Salvador López Arnal
Conversaciones con Eugenio del Río
(Reproducción del capítulo IV del libro así titulado. Málaga: Ediciones del Genal, 2015).

Estamos en el apartado “Un breve apunte autobiográfico” del primer capítulo del libro De la indignación de ayer a la de hoy. Lo abres con una cita de Stefan Zweig: “Cuando pronuncio de una tirada “mi vida”, maquinalmente me pregunto: “¿cuál de ellas?” ¿Y en tu caso? Cuando pronuncias la palabra en cuestión, ¿en cuántas vidas piensas? ¿Alguna es tu preferida?

Si empiezo a contar desde mi juventud, y si me refiero sobre todo a lo que ha ido deambulando por mi cerebro, pueden ser tres o cuatro. Quizá con alguna sub-vida. Supongo que he tomado distancia con mis vidas anteriores; en lo tocante a mi itinerario ideológico no soy nada melancólico. Creo que prefiero el punto al que he llegado hoy.

Afirmas compartir (es decir, haber compartido) con el sector radical de tu generación, de aquella generación de izquierda revolucionaria, sus principales defectos. Te cito algunos de ellos: “la voluntad de hacer feliz a la sociedad, con una idea de felicidad formada al margen de las ideas que esa sociedad pudiera tener”. Esa idea, en tu opinión, no es positiva. No vale defender una idea de felicidad al margen de la idea dominante en la sociedad en la que uno vive. ¿Por qué?

Si lo de hacer feliz se entiende en el sentido del altruismo, del compromiso con los seres humanos que forman la sociedad, no tengo nada que objetar; al contrario. Lo malo es cuando ese empeño por hacer feliz se traduce en querer llevar a la gente a donde no quiere ir. La cosa es más grave cuando, para conseguirlo, se emplean métodos más expeditivos y hasta crueles. Este propósito tiene raíces en las grandes tradiciones religiosas y también en las revolucionarias.

Por descontado que uno tiene alguna idea sobre lo que más le conviene a la sociedad, y que tiene el derecho de defenderla. El problema, bien conocido, sobreviene cuando uno se atrinchera en su idea, escucha poco, tiende a pensar que las mayorías sociales están sistemáticamente equivocadas respecto a lo que necesitan y que el deber de las minorías clarividentes, las que saben discernir los  verdaderos intereses de la población, es adoctrinar a la sociedad y, si pueden, conducirla por el buen camino.

Bajo mi punto de vista hay aquí involucrados problemas que afectan a la actitud hacia las mayorías sociales, al intercambio racional de ideas, a la calidad de la comunicación colectiva, a la consideración de los tiempos y de las modalidades de los procesos de cambio social.

Las minorías efervescentes, apresuradas y un tanto auto-referenciales muestran una actitud poco atenta y respetuosa hacia las mayorías sociales y se obstinan en guiarlas en una dirección, al margen de sus propias ideas y de su voluntad.

¿Y sigue pasando esto que señalas en la actualidad?

En España mucho menos que antes. El ambiente es menos propicio para las inclinaciones mesiánicas. Pero no se puede decir que hayan desaparecido del todo.

¿Las minorías sociales siguen siendo muy auto-referenciales? ¿Por ejemplo?

Las mentalidades auto-referenciales suelen darse en grupos vinculados con alguna ideología intensa, que los hay, ya sea religiosa, nacional o social.

Unas preguntas más sobre lo que has señalado anteriormente. Hablas de las propias ideas de las mayorías sociales pero alguien, no digo que sea yo, te podría decir: no son propias, son ideas que se han ido introduciendo poco a poco en su cosmovisión y no de manera casual. Nos adoctrinan para su bien, para sus intereses. Hay que combatir esa conducción interesada.

Desde luego, hay que tratar de contrarrestar la influencia de los adoctrinamientos interesados, que son muchos y poderosos. Pero opino que no se ajusta a la realidad una idea extendida en ambientes de izquierda, según la cual las mayorías sociales se limitan a pensar lo que dictan los medios. Esa idea no me cuadra con el conocimiento de las mentalidades colectivas que tenemos actualmente.

Por otro lado, si la gente, en su gran mayoría, pensara simplemente lo que se le dice que tiene que pensar, ¿qué podríamos hacer para impulsar la movilización para cambiar las cosas?

Una adhesión, afirmas también, a la idea revolucionaria escasa de sentido crítico. ¿Qué falta de sentido crítico tuvo aquella generación de la que yo también, de algún modo, formo parte?

Aquella mentalidad estaba hecha con mimbres variados. Entre ellos, una inclinación imparable hacia lo absoluto, un escaso sentido de los límites de la acción humana, una falta de comprensión de los conflictos entre bienes opuestos, un conocimiento muy insuficiente de la realidad misma de las revoluciones del siglo XX…

Además, estoy hablando de unos jóvenes que poseíamos una cultura histórica más bien corta, una gran ingenuidad, y una impaciencia a prueba de bomba. Un régimen tan odioso como el franquismo, con su extremismo, favorecía entre quienes luchábamos contra él un extremismo reactivo. No estábamos para muchas sutilezas.

