la mujer en un clima constante de hostilidad y agresividad– y [favoreciendo] el falso discurso de la discriminación masculina» (Maqueda, “¿Es la estrategia penal una solución a la violencia contra las mujeres? Algunas respuestas desde un discurso feminista crítico”, en Género, violencia y derecho).

            Ante la pregunta que comenzó a estar en el aire en 2006 acerca de qué puede estar fallando con la escalada de las muertes que se conoció aquel año, la secretaria general para las Políticas de Igualdad declaraba: «La ley tiene una maquinaria engrasada que funciona, pero necesitamos que las mujeres denuncien, porque es el paso imprescindible para protegerlas» (el subrayado es nuestro) [8].

            Una recomendación del Consejo de Europa de 2002 señalaba que la atención a las víctimas de esta violencia no debe depender de la presentación previa de denuncia. Sin embargo, como decíamos, la Ley Integral ha supeditado la obtención de ayudas económicas, derechos laborales y prestaciones de la Seguridad Social a la obtención de la orden de protección. Por extensión, dicha orden se ha convertido, en la práctica, en «la acreditación general de situaciones de maltrato» a efectos de la obtención de una vivienda de protección oficial, o recibir tratamiento psicológico en según qué lugares (Amnistía Internacional, informe Más derechos, los mismos obstáculos).

            La recomendación del Consejo de Europa sí parece haber sido seguida en la “Ley del derecho de las mujeres por la erradicación de la violencia machista”, aprobada en abril de 2009 por el Parlamento catalán (9).

            Los mecanismos previstos por la Ley Integral que acabamos de mencionar han incrementado enormemente las denuncias por violencia de género, lo cual aumenta a su vez en la misma medida el número de víctimas, pues un indicador de su existencia es la denuncia legal. Lo malo, como resaltan los expertos, es que siendo insuficientes las dotaciones de recursos, ello ha podido resultar temerario en ciertos casos bien aireados en los medios de comunicación, como se ha visto en clamorosos fallos en el cumplimiento y seguimiento de las órdenes de protección y, en suma, en la adecuada protección a las víctimas, con resultados letales.

            Como las denuncias van en aumento, desde el mundo jurídico se insiste en la creación de protocolos específicos que permitan valorar qué mujeres son las que corren más riesgos. Los sindicatos policiales protestan a su vez por el aumento de las denuncias sin que ello haya traído aparejado mayores efectivos: es imposible poner un policía tras cada denunciante y, de este modo, el peligro se difumina y los fallos se incrementan, con el consiguiente malestar de todas las partes implicadas.

Violencias perpetradas por mujeres

            Para enfatizar la dicotomía agresor/víctima, correspondiente con las de dominador/dominada y hombre activo/mujer pasiva (que no sabe lo que le conviene), dicotomías que informan el enfoque de la Ley Integral, se omiten en los discursos de quienes defienden estas posiciones o en su forma de presentar los datos cualesquiera otros ejemplos que contradigan estos binarismos simplificadores. Citaremos con algún detalle uno de los mecanismos al uso, el de la omisión de las violencias perpetradas por mujeres.

            Al trazar una divisoria respecto de quiénes causan la violencia en función del sexo, observamos que una parte de esta violencia es causada por mujeres. Si analizamos las famosas macroencuestas a mujeres por parte del Instituto de la Mujer, en particular la primera (2000), ceñida al ámbito doméstico, el único porcentaje que a la hora de los resultados aparecía desagregado por sexo era el de la violencia producida por los padres y por las madres. Recordemos que allí se introducía la distinción entre maltrato declarado –el que las mujeres identificaban directamente como tal– y maltrato técnico –el que era identificado indirectamente por medio de una batería de preguntas que no se catalogaban expresamente como maltrato–. Pues bien, la violencia generada por las madres representaba el 11,4% en cuanto al maltrato declarado se refiere, lo que equivale, extrapolando a la población general, a 72.960 casos (frente a 70.400 de violencia por parte del padre o un 11%). Cuando el concernido era el maltrato técnico, en cifras absolutas significaba la nada despreciable cifra de 238.720 mujeres (251.775 si el maltratador es el padre) que declaraban haber recibido algún tipo de maltrato por parte de sus madres.

