Tahar Ben Jelloun

Ahora que la tierra ha temblado, los rencores vuelven a despertar de su sueño y la población del Rif hace gala de su descontento 
(La Vanguardia)

Cuando la tierra se pone a temblar ya no resta un ápice de audacia para elevar los ojos al cielo. En la segunda sura del Corán se dice: “Él es quien creó para vosotros cuanto hay en la Tierra. Y ascendió al Cielo e hizo de él siete cielos. Él es omnisciente”. En otro versículo del Corán se rasgan los cielos, signo anunciador del fin del mundo. Tanto con fe como sin ella, uno no sabe a qué santo encomendarse cuando la naturaleza monta en cólera. Uno se ve poseído de una impotencia tal que baja los brazos a la par que trata de volver en sí; esto es, de tranquilizarse y aceptar lo que acaba de suceder. El hecho de que el terremoto se haya producido de noche no carece de importancia: “La noche es una señal a ellos dirigida; una señal a la que privamos de la luz del día a la hora en que los humanos se sumen en las tinieblas” (sura 36).

Los marroquíes fueron ya traumatizados por el terremoto de 1960 que destruyó totalmente la ciudad de Agadir, al sur de Marruecos a orillas del Atlántico. Nada en aquella época permitía prever esta catástrofe. El país fue presa de una conmoción. En pocos segundos perdió una ciudad con la mayoría de sus habitantes. Desde aquel día, la idea de una llamada de atención venida del Cielo –en forma, sobre todo, de un temblor de tierra– se abrió paso en las mentes y corazones de los marroquíes. La muerte de inocentes expresa la cólera de Dios. La gente está convencida de que la tierra se ha tragado a familias enteras mientras dormían porque Dios reservaba un mensaje dirigido a los supervivientes a fin de que reencontraran la senda de la verdad y la justicia.

Cuando la tierra tembló el martes día 24 de febrero en la región de Alhucemas (nordeste del litoral mediterráneo) todos los espíritus pensaron al punto en la palabra de Dios. En seguida se acordó que en las mezquitas se elevara “la oración por los ausentes” en homenaje a las 600 víctimas de la catástrofe al tiempo que se enviaban fuerzas de socorro a las aldeas de difícil acceso. Los supervivientes se impacientaron presa de su aflicción, sin poder tampoco dirigir su cólera contra el Cielo. De modo que la tomaron con las autoridades, que han hecho lo que había que hacer aunque sin ser suficiente; y, sobre todo, eso no devolverá la vida a quienes se ha tragado la tierra. Algunos han perdido todos los miembros de su familia, otros tuvieron suerte y se libraron de la desgracia.

El Rif es una región peculiar, montañosa, que da sobre el Mediterráneo. En ella se habla una lengua bereber que no tiene nada que ver con el árabe ni con el tachlhit de los bereberes del sur; es una lengua distinta. Hablar de su historia es hablar de una rebelión permanente. En el año 1921, el líder rifeño Abdelkrim Jattabi (1882-1963) infligió una derrota sangrienta al ejército español que contaba con 20.000 hombres. Decretó la “República confederada de las tribus del Rif”, siendo como es Marruecos una monarquía. El movimiento de liberación se impuso ante la opinión mundial hasta el punto de que Ho Chi Minh y el Che Guevara dirían que veían en él un modelo. Las fuerzas armadas francesas, dotadas con 160.000 soldados, intervinieron a las órdenes del mariscal Pétain para “quebrar” las ambiciones del jefe rifeño, que fue enviado al exilio en la isla de la Reunión para acabar sus días en El Cairo. A ojos de los rifeños, Abdelkrim es un héroe legendario, venerado e idealizado. En 1958, dos años después de la independencia de Marruecos, las poblaciones rifeñas se rebelarían contra la indiferencia de Rabat. El futuro rey Hassan II, respaldado por el general Ufkir, ahogaría en sangre la rebelión. Desde entonces se ha considerado el Rif como área presta a la revuelta y el tumulto. Suele decirse que se permitió que su población se dedicara al cultivo del kif –cerrando los ojos– para que no pensaran en la política.


El país es mucho menos homogéneo
de lo que se imagina desde el exterior.

Ahora que la tierra ha temblado los rencores vuelven a despertar de su sueño y la población hace gala de su descontento. El Rif ha suministrado varias generaciones de inmigrantes en especial con destino a Alemania, Bélgica y Países Bajos. Inmigrantes que en escasos días han acumulado sumas notables que han enviado a las familias de las víctimas. Resulta una ironía que incluso los adversarios políticos de Marruecos –como Argelia o la España de Aznar– se hayan sentido obligados a ofrecer ayudas a las familias damnificadas. ¿Hay que sufrir más desastres para que pueda hallarse una solución justa y duradera para el problema del Sahara o la espinosa cuestión de Ceuta y Melilla? (¡José María Aznar podría haber esperar un poco antes de condecorar a los militares españoles que se enfrentaron a los efectivos marroquíes apostados en el islote de Perejil!).

La catástrofe que ha sufrido Marruecos pone a prueba al Gobierno de la noche a la mañana. El curso de los acontecimientos dependerá de la forma de orientar la crisis. La relación entre desastre natural y desastre político se establece de forma automática, como ha podido comprobarse recientemente en Irán. Resulta inevitable procesar a los responsables. Por la sencilla razón de que el grado de credibilidad de un Gobierno se verifica cuando se produce el drama.

En estas circunstancias, todo se encadena: a la aflicción y el duelo se añaden las razones de un descontento social y político. Sin atreverse a atacar a la misma tierra o a Dios, la gente se vuelve hacia los seres humanos. Y, en cuanto al destino, cabalga sobre las nubes en espera de días mejores.