Hay, en fin, otra faceta de esa mentalidad que debe ser señalada. Es la concepción de la revolución como congelación temporal de las libertades. Esta idea gozaba de amplio predicamento en las filas revolucionarias: la revolución tenía que defenderse de sus enemigos mediante un régimen de excepción, es decir, aplazando la formación de un Estado de Derecho. Esta manera de ver las cosas propiciaba una actitud comprensiva, si cabe hablar así, hacia la negación de las libertades, ya no temporal sino definitiva, por parte de los regímenes originariamente revolucionarios. Era una seria laguna de nuestra conciencia democrática, y una llamativa paradoja: luchábamos por la libertad contra el franquismo pero nos parecía aceptable que los regímenes autoproclamados socialistas, o algunos de ellos, según las preferencias de cada cual, negaran las libertades democráticas.

¿Inclinación imparable hacia lo absoluto? ¿Hacia qué absoluto?

Cuando me refiero a un horizonte de absolutos estoy pensando en ideas, a veces valores, a veces objetivos, no sujetos a condicionamientos, sin límites, que escapan a la relación conflictiva con otros valores u objetivos. Esta relación conflictiva puede obligar a hacer concesiones, a negociar, a procurar un equilibrio a base de reducir las pretensiones de cada elemento de erigirse en supremo e ilimitado.

Todo aquello que en nuestro mundo era más determinante tenía un valor absoluto, era estrictamente incuestionable. Así sucedía, por encima de todo, con la revolución y con la violencia revolucionaria.

“Luchábamos por la libertad contra el franquismo pero nos parecía aceptable que los regímenes revolucionarios negaran las libertades democráticas.” No por gusto se te podría decir. Cuando no fue así, nos hicieron puré y nos comieron. Ejemplos: la II República española, el Chile de Allende, Indonesia… Mil ejemplos más. ¿No vale este tipo de argumento en tu opinión?

En mi opinión, no vale.

En la pregunta, si la interpreto bien, hay un supuesto implícito que, a mi juicio, no está bien fundado.

Entiendo que estamos hablando de regímenes que, para defenderse de sus enemigos, establecen un estado de excepción, si se le puede llamar así, que niega  libertades democráticas fundamentales al conjunto de la población.

Aunque admitamos la hipótesis de que quienes así lo deciden actúan buscando el bien para su país, esto no hace buena esa forma de defender una dinámica de cambio social. Ni siquiera la hace eficaz para esos supuestos fines; sí, en ocasiones, para permitir a una élite mantenerse en el poder.

Dejo en el aire las siguientes objeciones.
No veo la utilidad que pueda tener la supresión general de las libertades para hacer frente a una ofensiva contra un proceso de transformación social.

Las referencias que apuntas no muestran que eso sea así. No entiendo por qué una hipotética anulación de las libertades durante la II República hubiera podido ayudar a evitar el golpe de Estado fascista o a ganar la guerra del 36. Otro tanto se puede decir del Chile de Allende. Si triunfó el golpe pinochetista no fue porque el Gobierno de Allende preservó las libertades y los derechos democráticos. Más todavía, dada la correlación de fuerzas, me temo que la eliminación de las libertades democráticas no solo habría dificultado más la movilización popular sino que podría haber precipitado el golpe militar.

Hemos hablado en otro momento de Nicaragua. Uno de los méritos de los sandinistas en su lucha frente a la contra fue precisamente el de haber mantenido un marco democrático. ¿Se puede argüir que eso les debilitó frente a la contra?

Si partimos de que, en esa lucha, es imprescindible movilizar al mayor número de personas y ganar a la mayor parte posible de la población, ¿la supresión de las libertades y de los derechos democráticos cómo puede ayudar a alcanzar esos objetivos?

Ha de tenerse en cuenta, por lo demás, que la mayor parte de las regímenes de los que estamos hablando no se limitaron a cancelar las libertades durante un período limitado sino que hicieron de eso uno de sus rasgos permanentes, lo que no se justifica invocando la virulencia de los ataques sufridos durante períodos anteriores de mayor tensión.

Continúas por el asunto de la violencia política revolucionaria. ¿Nunca es admisible esta violencia a la que aludes, en cualquier situación?

Hay al menos tres planos que conviene diferenciar.

Uno es el de la legitimidad de la violencia frente a una tiranía. En general, en la izquierda revolucionaria, esta violencia se consideraba lícita. Y yo sigo pensando que lo es.

Un segundo punto hace referencia a la violencia revolucionaria, la violencia encaminada a la transformación de la sociedad. Dentro de la izquierda radical de los años sesenta esta violencia no solo se justificaba sino que pensábamos que sólo a través de ella podíamos ser consecuentes con el imperativo categórico de emprender un cambio social drástico.

