Rosario del Caz, Pablo Gigosos y Manuel Saravia

Mafia inmobiliaria y modelo de ciudad

De todos es sabido que muchas de las grandes inmobiliarias tienen comportamientos mafiosos. La tesis de los autores de este artículo es esta: el modelo de ciudad que paulatinamente se va imponiendo en España permite e incluso fomenta ese tipo de comportamientos. Y, por lo tanto, luchar contra el modelo es combatir también contra los grupos mafiosos.

Un nuevo panorama inmobiliario se está configurando. Estamos asistiendo a una progresiva concentración de poder de las empresas inmobiliarias españolas, que caracteriza este momento frente a etapas anteriores. Los suelos de crecimiento o reforma urbana mejor situados pertenecen a un reducido grupo de grandes promotores. Esta progresiva concentración del mercado del suelo es un fenómeno relativamente reciente en España. Pero ya contribuye, como en los países de nuestro entorno, donde está más avanzada, a incrementar aún más la desproporcionada influencia de los grandes operadores, su capacidad para establecer las reglas. En este sentido, su actuación no es distinta de la que caracteriza a ese puñado cada vez menor de grandes empresas de otros sectores que acumulan el poder económico y social en nuestro mundo globalizado. Si aún no han llegado a formar parte de esta élite, aspiran a ello, o al menos a mantener relaciones privilegiadas con ese poder.
A las empresas inmobiliarias españolas les queda, como decimos, camino por recorrer. Pero aunque el sector inmobiliario se encuentra todavía muy atomizado en España (las mayores inmobiliarias no superan todavía el 5% del sector, cuando en otros países, como el Reino Unido, la cuota de estas grandes empresas oscila entre el 40% y el 50%), se asiste a una creciente vinculación entre propietarios de suelo y grupos inmobiliarios de entidad. Y se multiplican entre estos últimos las fusiones y adquisiciones (a escala nacional, europea o mundial), lo que les permite ganar tamaño y complejidad en sus actuaciones, cada vez más alejadas de las posibilidades de muchos de los promotores tradicionales.
Además, se fomenta también la ampliación del negocio inmobiliario clásico (la promoción de viviendas y oficinas para la venta), diversificando sus actividades o vinculándose a empresas de otros sectores, “generando sinergias entre las distintas actividades” (un eufemismo). Destaca la actividad patrimonialista (compra de activos para alquiler o gestión, especialmente en centros comerciales y de ocio, oficinas, residencias o aparcamientos), la ampliación hacia nuevas áreas de negocio (hoteles, residencias de la tercera edad). También la presencia creciente en el sector de servicios a la edificación (creación de fondos inmobiliarios), y en la gestión de servicios públicos (agua y saneamiento, distribución eléctrica). Un progresivo dominio, en suma, de todas y cada una de las actividades que dan vida a la ciudad, y que la construyen.
Por supuesto, se da una vinculación especial entre estas empresas y los grandes grupos bancarios. Suele decirse que detrás de cada gran inmobiliaria hay un banco; y, evidentemente, la concentración del sector lleva a una dependencia creciente de los grupos financieros. Se acrecienta más aún la desenfrenada financiación de la economía, y la primacía de las finanzas sobre la edificación (la producción), en un mundo de liberalización de los movimientos de capital y mundialización de los mercados financieros. Y otra vinculación muy significativa, aunque todavía en sus primeras fases, es la que se procura mantener con los principales protagonistas mediáticos. De forma incipiente puede observarse (en un proceso general del mundo empresarial) la relación privilegiada de todos estos grupos con los más importantes medios de información. No se trata de una alianza casual. Evidencia la importancia de las estrategias de formación de la opinión en la actividad empresarial de esta élite.

