Raúl Zibechi

Elecciones en Argentina. Continuidades y cambios
30 de abril de 2003.
(Página Abierta, nº 138, junio de 2003)

Apenas dieciséis meses después de la insurrección de diciembre de 2001, que derrocó al presidente Fernando de la Rúa, los resultados electorales del domingo 27 de abril muestran cambios que poco tiempo atrás nadie hubiera soñado.
1. El más importante es que ningún candidato consiguió llegar al 25% de los votos, y se mostró un panorama político caracterizado por la dispersión y la fragmentación. Desde que se estrenó la segunda vuelta electoral, en las elecciones de 1973, nunca había sido necesario recurrir a ella. Héctor Cámpora, candidato de Juan Domingo Perón para suceder al Gobierno militar de Alejandro Agustín Lanusse, fue elegido en 1973 con el 49% de los votos, haciendo innecesaria la segunda vuelta. En 1974, Perón, regresado de su exilio, ganó con el 62% de los sufragios. Las siguientes elecciones, luego del genocidio de la dictadura militar, se realizaron en 1984. Raúl Alfonsín ganó con el 52% de los sufragios. En 1989 y en 1995, Carlos Menem consiguió mayorías suficientes sobre sus seguidores, y en 1999, De la Rúa obtuvo casi la mitad de los votos.
Esto indica que las elecciones argentinas de las últimas décadas fueron en realidad plebiscitos a favor de un candidato que, de forma automática, obtenía la presidencia y mayorías parlamentarias suficientes para gobernar en solitario. Este patrón electoral, ampliamente consolidado durante tres décadas, cuyo antecedente histórico son las elecciones de 1946, que catapultaron a Perón a la presidencia desbancando a la derecha y a la oligarquía terrateniente, se rompió el domingo 27 de abril. Los cinco candidatos más votados obtuvieron entre el 14% y el 24% de los votos, y se mostró una dispersión del voto inédita en Argentina.
2. El segundo cambio es la desaparición de los partidos. Y, por lo tanto, del bipartidismo. La Unión Cívica Radical, de los ex presidentes Alfonsín y De la Rúa, consiguió apenas el 2% de los votos. Sobran los comentarios. Con el peronismo sucede algo similar. El Partido Justicialista no pudo presentar candidatos, ya que las fracciones enfrentadas por el control del partido no consiguieron ponerse de acuerdo. Los tres candidatos que se reclaman peronistas (Néstor Kirchner, Carlos Menem y Adolfo Rodríguez Saá) debieron presentarse con nombres de “partidos” improvisados: Frente por la Victoria, Frente por la Lealtad y Movimiento Nacional y Popular, respectivamente.
Es la primera vez en más de medio siglo de vida que el Partido Justicialista no consigue un candidato único, lo que revela que la política argentina –o la política electoral a secas– se ha convertido en una lucha entre mafias por el control del aparato estatal, para poder seguir manejando sus negocios. Las recientes elecciones internas de los radicales, marcadas por el fraude, y la imposibilidad de los peronistas de convocar las suyas, ante el predominio mafioso de una de las fracciones, hablan a las claras de que los dos partidos históricos dejaron de existir. Esta debilidad de los partidos, que puede presumirse como de larga duración, corre pareja con la creciente debilidad del Estado, a la que está íntimamente vinculada.
3. El nuevo mapa electoral muestra crecientes alineamientos ideológicos, a veces por encima de las diferencias de clases y en otras solapado con las fidelidades tradicionales. Es quizá la tendencia más novedosa de estas curiosas elecciones. Por un lado, aparece la diputada Elisa Carrió con un discurso claramente marcado por su lucha contra la corrupción, con un perfil progresista y votantes escorados hacia la izquierda. En el polo opuesto, Ricardo López Murphy, ex funcionario de la última dictadura, reúne el voto de la derecha neoliberal dura y pura. Así como los votos de Carrió tendieron a reclutarse entre las clases medias empobrecidas y los sectores populares, los de López Murphy provienen de las clases medias y altas, siendo el candidato vencedor en la capital federal, y muy en particular en sus distritos más coquetos.
