Sonia Alonso
¿Realmente es el triunfo de la tecnocracia
sobre la política? Permítanme dudarlo

(eldiario.es 8 de enero de 2014).

  Uno de los aspectos más preocupantes de la crisis de la eurozona ha sido su efecto sobre la democracia. Sonia Alonso opina que si bien la crisis ha debilitado la democracia en varios países, en particular con respecto a la aplicación de políticas de austeridad en contra de la opinión pública, esto no debe entenderse como la imposición de políticas tecnocráticas de Bruselas.

Según se dice, en la periferia de la eurozona (Grecia, Irlanda, Italia, Portugal y España) estamos presenciando el establecimiento de una democracia sin alternativas. Los gobiernos nacionales de la periferia del euro están adoptando un paquete de medidas económicas, conocido como "austeridad", que una mayoría de los ciudadanos en cada uno de estos países ha rechazado y castigado en las urnas. A pesar de ello, sin embargo, nuevos gobiernos han sido elegidos que continúan con las políticas de austeridad. La alternancia en el poder, por tanto, no ha producido un giro de la política económica hacia políticas fiscales más expansivas.

Según el punto de vista más extendido en los países de la periferia, tanto entre el gran público como por parte de las élites (incluidos los gobiernos que buscan eludir responsabilidades), los gobiernos de los países periféricos, en tanto que miembros de la Unión Europea y de la Eurozona, no tienen otra elección más que implementar el programa de austeridad que viene impuesto sobre ellos por una combinación de instituciones europeas no directamente elegidas por el pueblo, estados miembro acreedores y mercados internacionales. La implicación última de este punto de vista es que los gobiernos nacionales carecen de autonomía y esto lleva necesariamente a una ausencia de alternativas en política económica. Por tanto, aunque el pueblo vota, el pueblo no elige realmente.

El punto de vista más extendido en los países núcleo del euro, fundamentalmente en Alemania, refleja la otra cara de la moneda (nunca mejor dicho) de la crisis del euro. Según este punto de vista,  todos los estados miembro de la UE están sometidos a las mismas reglas del juego, reglas que se decidieron en común y que además han sido democráticamente legitimadas en cada país miembro bien sea por referéndum o por ratificación de los respectivos parlamentos nacionales. Todos los estados miembro, además, han sido igualmente golpeados por la crisis financiera de 2008. La diferencia entre unos estados miembro y otros es que algunos hicieron sus deberes (en términos de reformas económicas y estructurales) antes del estallido de la crisis mientras que otros usaron los primeros años del euro para gastar por encima de sus posibilidades.

Por tanto, la ausencia de alternativas económicas que ahora experimentan los países de la periferia del euro es una consecuencia auto-infligida de un comportamiento anterior irresponsable, e incluso fraudulento en el caso de Grecia. Ayudar ahora a los países periféricos a salir de una crisis económica que se han causado a sí mismos sería correr el riesgo de que no aprendan la lección y vuelvan a hacerlo en el futuro (lo que los teóricos llaman riesgo moral). En otras palabras, sería como un cheque en blanco para que en el futuro cada estado miembro haga lo que le parezca sin atender a sus posibles consecuencias negativas. Para evitar el riesgo moral, se argumenta desde el núcleo del euro, los países periféricos altamente endeudados que quieran ayuda tienen que hacer antes sus deberes. No hay alternativa a la austeridad.

La idea de que no hay alternativa a la austeridad es común a la periferia y al núcleo de la Eurozona, pero en una y otro se atribuye a causas opuestas. En los países de la periferia, la falta de alternativa es vista como una imposición extranjera, de otros países, sobre su soberanía nacional. En los países del núcleo, la falta de alternativa en la periferia se ve como algo auto-infligido. Las consecuencias políticas de uno y otro punto de vista no son triviales. Para los países periféricos del euro, la responsabilidad por la situación presente en la que se encuentran recae en los países del núcleo del euro y en las instituciones europeas en Bruselas. Para los países del núcleo, la responsabilidad está toda del lado de los países periféricos y su comportamiento irresponsable.

El problema que existe con el punto de vista de los países periféricos no es tanto lo que se afirma -puesto que es cierto que los ciudadanos de estos países no pueden cambiar con su voto la política económica- como lo que se calla. Los gobiernos nacionales de los estados miembro juegan un papel doble en la Unión Europea, como ha argumentado soberbiamente Luuk Van Middelaar en su reciente libro The Passage to Europe (2013): por un lado, juegan un papel en tanto que estados miembro separadamente; por otro lado, juegan también un papel en tanto que estados miembroconjuntamente.

En tanto que estados miembro separadamente, los gobiernos nacionales representan –y son responsables ante– sus respectivos electorados nacionales y su objetivo fundamental es la defensa de los intereses nacionales de sus respectivos países. En tanto que estados miembro conjuntamente, los gobiernos nacionales no sólo son el principal órgano decisor de la Unión Europea sino que, además, tienen la responsabilidad de llevar a la mesa conjunta (el Consejo Europeo de Jefes de Estado y de Gobierno) el consentimiento de sus respectivos ciudadanos y/o parlamentos a las decisiones conjuntamente adoptadas por ellos. En otras palabras, y por resumir esta idea un poco compleja, los gobiernos nacionales de los estados miembro llevan puestas dos chaquetas simultáneamente y en todo momento, la nacional de sus propios países y la de la Unión Europea (esto es, el propio país con sus socios).