Formas mafiosas de actuación

Un panorama inmobiliario de concentración de empresas, ampliación del negocio y fuertes vinculaciones con otros centros de poder que también ofrece unas específicas formas de actuar. Unos modos en los que pueden encontrarse ciertos paralelismos con los practicados tradicionalmente por los grupos mafiosos.
En primer lugar, tanto estos grupos como muchas de las grandes empresas inmobiliarias se dedican a una combinación de actividades legales e ilegales, complementando las actividades públicas con las delictivas (potenciándose ambas mutuamente: ahí sí pueden verse las sinergias de que habla tanto el urbanismo reciente). La faccia pulita (administradores, empresarios, técnicos, limpios de acciones delictivas que dan cobertura de apariencia limpia del sector) se apoya en el funcionamiento y la eficacia de la cara prohibida. Como es sabido, la promoción inmobiliaria se asocia con el blanqueo de dinero y se integra en éste. De hecho, este sector (la faccia pulita) se ha convertido en el principal refugio del dinero negro (la faccia nera).
En segundo lugar, y ya dentro de las actividades ilegales, puede darse la combinación de actividades de corrupción (las mafias mal llamadas pasivas) y actividades criminales (las mafias activas). Pueden contratar a alguno de los centenares de grupos que se reparten los mercados delictivos, los cuales, a su vez, estrechan alianzas y acuerdos de subcontratación, con tendencia a multiplicarse en pequeñas unidades flexibles y móviles, especializadas en algún segmento del mercado.
En tercer lugar, y de forma también semejante a la organización de los grupos mafiosos, forman tejidos, redes que controlan el oligopolio del suelo y la actividad inmobiliaria. Grupos distintos que cuentan con bastante autonomía en su propio distrito de actuación. Constituyen una especie de células o familias que controlan una zona de la ciudad, o un centro habitado completo. A veces coordinadas por un organismo colegiado, comisión o cúpula; pero otras veces con acuerdos concretos.
En cuarto lugar, consiguen notables vinculaciones jurídicas y políticas para alcanzar mayores beneficios y evitar la acción de la justicia. Son legendarias las fraternales relaciones de los capos de los grupos mafiosos con gobernantes, jueces, policías y banqueros. Con muchos de los más poderosos grupos inmobiliarios sucede algo parecido (salvando todas las distancias que se quiera). Por citar algún caso llamativo, recordemos el de Rafael Arias Salgado, anterior ministro de Fomento del Partido Popular y ahora presidente de los centros comerciales Carrefour. Los centros comerciales son una de las piezas clave de la nueva ordenación territorial (competencia precisamente de Fomento), y también han iniciado con este presidente una nueva línea de negocio de venta de viviendas. Otro caso: la intermediación de Alejandro Agag, yerno del presidente del Gobierno, en la OPA de Caltagirone sobre Metrovacesa. Las vinculaciones son múltiples, y a todos los niveles. Y qué decir de la financiación de partidos políticos y campañas electorales.
Pues estamos hablando de un sector que tradicionalmente ha beneficiado a gente bien relacionada o que ha sabido establecer buenas vinculaciones con la élite económica y social, un extenso número de promotores privados, muchos de ellos de ámbito local o regional. Ahora se está produciendo un reagrupamiento, con la creación de grandes grupos que, si no tienen todavía la entidad de sus semejantes en otros ámbitos, consiguen un poder creciente. Al antiguo propietario tradicional le está sustituyendo un nuevo propietario, un nuevo agente que ya ni siquiera precisa tener la propiedad del suelo. Una muestra de ello es la consagración de una nueva figura, el empresario del suelo, el agente promotor. Un operador de reciente factura que arrasa a los pequeños propietarios. De hecho, con frecuencia son los únicos capaces de hacerse cargo de las enormes operaciones inmobiliarias que se plantean en las grandes ciudades.
