Raúl Zibechi
Bolivia: dilemas de los movimientos
(La Jornada, 6 de agosto de 2005)

“Si después de la insurrección de octubre de 2003 (que derribó a Gonzalo Sánchez de Lozada) y del movimiento de mayo y junio de este año (que forzó la renuncia de Carlos Mesa), ganara las elecciones Tuto Quiroga (ex vicepresidente de Hugo Bánzer), sería un desastre, una derrota estratégica”. Palabra más o menos, así razonan buena parte de los dirigentes sociales bolivianos ante las elecciones presidenciales del próximo 4 de diciembre.
Razones no les faltan. Los cinco últimos años significaron un profundo terremoto político y social en el país andino. Desde la “guerra del agua”, en abril de 2000 en Cochabamba, que se saldó con el completo triunfo del movimiento popular, hasta la reciente salida forzada del presidente Mesa, los sectores populares mantienen una ofensiva permanente que los ha llevado de victoria en victoria, más allá de las profundas divisiones que atraviesan a los movimientos.
Ahora se les presenta la posibilidad –más aparente que real- de transformar toda esa energía en un triunfo electoral tan contundente como la insurrección de octubre. No se trata de electoralismo. El panorama actual permite aventurar que, efectivamente, el líder del Movimiento al Socialismo (MAS), Evo Morales, puede derrotar a la derecha, que se presenta ahora en dos formatos diferenciados: el heredero del neoliberalismo autoritario, Jorge “Tuto” Quiroga, y el más moderado Doria Medina, uno de los empresarios más ricos del país
Pero en Bolivia la segunda vuelta la protagonizan sólo los parlamentarios electos, por lo que Evo Morales debería cosechar el 50% de los votos para asegurarse la presidencia. Es seguro que los diputados de Quiroga y Medina unirán sus fuerzas, pese a algunas declaraciones en contrario, para impedir que el líder indígena acceda al Palacio Quemado. Quiroga se viene despegando de su imagen de gringo yuppie, y sostiene que “en épocas de crisis y de guerra más vale el Estado que el mercado” (Pulso, 22 de julio). Medina, más hábil aún, se presenta como el “Lula boliviano”, mientras compara a Evo con Chávez, buscando dividir el voto progresista.
Los poderosos movimientos sociales aparecen divididos ante una convocatoria electoral que no buscaron y que buena parte de ellos vislumbra como la opción de las elites para debilitarlos y relegitimar las instituciones de la democracia representativa. El “empate” entre los movimientos populares y las elites, busca así resolverse en el escenario más favorable para a las segundas. Por un lado, consiguen desplazar los temas centrales de la agenda política: la nacionalización de los hidrocarburos y la asamblea constituyente. Por otro, el escenario electoral divide lo que la calle había unido.
Entre los movimientos, una buena porción apoya al MAS y algunos se han integrado en la sigla. Ante las dificultades para soldar alianzas con otros partidos, Evo optó por un frente social: desde su tradicional base cocalera, indígena y campesina, busca sumar profesionales y clases medias, microempresarios, discapacitados, cooperativistas, y todos aquellos que ven en el MAS la opción para salir del neoliberalismo. Sin embargo, las fuerzas claves del movimiento social (las juntas vecinales de El Alto, la Coordinadora del Agua de Cochabamba y los campesinos aymaras) se muestran renuentes a seguir a Evo, cada vez más volcado hacia el centro político para sumar votos.
Estos sectores, a los que se sumaría la central obrera (COB), mantienen un largo contencioso con el líder del MAS y apuestan por salidas a la crisis actual que no pasan por la contienda electoral. Algunos, como la COB y probablemente las juntas vecinales, se aplicarían a la construcción de un “instrumento político” propio. Este sector aparece también escindido: desde quienes, como la federación minera, creen que debe construirse un instrumento político para tomar el poder, hasta quienes –como buena parte de los aymaras- optan por construir, abajo y en la vida cotidiana, un mundo diferente que un día habrá de imponerse, por las buenas o las malas. En todo caso, el problema común que atraviesa en este momento a los movimientos, es cómo evitar que la potencia de la movilización se disuelva en la urnas. Este nudo gordiano parece, con mucho, el más difícil de resolver.
En Forma comunal y liberal de la política (Muela del Diablo, La Paz, 2001), Raquel Gutiérrez aporta elementos para comprender este problema. En la forma comunal, “es la propia voluntad colectiva que controla materialmente los medios de dicha soberanía”, el representante no decide ni ha “autonomizado técnicamente” la capacidad de decidir, y se limita a “organizar el curso de la decisión común”. Pero cuando domina la forma liberal (que supone la “enajenación de la soberanía social en el representante-mandante que se convierte él mismo en soberano”), aparecen “estados de dominación”, en los cuales el sujeto está “mutilado en sus capacidades en la medida en que éstas sólo adquieren importancia social en tanto son medidas y funcionan como valor-mercantil”.
En la misma dirección, el sociólogo aymara Féliz Patzi asegura que los partidos de base indígena, como el MAS y el MIP, están condenados al fracaso ya que no se diferencian de los demás partidos porque “la gestión de la vida pública la hace el representante, que se convierte en mandante, y el representado queda circunscrito al papel de obediente”. Patzi concluye que la forma liberal privilegia la competencia de liderazgo, lo que da lugar al monopolio de decisiones de los dirigentes.
El problema no se resuelve con un instrumento político, sino con la creación de una nueva cultura en la que el poder resida en las bases y se ejerza de forma rotatoria. El terreno electoral no parece el más adecuado para dar vida a esa nueva cultura política, y quizá tampoco lo sea el insurreccional. Se trata de un largo y doloroso proceso, en el que prácticas comunitarias que ya existen en la vida cotidiana se expandan y multipliquen hacia el resto de la sociedad. Hasta volverse sentido común.