            Esto nos da pie a introducir uno de los temas tabúes sobre la violencia entre personas que conviven y es el de las violencias perpetradas por mujeres, en primer lugar contra otras mujeres. Todos los datos que se manejan públicamente para denunciar la violencia de género se enfocan siempre hacia la violencia de hombre a mujer. ¿Qué pasa con la violencia de mujer a mujer, sea de madres a hijas –abundante, como se desprende de los datos presentados–, de hijas a madres –crecientes según las últimas cifras–, de mujeres en parejas de lesbianas o entre chicas en los casos de acoso escolar? ¿Cómo la clasificamos?

            Si hablamos de violencia de género, es decir, la que se produce entre hombres y mujeres “en relación de pareja” o análoga, ¿cómo calificaríamos la violencia física o, sobre todo, el maltrato psicológico que producen las mujeres hacia los hombres en pareja? Y para el caso de qué estamos considerando relaciones de género, ¿cómo catalogamos la violencia entre dos hombres en sus relaciones íntimas?

            Las cifras de las macroencuestas –“menores” al lado de las grandes cifras que corresponden a la violencia de hombre a mujer– nos hablan de la violencia femenina en el ámbito doméstico; sin embargo, a la hora del manejo de los datos por los expertos y, de paso, en el imaginario público, parece como si no existiera violencia por parte de las mujeres. ¿Qué sucede, pues, con esta violencia, que se da de mujer a hombre, hacia otras mujeres, hacia las personas mayores, hacia la infancia? Que los resultados de esas cifras menores no vengan desagregados en las macroencuestas indica la falta de voluntad de investigar ese tipo de violencia. Lo que está interesando destacar al Instituto de la Mujer tras el repaso a las distintas macroencuestas (2000, 2002 y 2006 hasta la fecha) se orienta, más bien, a expresar la disminución del maltrato a lo largo de los años y a minimizar la importancia de las otras violencias –las que no proceden de la pareja– (10).

            A nuestro juicio, se podría haber señalado que las cantidades de una y otra violencia no son comparables (11), así como que la violencia de mujer a hombre no viene amparada por una ideología que apoya la dominación y el control a los hombres por parte de las mujeres. Mencionar y tener en cuenta la violencia perpetrada por las mujeres no tiene por qué rebajar un ápice la gravedad de la violencia de hombres a mujeres.

            Es decir, las mujeres pueden ser también violentas, a veces con violencia física directa, muchas otras con violencia más sutil, psicológica. Una pregunta central que nos debemos hacer en relación con las macroencuestas sería la siguiente: si hablamos de violencia en el ámbito doméstico como se hace en las macroencuestas, ¿qué pasaría si se hacen las mismas o parecidas preguntas a los hombres?  ¿Cuántas respuestas positivas sobre violencia ejercida de mujer a hombre obtendríamos, en particular la psicológica, si aplicamos los mismos criterios de cuantificación?

            Sobre la primera macroencuesta el Instituto de la Mujer proclama como una de sus principales virtudes la disposición por primera vez de información sobre malos tratos referidos a toda la población femenina mayor de edad (Instituto de la Mujer, La violencia contra las mujeres. Resultados de la macroencuesta, 2000). No hay el menor asomo de duda de la justeza de entrevistar sólo a mujeres, máxime que se ha hecho comparando a las maltratadas con el conjunto de la población femenina, pero nos tememos que la evidencia persiste sobre que la violencia, sobre todo la psicológica, es patrimonio de ambos sexos (12). Preguntar siempre sólo a las mujeres y no a los hombres por la violencia que reciben parece estar presuponiendo como punto de partida que las mujeres son incapaces de maltrato. Conocemos, sin embargo –como se desgrana en mi libro–, su capacidad para diversos tipos de violencias. Con esta estrategia se sobreentiende, de paso, que los hombres son los únicos victimarios y que las mujeres sólo pueden ser víctimas –y nunca victimarias–; si no, ¿por qué no se intenta medir su potencial maldad?

            Subyace en esta concepción el tradicional modelo femenino asociado a la generosidad y abnegación, de las mujeres como dadoras, cuidadoras y encarnaciones del sacrificio. Es un modelo útil para el sometimiento y la subordinación, pero fallido en cuanto nos acercamos a las mujeres reales, porque se demuestra falso y, lo que es peor, imposible de cumplir. Presupone que las mujeres no están legitimadas para manifestar alguna de las características que se les niega –ira, ambición, egoísmo, desamor, promiscuidad o violencia– porque, entre otras cosas, se les han atribuido a los varones, se han considerado masculinas. Y sin embargo no debemos olvidar, como señala Badinter, que «estas características, atribuidas tradicionalmente al hombre, pertenecen de hecho a los dos sexos y que lo que nos queda si las negamos es una mujer callada, pasiva y sumisa» (Badinter, Por el mal camino). Si de todos modos las manifestamos o las empleamos, somos especialmente condenadas.