Incluso la legislación está reconociendo a estos grandes grupos y sus nuevos modos de actuar, potenciándolos. Las legislaciones urbanísticas regionales incorporan, en su mayoría, la figura del agente promotor y el sistema de actuación de concurrencia, con el argumento de “luchar contra las inmovilizaciones de suelo”. En realidad, se trata de poner en manos de estos operadores la parte del león del desarrollo urbano.
Mucho se ha escrito sobre las relaciones entre las grandes empresas transnacionales y los grupos mafiosos. Y se sabe que estos grupos sobreviven, crecen y aumentan su poder por el cruce de alianzas que practican. El más que evidente fracaso de los más de 30 años de guerra internacional contra el tráfico de drogas confirma el éxito de tales acuerdos y relaciones. Y una floreciente economía criminal, próspera y bien estructurada, relaciona a todos esos grupos y mafias. Los vincula estrechamente a un entramado de parte del poder político y grandes empresas transnacionales, que conjuntamente se benefician. Se basa en la asociación cómplice de tres agentes: gobiernos, empresas transnacionales y mafias. Las grandes organizaciones criminales no pueden garantizar el blanqueo y reciclaje de los fabulosos beneficios conseguidos con sus actividades más que con la complicidad de los medios de negocios y la “dejación” del poder político.
Por su parte, las compañías transnacionales (de todos los sectores de la actividad y todos los mercados), para ganar en la guerra económica, se valen de todo tipo de maniobras. Lo cual supone considerables desvíos de fondos, salidos de sus cuentas lícitas para ir a los paraísos fiscales. Un fantástico pillaje del que nunca existirá contabilidad global. A cambio de la colaboración del poder del Estado, se ofrecen a financiar a los partidos o apoyar la promoción de personalidades y altos funcionarios. Hay múltiples ejemplos de este proceder que han salido a la luz; y muchos más desconocidos. Es el lubricante, se dice, de la prodigiosa expansión del capitalismo moderno, del que los asesinatos no son sino una de sus más llamativas consecuencias.
Por último, el establecimiento de reglas rígidas, obviamente no escritas. Un código de conducta en cierto modo semejante a la omertá mafiosa, que poco difiere del hermetismo de otras empresas y organismos sensibles al espionaje. Una cuestión básica es la de evitar cualquier contacto o colaboración con las autoridades no vinculadas. Nadie reconocerá haber recibido beneficio alguno, de ningún tipo, por pertenecer a esta cosa nostra. Es la consegna del silenzio. En el interior de las organizaciones mafiosas, como en el de los grandes grupos inmobiliarios del mismo carácter, tampoco se aprecia especialmente la locuacidad: la circulación de información debe ser reducida al mínimo indispensable, y los hombres de honor no deben hacer demasiadas preguntas. Además, un mafioso traidor es inmediatamente represaliado. Con todo ello, la enorme dificultad de probar nada. Recordemos que Al Capone sólo sufrió cárcel como defraudador de impuestos, y Lucky Luciano, por dirigir una red de prostitución.

