Santiago Álvarez Cantalapiedra
Desafíos para un mundo rural vivo: cultivar
la tierra, proteger al campesinado

(Página Abierta, 242, enero-febrero de 2016).

 

«El trigo y la uva son energía solar fijada y concentrada por mediación de la clorofila; por ella, la energía misma del sol entra en los cuerpos de los hombres y los anima. [...] El campesino es el servidor de esta gran obra».

   S.Weill (1)

El mundo rural siempre ha estado ligado a la actividad agraria. La cultura rural surgió asociada al cultivo de la tierra, transformando su aparente condición «salvaje» en naturaleza humanizada. Cultivar la tierra ha implicado desde sus inicios la incorporación de pedazos cada vez mayores de naturaleza virgen al patrimonio social de la humanidad. No es posible pensar el mundo rural sin la tierra cultivada y el campesinado.

Ambos llevan tiempo sometidos a presiones amenazantes. Tanto el sujeto, el campesinado, como el soporte vivo que lo alberga y da sustento, la tierra, sufren las consecuencias de la modernización capitalista. Para el campesinado se traduce en la tendencia a su desaparición como sujeto social. La tierra cultivada, a su vez, se ve afectada por una doble tendencia: la primera afecta a los  cambios en los usos del suelo, cambios que manifiestan que no estamos cuidando como es debido nuestro patrimonio agrícola ante el imparable proceso de urbanización y la insaciable demanda de nuevos espacios recreativos; la segunda tiene que ver con el mal uso que  damos a la superficie de tierra que aún cultivamos y está provocando su degradación acelerada por unas prácticas agrarias intensamente esquilmadoras (2).

Lo que vincula al campesino con la tierra es la cultura. Estas mediaciones culturales están experimentando profundas transformaciones como consecuencia de las tendencias anteriores. Los cambios en las estructuras agrarias han modificado tanto la realidad social del campo como la función que el mundo rural desempeña en la sociedad actual.

Las culturas campesinas

La agricultura campesina tradicional ha estado protagonizada secularmente por pequeñas unidades productivas, principalmente de carácter familiar, enmarcadas en una comunidad. Aún sigue estándolo en amplias partes del mundo. La comunidad y la familia extensa han sido –y en buena medida lo siguen siendo– el sustrato social a partir del que se organiza la actividad agraria, por lo que las relaciones sociales que se despliegan en su seno no se puede decir que sean relaciones capitalistas propiamente dichas: en muchas ocasiones la propiedad de la tierra es social, correspondiendo a la comunidad establecer las normas de acceso y uso a la tierra comunal; las relaciones de producción suelen venir marcadas por lo anterior o estar definidas, en el caso de explotaciones de titularidad privada, por los vínculos familiares, de manera que la relación salarial no existe o es residual. Además, en las economías campesinas tradicionales la finalidad de la actividad está orientada a la satisfacción de las necesidades de la familia más que a la búsqueda de beneficios, por lo que las comunidades agrarias se dedican más a la reproducción que a la acumulación.

A partir de estos rasgos se entiende que las culturas campesinas sean economías claramente autosuficientes en relación con la energía e insumos que utilizan y que el autoconsumo sea un componente destacado de la producción de la agricultura familiar, sin que el mercado llegue a representar, como en otros tipos de agricultura, un papel articulador central. Los conocimientos y las experiencias, que se transmiten entre generaciones en el seno de la familia y la comunidad, se integran en una sabiduría campesina que encarna una cosmovisión o manera de interpretar el mundo. El control de los insumos, de los métodos y destino de la producción, unido a que la tierra representa un espacio donde se unifica trabajo, cultura y modos de vida, otorga al campesino una autonomía sobre su actividad y forma de vida de la que está desprovisto el agricultor que participa en los sistemas agroindustriales globalizados.

Las culturas campesinas han conformado tradicionalmente aquello que solemos denominar «mundo rural», un ámbito de significación donde los distintos aspectos señalados se muestran indistinguibles unos de otros por los estrechos lazos que los unen. De ahí que la desaparición del campesinado esté precipitando otra cosa, un mundo desnaturalizado en el que sólo quedan vestigios de lo que fueron unos modos de vida generadores de una fuerte identidad social.

La transformación del mundo rural

Esto es lo que ha venido ocurriendo al menos en los países industriales. Y no sólo porque los valores del productor agrícola moderno hayan ido sustituyendo a los del viejo campesinado tradicional, sino porque los propios agricultores empiezan a ser población minoritaria en el mundo rural. La función del campo ha variado, y siendo indispensable en el suministro de alimentos, el espacio rural es visto hoy por la mayoría de la población más como lugar de descanso, recreo y consumo que como espacio de producción. Las segundas residencias han transformado los pueblos en lugares de veraneo ajenos a la actividad agraria y al trabajo en el campo. La integración del veraneante en el tejido social de la comunidad rural suele ser mínima y no existe más vínculo con la agricultura que el que surge remotamente de su condición de consumidor.

A todo ello se suma otra función inesperada: el abandono agrícola y el éxodo rural estimulan la posibilidad de que el campo sea visto también como un vertedero donde almacenar los residuos que nadie quiere tener cerca. Lo resume acertadamente Silvia Pérez-Vitoria: «Después de haber vaciado los campos, el mundo industrial los llena con sus malestares» (3).

Las causas vienen de lejos

Las dinámicas que conforman el mundo rural actual no son nuevas. Hunden sus raíces en la disolución del vínculo orgánico del agricultor con la tierra propiciado por el tránsito desde un metabolismo agrario –colaborativo con la naturaleza y centrado en el empleo de los recursos bióticos que surgen gracias a la fotosíntesis– a otro de carácter industrial que da forma a una economía adquisitiva marcada por la extracción de todo tipo de recursos y la generación de residuos que empobrecen de nutrientes los suelos y deterioran la calidad del agua y del aire.