Entre los candidatos del peronismo sucede algo similar, aunque aparecen aquí otras dinámicas vinculadas al clientelismo. Menem recibe sus votos de las provincias “feudales” del norte, pero también de los más pobres y desamparados del cinturón de Buenos Aires. Algo similar sucede con Rodríguez Saá, pero esta vez con sus feudos electores del oeste del país. Kirchner, en tanto, recibió los votos del sur, donde fue gobernador, y de forma mayoritaria del cinturón de la capital, donde el aparato del presidente Eduardo Duhalde (que a su vez fue gobernador de la provincia) fue movilizado en su apoyo.
Solapada en el clientelismo, la polarización Menem-Kirchner muestra de forma paralela dos proyectos de país diferentes. El de Menem está claramente vinculado al ALCA, los Estados Unidos y el apoyo sin reservas a la guerra planetaria de Bush. En tanto, Kirchner parece privilegiar las relaciones de Argentina con Brasil y el Mercosur, y se negó a condenar a Cuba en las Naciones Unidas.
4. La izquierda fragmentada votó por debajo del 3%. O sea, votó tan mal como lo viene haciendo desde hace medio siglo. Esto desmiente la idea de que la lucha social alimenta las expectativas de los partidos de izquierda, o de que debe “completarse” con la representación política. Tanto el Partido Comunista (que votó en Izquierda Unida) como el Partido Obrero y el Socialista, no fueron capaces de capitalizar la movilización popular de los últimos años, a pesar de que quisieron presentarse como los partidos vinculados a los piqueteros, a las fábricas ocupadas o a las asambleas barriales.
Pero también fue muy bajo el “voto bronca”, o sea, el voto en blanco o anulado que había alcanzado hasta casi el 20% en las últimas elecciones, las de octubre de 2001. Esto demuestra que la protesta popular, sea en forma de movilización o en forma de voto, es cada vez más difícil de ser manipulada por los partidos. La gente votó por el mal menor, como seguramente volverá a hacerlo en la segunda vuelta del 18 de mayo.
Aparece aquí una nueva lección del movimiento social argentino: la protesta no es posible dirigirla, no tiene un camino ya trazado para recorrer. Porque es protesta, es lucha y es –afortunadamente– imprevisible, incierta.
La lógica social y la política, y más aún la política electoral, marchan por carriles diferentes. Quienes pensaban que el movimiento social tiene el destino de “alimentar” la esfera política, a la que siguen visualizando como la centralidad de la sociedad, seguirán saliendo defraudados. Más aún: no existe una tal “acumulación de fuerzas”, menos todavía algo que pueda cuantificarse en votos. Si la lógica de lo político es el poder, la lógica de lo social es la emancipación; y ésta sólo es producto de la experiencia, individual y colectiva. Por eso es tan difícil y lento el cambio, porque cada generación y sector social deben volver a experimentar, en carne propia, las alegrías y los sinsabores que acarrea la creación autónoma.
En estas elecciones lo que estaba en juego no era el proyecto popular, entre otras cosas porque ese proyecto (miles de emprendimientos de base, panaderías, comedores, fábricas y otros) no tiene nada que ver con las elecciones; nació contra los representantes y, por lo tanto, contra los partidos que necesitan de las urnas para legitimarse. Para esos sectores, lo que estaba y sigue estando en juego es la posibilidad de seguir trabajando y resistiendo. Nacieron en la primavera de la insurrección y necesitan ganar tiempo para crecer, antes de que llegue el inevitable invierno represivo. Por eso, para ganar tiempo, el 18 de mayo muchos, sin siquiera proclamarlo, votarán por Kirchner, para evitar que Menem, la patota policial y militar, los destruya.