Modelo hiperburgués de ciudad

Lo peor de este proceso, que se realimenta, que se refuerza conforme avanza, es que está diseñando y promoviendo una ciudad incivilizada, un modelo urbanístico despilfarrador, insolidario y acrítico (por centrarnos en sus rasgos más peligrosos), que acentúa las diferencias entre la calidad de vida de unos y otros ciudadanos.
Los señores del suelo no entienden de austeridad y apuestan por una política urbana insostenible, favorecedora de una mayor polarización social urbana. Una ciudad dispersa y consumidora de suelo y recursos, donde se agravan la dependencia del coche y sus servidumbres (incremento de la duración de los desplazamientos, más carreteras y autopistas urbanas, más accidentes, mayor contaminación ambiental). Donde se fomenta la creación de nuevos polos de atracción alejados de las áreas centrales (centros comerciales que revalorizan nuevos suelos). Donde los lugares de trabajo se segregan y confinan en recintos periféricos. Insostenible, porque su interés está en jugar con nuevo suelo en el mercado, con menosprecio del capital fijo. Un modelo insolidario que defiende los intereses de esa minoría, por encima de los del resto de la gente. Se dirige únicamente a los mercados solventes; y la ciudad existente no le interesa, salvo la que pueda explotarse para el turismo.
Es un modelo privatizador. Un modelo antieconómico (desde el punto de vista de la economía general, no de sus bolsillos) e insolidario que sólo es capaz de mantenerse en lo que se puede entender como una permanente huida hacia adelante, reforzando una política urbanística privatizadora. Recordemos tres ejemplos. Uno, la generalización y extensión de las hipotecas (cada vez más largas), junto a la sustitución prematura de los edificios de viviendas (con una vida útil cada vez más corta). El 23% de los hogares españoles están hipotecados, endeudados por 30 o 35 años. La vivienda sube seis veces más que los salarios, y las familias españolas ya gastan más en pagar su vivienda que en alimentación. La financiación de la vivienda representa el 53% de la renta bruta disponible de las familias, y los jóvenes no pueden abandonar el hogar paterno.
En segundo lugar, el modelo del coche y la construcción de grandes infraestructuras que luego hay que gestionar y que compromete cada vez más las políticas públicas. El presupuesto municipal se carga con dependencias que tienen que destinarse a estos suelos abandonando lo demás. Se van creando nuevas necesidades que impiden atender a otras cuestiones de mayor importancia.
Y tercero, la privatización extensiva de los servicios públicos, que reducen las posibilidades de la Administración de realizar una política razonable. Se privatizan incluso algunos recursos básicos para la vida (el suelo), o su gestión (el agua), contra la lógica democrática.
Es un modelo acrítico, que no fomenta su discusión en el espacio público. Que, como parte de su política, cuenta con un enorme aparato propagandístico, al que todo ayuda: una determinada cultura de la vivienda suburbana, una cultura del coche que se impone como modelo indiscutible; todos los eslóganes que se repiten sobre desregulación y liberalización, apoyados con frecuencia en informes de expertos o técnicos de la universidad. Controlan la información que les afecta. El discurso sobre los puestos de trabajo creados por su acción consigue eliminar críticas: por muy verdes que quieran ser determinadas administraciones, cunde el ejemplo del gran centro comercial. Pero también se defiende ese modelo de ciudad de forma más difusa (en el cine, por ejemplo). Y se presentan como natural que las decisiones urbanísticas de los grandes grupos se corresponden con los intereses de la gente. La Administración, los medios, y hasta un determinado “sentido común” los defienden. Así condicionan las políticas y la inversión y se van haciendo con un poder omnímodo. La ciudadanía queda hipotecada.
Un proceso paralelo y coherente con la emergencia de unas relaciones sociales nuevas, el desarrollo de una “hiperburguesía”: la nueva clase mundial formada por altos ejecutivos y personal administrativo de las multinacionales industriales y financieras, del sector terciario e incluso de la Administración; que ejercen su poder en unos nuevos señoríos, fundados sobre la privatización de lo humano y la conversión de la vida en una mercancía. Así, más allá de la democracia política, envueltos en otra mitología (la fe ciega en la tecnociencia, por ejemplo; la primacía de la innovación tecnológica; la americanización y supremacía de todo lo angloamericano), los señores del suelo defienden el retorno del discurso falaz en defensa de sus intereses de clase. Dan forma a un nuevo vasallaje. Sus discursos están plagados de eslóganes (dicen que rige la oferta y la demanda; que todos somos propietarios, etc.). Como nuevos señores, establecen vínculos de dependencia mutua, privatizan el poder, disfrutan de privilegios exclusivos y coaccionan a los siervos. Y lo peor es que, con su encumbramiento, se hacen con un mayor nivel de influencia, cuyos resultados demuestran ser cada vez más nefastos.