A pesar de llevar continuamente estas dos chaquetas, por el mero hecho de ser países miembro de la UE, no es así como los gobiernos están contando las cosas en casa, es decir, en el propio país. Desde el estallido de la crisis, los gobiernos nacionales de los países periféricos del euro se han visto a menudo tentados a salir a la arena pública llevando solo una de las dos chaquetas, la del propio país, para así evitar asumir responsabilidades por lo que han hecho mientras llevaban puesta la otra chaqueta, la europea, la conjunta. Los gobiernos se han declarado impotentes ante sus ciudadanos, sometidos a la tiranía económica de la Troika, negándose a reconocer el papel que ellos mismos (y gobiernos anteriores, claro está) han jugado en el trascurrir de los hechos.

Sin embargo, los gobiernos nacionales de la periferia sí tienen autonomía para decidir, aunque sólo sea por el hecho de que retienen la máxima expresión de poder soberano que hay, su capacidad para abandonar el club al que pertenecen (o al menos de amenazar con hacerlo). Además, los gobiernos también pueden intentar bloquear in extremis resoluciones del Consejo Europeo en caso de que éstas representen una amenaza existencial para el propio país (Van Middelaar 2013).

Los gobiernos nacionales de la periferia no han usado estas prerrogativas por miedo a los riesgos o por debilidad y han tomado decisiones conjuntamente con sus socios de las que son ahora responsables ante ellos. Ahora les toca conseguir el consentimiento de sus ciudadanos y de sus parlamentos a decisiones en las que ellos han participado pero que prefieren presentar en casa como imposiciones. Durante la crisis del euro, los gobiernos de la periferia han querido seguir siendo parte de la mesa conjunta de negociación, el Consejo Europeo, pero no han aceptado que una silla en esa mesa implica asumir la responsabilidad por lo que en esa mesa se decida. Cuando están en casa se ponen la chaqueta nacional y ni explican a sus ciudadanos por qué es tan necesario tener un asiento en esa mesa (esto es, pertenecer a la UE y al euro), ni preguntan a sus ciudadanos si aún quieren ser parte de ese club.

El problema con el punto de vista de los países núcleo del euro también es lo que se callan. Al igual que los gobiernos nacionales de la periferia, los gobiernos del núcleo, cuando están en casa, sólo se ponen sus chaquetas nacionales, y prefieren mostrar lo menos posible a sus ciudadanos lo que hacen cuando llevan puesta la chaqueta europea. El espinoso asunto de si los países periféricos hicieron lo que hicieron antes de la crisis financiera animados por un diseño institucional del euro defectuoso, que había sido decidido conjuntamente por todos los estados miembro, incluidos los del núcleo del euro, y mientras estos mismos países miraban para otro lado, se deja siempre en un segundo plano puesto que es un asunto del que no se puede hablar con la chaqueta nacional puesta. La decisión de presentar ante los propios ciudadanos el problema del riesgo moral como un problema fundamental a partir de 2010, pero no antes, no durante los diez años anteriores de saltarse todos continuamente las reglas de Maastricht, es una decisión política, no tecnocrática. Es una decisión que responde a claros intereses nacionales de los países del núcleo, no a intereses conjuntos europeos.

Numerosas voces del activismo político, de la academia y el periodismo, e incluso de las élites económicas y políticas, culpan de la actual democracia sin alternativas a la victoria de la economía sobre la política, de los tecnócratas sobre los políticos. Si fuera realmente así, ¿cómo podríamos explicar los efectos tan dispares que la misma crisis económica ha tenido sobre las democracias nacionales de la Eurozona si no es como consecuencia de decisiones políticas, no sólo tecnocráticas? No es la economía la causante del presente estado en que se encuentran los países de la periferia sino la política o, más exactamente, el manejo que los políticos han hecho de la situación económica. Es la política la causante, pero no sólo la política europea sino, fundamentalmente, la política nacional y, diría más, la política nacionalista perseguida por los gobiernos de los estados miembro en defensa de intereses exclusivamente nacionales.

Cierto es que la crisis del euro ha dejado a los gobiernos de la periferia muy poca discreción en materia de política económica y esto supone un problema enorme de legitimidad democrática en estos países. Sin embargo, la autonomía política de los gobiernos no ha desaparecido por completo, como nos quieren hacer creer para exonerar sus responsabilidades. La Unión Europea está gobernada por sus estados miembro conjuntamente a través de negociaciones inter-gubernamentales en el Consejo Europeo. Esto es así ahora más que nunca. La Comisión es débil y el Parlamento Europeo aún está estirando sus músculos. Este énfasis inter-gubernamental deja abierta la puerta a respuestas nacionales, y nacionalistas, ante la crisis económica que seguimos padeciendo. De hecho, los estados miembro, desde el estallido de la crisis en 2008, se han comportado ignorando por completo los niveles de interdependencia económica de los países de la Eurozona y la fragilidad que se deriva de ello. Si queremos que algún día la Unión Europea sea realmente europea, responsable ante todos los países europeos y sensible a todos los ciudadanos europeos, los gobiernos nacionales de todos los estados miembro deberían empezar por escuchar a los ciudadanos de toda la UE y no sólo a los propios. Pero eso no lo harán hasta que tengan un incentivo fuerte para ello y el actual diseño institucional de la UE lo impide.