            Bajo esta luz se pueden entender los resultados del estudio realizado por María José Varela, que muestra que cuando las mujeres son autoras de un delito, son castigadas más severamente que los hombres. Esta imposibilidad de exposición de la doble cara de todo ser humano es un rasgo de inferioridad, de la posición de “no poder” de las mujeres. Es en este sentido en el que interesa reivindicar el derecho al mal, como lo expresa Amelia Valcárcel (1991), o el derecho a no ser excelentes, es decir, a que las mujeres tengan la posibilidad de mostrarse como un ser humano en toda su contradicción, a que no tengan que ser siempre buenas y virtuosas para evitar ser vilipendiadas y descalificadas por completo.

Raquel Osborne es profesora de Sociología de Género de la UNED.

(*) Los casos de violencia (“de género”) a los que hace referencia ese apartado son los de las mujeres víctimas de delitos sexuales, los que pueden sufrir las trabajadoras sexuales, los contenidos en la trata de mujeres para cualquier esclavitud, los asesinatos por “honor”… En la página web de las Jornadas puede recogerse la ponencia completa. Y una más extensa reflexión en su reciente libro Apuntes sobre violencia de género (Bellaterra, 2009) [N. de la R.].

(1) Mónica Ceberio, “No todo vale contra la violencia de género”, El País, 18 de noviembre de 2009, Vida & artes, p. 28. La noticia precisa que «como se ha impuesto la pena de alejamiento, al hombre se le puede meter en la cárcel por quebrantarla aunque sea con el consentimiento de la mujer, a la que se podría llegar a considerar cómplice del delito».
(2) Mónica Ceberio, “Víctimas protegidas a su pesar”, El País, 8 de octubre de 2009, Vida & artes, p. 30.
(3) Intento aquí introducir la precisión de “pareja varón” por aquello de ser coherente con la visibilización de la realidad lésbica, pero aquí sobra esta precisión porque la Ley Integral sólo se aplica en las relaciones heterosexuales de pareja y si el hombre es el agresor.
(4) Ibid.
(5) En la “exposición de motivos” la ley señala lo siguiente: «También se castigarán como delito las coacciones leves y las amenazas leves de cualquier clase cometidas contra las mujeres mencionadas con anterioridad», cuestiones que estas autoras asocian a conflictos familiares.
(6) Red catalana de organizaciones feministas contra la violencia de género, Protestas por el tratamiento que la televisión catalana ha dado al asunto, 27/01/06. http://www.redfeminista.org/noticia.asp?id=3582.
(7) Ver Ruiz-Jarabo Quemada, Consuelo y Blanco Prieto, Pilar (dir.), La violencia contra las mujeres. Prevención y detección; Maqueda, María Luisa, “La violencia de género. Entre el concepto jurídico y la realidad social”, en Revista electrónica de Ciencia Penal y Criminología, y “¿Es la estrategia penal una solución a la violencia contra las mujeres? Algunas respuestas desde un discurso feminista crítico”, en Género, violencia y derecho; Larrauri, Elena, Criminología crítica y violencia de género; Laurenzo, Patricia;   Maqueda, María Luisa, y Rubio, Ana (coord..), Género, violencia y derecho.
(8) El País, 3 de septiembre de 2006.
(9) Dicha ley prevé la asistencia y protección para las víctimas sin exigir la interposición previa de la denuncia, como elogiosamente comentaba Amnistía respecto de lo que en la fecha del informe era sólo un anteproyecto de ley (Ibid.: 24). Para poner en marcha los mecanismos adecuados de ayuda bastará un informe psicológico o médico (http://www.amecopress.net/spip.php?article1451, consultada a fines de junio de 2009).
(10) Ver el artículo de Raquel Osborne «De la “violencia” (de género) a las “cifras de la violencia”: una cuestión política», Empiria (Revista de Metodología de Ciencias Sociales), nº 15, enero-junio de 2008.
(11) Esto, no obstante, resulta mucho más claro si lo referimos a la violencia física y la sexual; la violencia psicológica hay que tratarla con más matices. Vid., García Quesada, Isabel y Gomáriz Moraga, Enrique, “Contra la violencia de género: cómo evitar un tratamiento pernicioso”.
(12) Es más, el prejuicio sexista suele afirmar que los hombres son más “noblotes” y directos y que las mujeres son mucho más retorcidas psicológicamente.