Un modelo de ciudad alternativo

Unos intereses que se complementan con los de los grupos mafiosos, a los que necesitan. Para entenderlo, veamos cuál podría ser un modelo de ciudad alternativo. Una idea de ciudad basada en un urbanismo de los derechos humanos; en la generalización de los derechos de carácter económico y social. Unos derechos que se institucionalizaron con la Declaración Universal de 1948, capaces de fundamentar un urbanismo más responsable. En todas sus facetas. Evitando la formación de guetos exclusivos o de exclusión. Promoviendo un equilibrio real de las condiciones urbanísticas (todas) de las distintas áreas de la ciudad. Actuando prioritariamente (concentrando la mayor parte de las inversiones) en la ciudad existente (atendiendo a lo presente, a lo concreto). Favoreciendo la construcción de una red universal, accesible para todos, que acerque y relacione todos los espacios (tendiendo puentes y evitando las barreras interiores y exteriores). Desincentivando las ayudas ocultas al tráfico privado motorizado; apoyando, en cambio, la movilidad peatonal y el transporte público. Generalizando la escuela pública y suprimiendo la concertación. Defendiendo el comercio próximo frente al que exige autovías de acceso. Impulsando la investigación formal, un estilo urbano cosmopolita (que aspira a la universalidad y toma distancias frente a lo particular). Fomentando la participación (el retorno del advocacy planning, la realización de contraplanes vecinales). Cualquiera de estos caracteres, por sí solo, es capaz de quebrar el modelo hiperburgués.
Mas no nos equivoquemos. Pues hablamos de un urbanismo fundado en la idea de que forma parte de un contrapoder que hace frente a la tiranía del mercado único. Un urbanismo que desafíe el poder (creciente) de las grandes empresas, mediante el rechazo de aquellas políticas que aumentan su dominio económico con la adopción de medidas que limiten su poder. Que signifique la recuperación del urbanismo social. Un urbanismo preocupado por las personas, que responda afirmativamente, en suma, a la pregunta que se hace Bob Colenutt: «¿Puede el planeamiento servir a los intereses de la gente antes que a los de la propiedad?» (1). Las decisiones importantes –dice– las toma sólo un grupo minoritario, «mientras que a la gente le dejan los adornos». Y ya que «el poder real reside en los niveles estratégicos», ¿por qué no vigilar estas decisiones? Bastaría, ante cualquier nuevo esquema urbanístico, cualquier proyecto que se propusiera «preguntarse: ¿quién se beneficia, quién pierde?». Un urbanismo que desmontaría progresivamente el modelo neoliberal hiperburgués, basado en un mundo de autopistas, aeropuertos y centros comerciales.
Un modelo de ciudad alternativo que los grandes grupos de poder inmobiliario no pueden consentir. Fundado en la razón y un sentido de la justicia que no permite diferir los beneficios a un futuro siempre lejano e incierto. Una razón que valora la austeridad, la solidaridad y la crítica. Una razón democrática que pudiese ir abriéndose paso en los distintos órganos de poder, tomando forma en la legislación urbanística, en las decisiones municipales, en las empresas alternativas, en los medios de comunicación independientes, en las universidades abiertas. Mas nada de eso pueden consentir los grandes grupos inmobiliarios.
Y ahí es donde entran las actuaciones mafiosas. A pequeña escala, mediante la extorsión o el desprestigio organizado de los oponentes; las amenazas, ciertas o veladas, a los críticos; el ahogo económico de las empresas que no se ajusten al guión. Pero también de gran escala, interviniendo en la formación de la legislación regional, estatal o europea (hay varios estudios sobre las interferencias de las grandes empresas transnacionales en el desarrollo de las directivas comunitarias de carácter urbanístico o territorial) (2); constituyendo un gran monopolio radical de la ciudad. Porque, a fin de cuentas, ¿qué hacen las mafias? Sin duda, lo peor es su influencia en los procesos democráticos de decisión, en la desaparición gradual de la independencia de la justicia y la credibilidad democrática. Ahí es donde nos jugamos la ciudad de todos.


Rosario del Caz y Manuel Saravia son profesores titulares de urbanismo. Pablo Gigosos es arquitecto municipal. Los tres son autores de Los derechos humanos y la ciudad (Madrid, Talasa, 2002).

(1) B. Colenutt, “Can Town Planning be for people rather than property?”, en A. Blowers y B. Evans, Londres, Routledge, Town Planning into the 21st Century 1997, pp. 105 y ss.
(2) B. Balanyá y otros, Europa, S. A. La influencia de las multinacionales en la construcción de la UE, Barcelona, Icaria, 2002.