Txema Montero
La transición en Euskadi, según mi memoria
(Intervención en la mesa redonda, en la que participaron también Paquita Sauquillo y Eugenio del Río, que, con este título, tuvo lugar en las jornadas “La calle es nuestra. La transición en el País Vasco (1973-1982)”. Se celebraron en Bilbao el 19 y el 20 de noviembre de 2015, organizadas por Kultura Irekia/Cultura Abierta).

“Qué es la memoria sino un eterno intercambio de valores, un reparto y un desembolso incesante y un contar desde el principio con la esperanza de que cuadre el balance, de que lo que fue vuelva sin merma, íntegro, intacto, puede incluso que con los réditos del amor y la nostalgia”.

Hago mías las palabras de Hans Magnus Enzesberger (Tumulto, de Malpaso Ediciones) y prosigo: “En ocasiones se me atribuyó, durante los años de plomo, un papel de protagonista en el que realmente no tenía ninguna participación. Pero no puedo ni quiero negar un residuo de complicidad. Todo el que estuvo implicado en el embrollo es, en mayor o menor medida, corresponsable. Por tanto, miro lo que puedo hacer para ayudar a algunos de esos desconocidos o, donde no es posible, recordarlos”.

Antes que otra cosa, me parece obligado precisar el ámbito temporal de la Transición en Euskadi. Los tiempos históricos se contabilizan en años, bienios, quinquenios, décadas o siglos, lo que suele ajustarse a una pretensión de acotar los acontecimientos en unidades temporales. Pero sucede que la unidad temporal no siempre coincide con la dimensión histórica de lo acontecido. De esta manera, se dice que el siglo XIX fue un siglo largo porque comenzó con la Revolución Francesa (1789) y acabó con el inicio de la Primera Guerra Mundial (1914). Y del mismo modo, que el siglo XX fue un siglo corto porque se inició con la Revolución Rusa (1917) y terminó con la caída del Muro de Berlín (1989).

Por tanto, permítaseme hacer mi cómputo temporal de la Transición en Euskadi y de esa manera encajarla entre la muerte de Franco (1975) y el abandono de la lucha armada por parte de ETA (2011). ¿Que cuál es la razón para tal desvío en la manera de contar respecto de las cánones historiográficos comunes? Pues no otra que mi parecer. Y es que ETA y Franco configuran un dios Jano de dos caras, violencia fascista, y su Némesis, la violencia revolucionaria. Imposible de entender la una sin la otra, porque ETA ha sido la consecuencia más perdurable del franquismo, que favoreció el microclima en la que pudo nacer, crecer y multiplicarse. Porque ETA alcanzó su clímax en la lucha contra el franquismo, la ejecución de Carrero Blanco, y en este sentido podríamos decir que resultó parcialmente victoriosa por impedir la continuidad de la obra política del dictador. Pero con el tiempo resultó políticamente derrotada al no conseguir su pretensión de constituirse en la alternativa en Euskadi de la democracia española.

Por lo tanto, no es caprichoso mantener que la Transición en Euskadi comenzó con la muerte física de Franco y el consiguiente -lento pero imparable- fin de su obra política y que acabara con el fin de ETA, derrotada por una democracia subsecuente al franquismo a la que ETA fue incapaz de doblegar o de obligar a aceptar sus objetivos políticos ya  fuese la alternativa KAS, el reconocimiento del derecho de autodeterminación, la unidad territorial de Euskal Herria, el reconocimiento del sujeto político vasco como poder constituyente o cualquiera otra formulación que a través de estos últimos treinta y seis años, los mismos que duró Franco en el poder, ha enarbolado sin éxito.