Este aspecto era uno, si no el que más, de los que deslindaban claramente el campo de la extrema izquierda del de los partidos comunistas.

Y, un tercer punto, muy debatido: una vez establecido que la violencia antifranquista era legítima, había que dilucidar si, además de justa, era conveniente emplearla, esto es, si, entre sus posibles resultados, era más lo deseable que lo indeseable. Una respuesta que se inclinara más por lo primero que por lo segundo llevaba directamente a un nuevo problema: el de las posibles formas de esa violencia y el de su eventual calendario.

¿Y cuál es tu posición actual sobre 2? ¿Estábamos de atar? ¿Y sobre 3?

Algunos al menos sí estábamos bastante de atar, aunque era una locura parcial, que no cubría toda nuestra experiencia vital. Nuestras vidas incluían también otras piezas, de todo tipo. Nuestra parte de locura, por otro lado, existía en el contexto de un mundo que, a su vez, estaba bastante enloquecido.

Respecto al punto dos, tal como yo concibo la cuestión, la clave está en la distinción entre la violencia para poner fin a una tiranía –la ejecución del dictador dominicano Trujillo, pongamos por caso– y la violencia que se ejerce, en un marco democrático-parlamentario, para cambiar de régimen político, económico y social; las Brigadas Rojas italianas no luchaban para derrocar a una dictadura sino para cambiar la política, la economía y la sociedad.

Nuestro razonamiento de la época, que era el de la extrema izquierda en general, partía de la convicción de que resultaba imprescindible, absolutamente imprescindible, en cualquier país, acabar con el régimen capitalista, y que este no iba a abandonar la escena sin resistirse violentamente. Por lo tanto, era igualmente imprescindible hacer uso de la violencia para conseguirlo.

En nombre de un bien que se suponía indiscutible y absoluto quedaba justificado el empleo de la violencia, independientemente de la opinión mayoritaria que pudiera haber en la sociedad.

No me parece una manera democrática de impulsar los necesarios cambios sociales. Pero acerca de esto me extiendo en uno de los capítulos de mi libro; acaso haya ocasión de seguir con ello en otro momento.

A propósito del punto tres, aunque también quizá podamos volver sobre él, un aspecto que con el tiempo me ha venido pareciendo cada vez más relevante es el de la distinción entre justificación y conveniencia.

Hay cosas que uno tiene derecho a hacer pero que sabe que no debe hacer porque el previsible carácter pernicioso de sus efectos es superior al de los bienes que se pudieran alcanzar.

La acción política violenta, incluso la más justificable, no puede librarse de acompañantes perniciosos, como es la gestación de personas que acaban siendo funcionales a una labor de aristas siniestras insalvables. Los atentados no solo producen muertos sino también asesinos.

Por esta y por otras muchas razones ha podido ir abriéndose paso la búsqueda de otros modos de actuar. Aquí entran las diversas versiones de la no violencia, que, sin renunciar a la eficacia, procuran dejar a un lado los efectos nocivos de la violencia. Está por comprobar su nivel de eficacia en las diferentes circunstancias.

Criticas también el voluntarismo. ¿Siempre es negativo? ¿No son también muy voluntaristas los que ahora, en estos años, en nuestras calles, gritan que sí se puede, o forman parte de las PAH o de grupos defensores de la sanidad y enseñanza públicas o de colectivos republicanos?

Depende de lo que entendamos por voluntarismo. Empleo esta palabra en un sentido fuerte. Cuando digo voluntarismo estoy aludiendo a una tendencia a pasar por encima de los límites de la realidad. En mi generación fue algo muy tangible. Y en mi trayectoria personal, también.

Claro que los límites solo se pueden calibrar muchas veces cuando se actúa para cambiar las cosas. A menudo es la movilización la que indica hasta dónde se puede llegar. Es entonces cuando se palpan las posibilidades y los límites.

Tal ideología, afirmas, así como los diversos y serios desvaríos, errores de juicio y de apreciación de los que soy, afirmas, responsable, “tuvieron penosas repercusiones para la vida de bastantes personas, en ocasiones de extrema gravedad.” ¿De extrema gravedad? ¿No exageras? Por lo demás, ¿no estás incrementando tu influencia en las decisiones de otras personas adultas y politizadas como tú?

Desgraciadamente no puedo echar agua al vino de mi afirmación. Pienso que no exagero: contribuí a promover orientaciones y a tomar decisiones que no condujeron a los fines perseguidos y que fueron perjudiciales para cierto número de personas.

Claro que mis errores no hubieran tenido efectos tan negativos si no hubiesen existido otras personas que, para entendernos, emitían en la misma longitud de onda. Los liderazgos conllevan movimientos de ida y vuelta. La influencia de los líderes depende de las disposiciones presentes en un colectivo. Uno no puede caminar en una dirección al margen de las voluntades de otras personas. Pero, dicho esto, he de reconocer que las responsabilidades no se distribuyen por igual.