Este tránsito ha supuesto muchas cosas, entre las que se encuentra la sustitución de sabidurías tradicionales por ignorancias modernas. Tal vez lo que mejor resuma la ignorante arrogancia del sujeto moderno es no haber entendido la respuesta que dio el jefe Seattle a quienes presionaban a su pueblo para que cediera las tierras donde habitaban: «Al menos nosotros sabemos esto: la tierra no pertenece al hombre, el hombre pertenece a la tierra». Una vez instalado el capitalismo, la visión moderna dominante se volvió incapaz de contemplar en la tierra algo más que su función económica; su propiedad fue vista como mera posesión privada de un medio de producción. De ahí que se convierta también en fuente de renta, y el acceso a ella en fuente de luchas y conflictos.

Supuso también la desaparición de las faenas comunes y la disolución de los tiempos de encuentro en los trabajos compartidos. La modernización agrícola capitalista ha comportado, a través de la división social del trabajo y el requerimiento de cantidades crecientes de insumos externos y capital físico, la desaparición de la mayor parte de las actividades comunales. «La imagen del productor o de su obrero solo sobre su tractor en medio de un inmenso campo es muy frecuente en las zonas de grandes cultivos. Los lazos se distienden cada vez más ya que los agricultores se encuentran actualmente con mayor frecuencia en situaciones de competencia y no de complementariedad» (4).

Y si anteriormente gran parte de los productos que se obtenían del campo eran transformados por los propios campesinos, ahora se asiste a una estrecha especialización que reduce al agricultor a simple suministrador de materia prima para la industria. La industrialización de la alimentación ha implicado que las grandes empresas se hagan con el dominio de todos los eslabones de la cadena: desde las semillas –a través de las patentes y la propiedad sobre la materia viva– hasta la comercialización y la influencia en los hábitos y gustos del consumidor. El agricultor pinta poco, ni siquiera en las tareas de las que aún no ha sido apartado: otros deciden por él lo que tiene que producir, cómo y cuándo. Las políticas agrarias no han hecho sino acentuar esta irrelevancia. Basta con leer las declaraciones de los responsables públicos: cuando un político habla del campo nunca está pensando en el campesino sino únicamente en la industria agroalimentaria. Convertido en un simple engranaje de una maquinaria industrial sobre la que no tiene ningún control, el productor se ve desposeído de la autonomía que le proporcionaba la suficiencia y el autoconsumo presentes en la cultura campesina.

Una nueva vuelta de tuerca: la globalización

La integración del sector agrícola en los circuitos comerciales internacionales y el impulso a la industria agroalimentaria mundial se han visto fuertemente favorecidos por una amplia variedad de acuerdos, tratados y organismos internacionales. Resultan ilustrativas las consecuencias de la entrada en vigor en el año 1994 del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) que, para México, representó la culminación de su orientación hacia la economía mundial. En la práctica ha supuesto la irrelevancia del ejido (una propiedad rural de uso colectivo), que había sido la institución central en la vida agraria mexicana desde tiempos de la revolución. La crisis que vivió la economía mexicana en aquellos años provocó un éxodo masivo y un incremento sustancial de la pobreza como consecuencia de la desarticulación de la sociedad rural sin apenas perspectiva de vuelta atrás. Sin tener presentes esas secuelas es difícil entender el auge del narcotráfico y el clima de violencia y corrupción que padece el país en la actualidad.

La globalización del sistema alimentario está significando una última vuelta de tuerca al campesinado mundial. Si el desarrollo capitalista, al privatizar las tierras, mercantilizar la producción y devaluar los conocimientos y técnicas agrarios tradicionales, ya había puesto  en cuestión las condiciones de vida del campesinado en los países industrializados, la globalización, en cuanto intensificación y extensión del capitalismo por el mundo, amenaza el  modo de vida de miles de millones de personas que aún viven y trabajan en entornos rurales, sin que ello garantice mínimamente la seguridad alimentaria de la humanidad y mucho menos la sostenibilidad ambiental.

Pero la historia de las luchas campesinas es larga y muestra cómo han sabido adaptarse a las nuevas circunstancias. El protagonismo del Movimiento de los Sin Tierra o de la Vía Campesina en las redes altermundialistas no es fruto de la casualidad. Tampoco lo es que sectores crecientes del mundo rural estén encontrando en la agroecología el espejo donde mirarse y reconocerse. La defensa de la soberanía alimentaria y la autonomía campesina están ayudando, cada vez con mayor fuerza, a recuperar las señas de identidad de un mundo rural consciente de su misión: alimentar a la humanidad en un mundo justo y sostenible.

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Santiago Álvarez Cantalapiedra es director de la revista Papeles de Relaciones Ecosociales y Cambio Social, editada por FUHEM. Este texto sirve como introducción a su número 131 (otoño-invierno de 2015), dedicado a los problemas y desafíos del mundo rural.

(1) S. Weil, Pensamientos desordenados, Trotta, Madrid, 1995, p. 26.
(2) Entre el 15 y el 24% de la superficie agrícola mundial está degradada; véase el capítulo 5, «Pérdidas crecientes de recursos agrícolas», La situación del mundo 2015. Un mundo frágil, Fuhem Ecosocial e lcaria, Madrid y Barcelona, 2015, pp. 101-118.
(3) S. Pérez-Vitoria, El retomo de los campesinos, lcaria, Barcelona, 2010, p. 64.
(4) Ibídem, p. 54.