Santiago Burutxaga
Un año en stand by* cultural
(Galde, 4, 24 de febrero de 2014).

Es una costumbre asentada que los gobernantes novatos disfruten de un periodo de cien días de gracia en el cual incluso los más predispuestos a la crítica entienden que es necesario un tiempo para que la pesada maquinaria institucional se ponga nuevamente en marcha. Cuando ese periodo de letargo consentido se alarga indefinidamente sin que se vean síntomas de vida, la opinión pública –la que se interesa por estas cosas- empieza a preguntarse si el organismo en cuestión no estará aquejado de alguna dolencia motriz, por no ponerse en lo peor y pensar que el fatal desenlace se haya producido y la cosa no tenga ya remedio.

Cuando el Lehendakari Urkullu confirmó los rumores de que la Consejería de Cultura perdía su condición y se incorporaba a una macro-área que incluiría Educación, Política Lingüística y Cultura, se incubaba el temor de que el apéndice cultural resultaría irrelevante y que acabaría siendo engullido por el gran peso de lo educativo y sus permanentes conflictos.
El que la cultura constituya un corpus diferenciado de la educación y que sea también un derecho y su fomento una responsabilidad de las instituciones es un logro de la izquierda relativamente reciente. El primer ministerio de cultura lo creó Francia en 1959. Charles de Gaulle, su entonces presidente, puso al frente del mismo a un intelectual prestigioso, el carismático André Malraux con el que comenzaría un proceso democratizador que fue despojando a lo cultural de su elitismo para ya en etapas posteriores, ir asumiendo nuevas finalidades que van desde la cohesión social al crecimiento económico, la innovación y cambio social, o la imagen exterior de una comunidad. Es evidente que Iñigo Urkullu no ha tenido en cuenta estos precedentes.

La desaparición de Cultura como consejería es más que un simple reajuste administrativo en momentos de escasez de recursos, es también la constatación de que la inversión cultural que en los discursos políticos de otros tiempos se consideraba estratégica, ha sucumbido a los embates de la crisis. La inacción de este primer año hace sospechar que no se cree en la utilidad de la cultura ni siquiera como instrumento al servicio de la economía, el empleo, la identidad, el desarrollo local o el turismo, y mucho menos, como servicio público para el desarrollo humano de la comunidad.

Lo más grave de esta pérdida de peso específico de la política cultural es que se produce precisamente cuando es más necesaria. Todos los indicadores muestran una caída en picado del acceso de la ciudadanía a los bienes culturales y la consiguiente pérdida de empleo y depauperación de los agentes y empresas del sector. El tejido cultural que se fortaleció en la pasada década, corre el riesgo de sufrir daños irreparables. Es sabido que desde la Transición hasta el comienzo de la recesión económica presente, la intervención pública en muchos sectores culturales ha ido haciendo un camino de dependencias económicas que no se puede desandar de manera brusca. El estribillo neoliberal que señala la inversión privada, el mecenazgo, y la internacionalización de los proyectos como salida, no son hoy sino pájaros volando. Cualquier política cultural responsable que pretenda mantener el desarrollo logrado y garantizar el derecho ciudadano de acceso a la cultura ha de actuar en un doble frente: adoptar medidas de choque que impulsen el consumo cultural y ayudar a los sectores profesionales de la cultura a ser más sostenibles y menos dependientes de los vaivenes del presupuesto público. Esto último requiere de una notable pedagogía social que acabe con la idea de que la cultura es gratuita.

Estas eran las finalidades de algunas de las iniciativas que el gobierno socialista puso en marcha en la pasada legislatura. Los distintos programas de Kultura Bultzatuz intentaban paliar la bajada de contrataciones de las compañías de teatro, danza o conciertos musicales, entro otros, mientras que el Bono-cultura subvencionaba la compra de productos culturales, apoyando de esta forma al pequeño comercio. Otras iniciativas de más largo recorrido, como la tarjeta del club de consumo cultural Kulturtick solo lograron apuntar sus posibilidades ya que el actual gabinete las ha suprimido o las mantiene en un limbo indefinido. Otro tanto le ocurre a Eszenika, centro superior de formación de artistas de la escena que toda la profesión lleva reclamando desde hace al menos una década. Cuando ya existía un proyecto educativo y unas instalaciones para ponerlo en marcha cuya adecuación llegó incluso a salir a concurso, pues nuevamente pasa a ser materia “a estudiar”, con lo que su resolución puede darse ad calendas graecas, o dicho más castizamente, cuando las ranas críen pelo.

En nuestra deficiente cultura política se considera normal que un gobierno no asuma los proyectos de otro de distinto signo, ni aunque se hayan mostrado eficaces, sino que pretende marcar su propia impronta como si nada antes hubiera ocurrido. Lo inquietante es que a la negación de lo que existía le sustituya la nada: una disminución notable del presupuesto destinado a la promoción de la cultura, que sin embargo permite incrementar los apoyos a los grandes programas (ABAO, Quincena Musical, orquestas, Guggenheim…) a base de desconsiderar el menudeo cultural del tejido asociativo. Y lo más llamativo: no se esboza plan alguno que permita conocer las intenciones de futuro. ¿Se acuerda alguien ya del Plan Vasco de la Cultura o del Contrato Ciudadano?
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*Se denomina stand by al estado de los aparatos electrónicos que se encuentran conectados a la espera de ser activados. No ejecutan en este estado ninguna acción, pero consumen energía. Dejemos ahí el símil.