Sami Naïr
Nuestra parte negra. No es posible medir lo que supone
la pérdida de Mandela para el humanismo

(El País, 6 de diciembre de 2013).

Hay muertos que no son como otros muertos, porque hay seres humanos que no son como otros. Todavía somos, en nuestra inmensa mayoría, supervivientes del siglo XX —un siglo en el que probablemente se hayan cometido los peores crímenes desde finales de la Edad Media: enfrentamientos salvajes entre imperios, guerras mundiales que han destruido generaciones enteras, exterminios en masa de pueblos dominados, holocausto contra los judíos, colonizaciones, experimentos atómicos en pueblos inocentes de Japón, “equilibrio del terror”— hemos visto de todo. Y es probable que no hayamos aprendido nada y que todavía estén por llegar numerosos crímenes de masas. Y sin embargo hay personas, centinelas de la humanidad, que atraviesan estos horrores y salen de ellos siendo más humanos aún, más optimistas en cuanto al futuro de la comunidad de los vivos. Estas personas son poco comunes y Nelson Mandela, junto con el gran Gandhi, es de esas personas.

Evidentemente no es posible medir lo que supone la pérdida de Mandela para el humanismo. Este hombre viene de un país en el que ser negro significaba ir al infierno desde el grito primario del nacimiento; creció en medio de un mundo fundado sobre la separación violenta de colores, donde el blanco dominaba en virtud de su tez y en el que el negro era condenado a la maldición en razón de su color; luchó en un partido político que quería que fuera para todos, negros y blancos, y que no reclamaba otra cosa que la igualdad de los humanos, independientemente de su género, su estatus social, su color. Y es por esto que era considerado el más peligroso de todos a ojos de los partidarios del apartheid. Peligroso porque quería un África del Sur fundada sobre la ley democrática de la mayoría y sobre el respeto a las minorías.

Acusado de haber fomentado atentados contra objetivos militares, será condenado en 1962 a cadena perpetua, encarcelado en condiciones espantosas en Robben Island durante 19 años, trasladado en 1981 a otro lugar en el que permanecerá 8 años más, convirtiéndose, tras 27 años de encarcelamiento, en uno de los presos más viejos del mundo, todo ello en nombre del odio que los blancos profesaban a las poblaciones negras de las que se valían en la explotación de minas de uranio y diamantes, y en las aterradoras fábricas que recordaban a las galeras. Negros hacinados en los shop towns, acotados en bantustanes de siniestra memoria, siempre separados de sus semejantes blancos, siempre despreciados, dominados, aplastados.

Pero Nelson Mandela, desde el fondo de su prisión, aguantaba. Se hubiera querido que incriminase a los blancos como género, que retomara por su cuenta la guerra de razas que le imponía el apartheid, que se convirtiera de este modo en vector de un racismo antiblanco; siempre se negó, respondiendo que no luchaba contra los blancos, sino por la libertad de blancos y negros, es decir, contra el sistema delapartheid, que hacía posible la dominación del blanco sobre el negro. Se hubiera querido que preconizase, a través del tercermundismo de los años 1960 y 1970 del siglo XX, la revolución violenta en África del Sur, pero se negó, argumentando que todos los partidarios de la abolición del apartheid, independientemente de sus elecciones ideológicas, debían poder reencontrarse en su partido, el African National Congress, para luchar juntos en torno a un único objetivo: la emancipación de los negros oprimidos, la salvación de los blancos alienados por el sistema del apartheid, puesto que, según él, los blancos también eran víctimas de su propia mirada racista y debían ser salvados.

Pero la grandeza, la inmensa grandeza de Mandela va más allá aún: una vez vencido el apartheid —gracias también a la inteligencia de Frederik De Klerk, jefe del Estado sudafricano, que había comprendido que aquel sistema, a la vez que engendraba la hostilidad de toda la humanidad, estaba muerto y que hizo adoptar en 1991 en el Parlamento sudafricano una legislación que abolía las leyes raciales— Mandela rechaza la venganza y se transforma en educador de su pueblo. Él, que había sufrido el martirio, dijo a los negros: “Si queréis un día olvidar elapartheid, debéis aprender a perdonar”; y a los blancos: “Si queréis un día ser perdonados, debéis olvidar vuestro apartheid”. Esta filosofía se encuentra en estado puro, como un diamante precioso, en todos los discursos, los actos, los sentimientos de la gesta mandeliana. Representa la más poderosa conjunción entre el deber de la memoria y la fuerza del perdón. ¿De qué lejana sabiduría surge? ¿De qué tradición religiosa emana su fuerza?

El fenómeno Mandela ha suscitado numerosas conjeturas: este hombre ha tenido una formación al mismo tiempo de izquierdas y religiosa, profundamente espiritual. En realidad, surgido de un país encrucijada de continentes, en el que cohabitaban (mal, evidentemente) diversas comunidades (blancos protestantes, cristianos de diversas corrientes, judíos, musulmanes, hindúes y una diversidad infinita de antiguas creencias africanas), Mandela bebió de las fuentes de todas estas culturas mezcladas y las transformó, en su calvario de prisionero de por vida, en una feliz síntesis universalista, en un camino de reencuentro entre seres que, para vivir juntos, deben tenderse la mano.

Los creyentes verían el dedo de Dios que rozaba al ser humano, a imagen del fresco de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina; otros verían la señal misma de la fórmula humanista de Goethe, según la cual “nada de lo humano me es ajeno”. Pero Mandela sabía bien que este acuerdo que acababa de sellar con los sudafricanos blancos debía también garantizarlo, sobre todo después de que estos hubieran sido vencidos en Angola y en Namibia. Desde entonces, los opresores blancos tienen miedo, hay que protegerlos de alguna manera en su capitulación y su retirada.

Y Mandela, consciente de la dificultad de la tarea, acepta ser el primer presidente de los negros y los blancos. Y será él quien asegurará esta imposible transición, será él quien refrenará la cólera de los negros, será él quien evitará el baño de sangre entre adversarios de miras estrechas. Su ejemplo debería ser meditado por todos aquellos que se encuentran en medio de un conflicto trágico: los israelíes y los palestinos, los católicos y los protestantes en Irlanda, los pueblos divididos de la exYugoslavia, las minorías y las mayorías confesionales de Oriente Próximo, las tribus genocidas en África, en resumen, todos aquellos atrapados en la pasión por la diferencia excluyente y el odio hacia el otro.

Nelson Mandela rechazará renovar su mandato como presidente de África del Sur porque no había aceptado esa responsabilidad más que para llevar a cabo la paz entre negros y blancos, y de este modo dará al mundo y a los africanos en particular el ejemplo raro de un hombre político que no se deja dominar por el goce de los privilegios del poder. A nosotros, al resto de la humanidad, nos habrá revelado, a través de su humanismo africano, la parte de negritud que hay en cada uno de nosotros, como Gandhi nos enseñó, dentro de la más bella tradición asiática, la parte de no violencia que también nos habita. Símbolo universal de reconciliación, de libertad y de respeto a la dignidad, sin duda Nelson Mandela permanecerá en la memoria como el hombre más importante del siglo XX, un hombre contra el cual la muerte es impotente, pues se ha convertido, a su manera modesta y tranquila, en el ejemplo mismo de la humanidad en el ser humano.