Mi memoria de la Transición es, por tanto, la de un militante de la izquierda abertzale que creía a pies juntillas que la Ruptura democrática con el franquismo era cosa hecha. Que se opuso a la Reforma democrática por entender que era un enjuague con los herederos, cuando no actores principales, del viejo Régimen. Que rechazó participar en las elecciones de 1977 por llevarse a cabo sin amnistiar a los presos de ETA, entonces presos políticos. Que rechazó la Constitución de 1978 por no reconocer el derecho de autodeterminación de los vascos y otras naciones del Estado. Que rechazó el Estatuto de Autonomía por ser una hijuela de la Constitución. Que votó no en el referéndum de permanencia en la OTAN. Que reivindicó la Negociación con el Estado para conseguir la Amnistía de los presos, ya no tan políticos. Y que en todo momento hasta mi expulsión de la Izquierda Abertzale, apoyó la lucha armada por considerar que la acción política-militar era la única coherente capaz de aglutinar tal cantidad de reivindicaciones, rechazos y negaciones.

El “pequeño detalle” es que esa coherencia pasaba por negar también el derecho a la vida de los otros. El “gran detalle” es que esa negación de la vida se argumentaba como ineludible para alcanzar la Independencia y el Socialismo o la negociación con el Estado. Se trataba, pues, de un mal disfrazado como el paso necesario hacia algo superior, doctrina política cuya bajeza queda ya de manifiesto por el simple hecho de que requiera sacrificio humano para su realización.

Hasta ese momento, el preciso momento donde termina la Euforia y haces cuentas con la Utopía, un precio que muy pocos están dispuestos a pagar, la Transición fue para mí un aprendizaje. Aprendí que la retórica revolucionaria es la expresión más pobre del lenguaje político, afín a la melopea religiosa y con idéntica finalidad: religar a los fieles. Aprendí que quien desafía violentamente al Estado tendrá una respuesta de igual condición, y el GAL apareció, como antes el Batallón Vasco-Español, haciendo bueno el proverbio bíblico “quien desenvaine la espada a espada morirá” (Mateo 26.52). Aprendí lo que tenía de pretencioso buscar LA SOLUCION al conflicto vasco, y que LA INTEGRACION del conflicto en democracia, la búsqueda del común denominador, es más operativa que el máximo diferenciador. Aprendí que no hay lucha sin sacrificio, ni sacrificio sin desgarro, ni desgarro sin dolor, pero ¡ay! que es consecuente con la  condición humana pretender que el dolor sea, a ser posible, el dolor ajeno. Y de esa manera volver a empezar, ya aprendido, que el hombre es un ser desfalleciente, que el hombre “nuevo” producto de la ingeniería social es una alucinación y que, como dijo Mahatma Ghandi, “si quieres cambiar el mundo comienza por cambiarte a ti mismo”.

Los momentos de euforia no garantizan la eupepsia, la buena digestión. Al contrario. Las grandes movilizaciones por la amnistía, la paralización de Lemóniz, el no a la Constitución, el no a la OTAN, la legalización de Herri Batasuna…nos llevaron a la tonta aceptación del lema “Resistir es vencer” cuando el eslogan apropiado debería haber sido “Convencer es vencer”. Pero para eso nos faltó paciencia democrática. Fue un sueño presuroso con quimeras contra el crecimiento incontrolado del Estado y del capitalismo, pero sin la paciencia para combatirlo a través del arduo camino de la erosión gota a gota. En termodinámica, la turbulencia no puede describirse con ecuaciones lineales. En política, toda acción engendra consecuencias imprevisibles. A veces provoca lo contrario de lo que pretendía y su éxito degenera en catástrofe.

Porque nos faltó la visión estratégica: la capacidad para mantener la paz en casa, de adquirir aliados en el exterior y de comprender lo que pasa en la mente de otras personas (en particular, en las de nuestros adversarios). Suele ser la clave de la victoria.

Tanto error, tanto horror, no es de extrañar que acabáramos como los falsos adivinos del Infierno de Dante, su cabeza siempre vuelta hacia atrás y sus lágrimas o su saliva cayendo por sus hombros.

Los comuneros de Paris dispararon a los relojes de las torres para ganar tiempo. Nosotros pretendimos congelar el tiempo en el franquismo -como si toda la construcción de la democracia fuese el franquismo sin Franco- para mantener una lucha sin futuro.

“Un camino ancho conduce a la guerra, un camino estrecho conduce a casa”, dice un proverbio ruso. Por ese camino estrecho deambula la izquierda abertzale hacia la casa de todos.