Unanimidad, racionalidad, legitimidad democrática

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Infolibre, 2 febrero 2018.

 

Someter el Derecho al servicio de la antipolítica

La línea estratégica seguida por el Gobierno Rajoy en los últimos 5 años de lo que podemos denominar “contencioso catalán” es susceptible de distintas interpretaciones y valoraciones. Creo que resulta verosímil argumentar que esa estrategia muestra cada vez más a las claras su dependencia de una concepción simplista e instrumental de la política -puramente electoralista- y, aún peor, de una visión maniquea de la misma, en aras de la cual se adoptan decisiones que están comportando serios perjuicios a elementos básicos del Estado de Derecho y contamina a instituciones constitucionales, como el Consejo General del Poder Judicial, el Tribunal Supremo, el Consejo de Estado, o el Tribunal Constitucional. Creo que puede sostenerse que el Gobierno Rajoy no ha dudado en utilizar con necesidad o sin ella la vía de plantear recursos ante el TC que bordean el abuso de esos instrumentos jurídicos. En el camino, se retuerce el razonamiento jurídico, con efectos asimismo nocivos sobre la imagen misma del Derecho y sobre los profesionales del Derecho, en particular los jueces y fiscales.

Si ese balance es cierto, el coste para el propio sistema que se dice defender resulta difícil de exagerar. ¿Por qué se asume? No parece fácil discutir los argumentos de quienes, siguiendo el principio interpretativo del cui prodest de la Medea de Séneca (cui prodest scelus, is fecit) señalan cuáles son los beneficios de esa línea de acción. En efecto, la insistencia en presentar ésta -la cuestión catalana– paradójicamente, como la única cuestión política (una trampa a la que por cierto han contribuido los medio, encegados en esta única discusión), es la coartada utilizada por el Gobierno y el PP (como lo es, extrema se tangunt,  por buena parte de las fuerzas políticas independentistas) como pantalla para no hablar de la ineficiente o perjudicial gestión de problemas que afectan muy directamente a todos los ciudadanos, por no decir del problema de corrupción sistémica que afecta al PP y a los herederos de Convergencia. Lo paradójico es que, al tiempo que se trata de presentarla como la única cuestión política, la estrategia seguida por ambos extremos consiste en obstaculizar la respuesta política.

No niego, pos supuesto, que el contencioso catalán tiene una dimensión jurídica elemental e inexcusable, en la medida en que está plagado de comportamientos que niegan elementos básicos de legalidad, afirman la no vinculación a las instituciones constitucionales y a la propia Constitución y han proclamado unilateralmente la desconexión de ese orden jurídico-constitucional, sin intentar su reforma por los procedimientos previstos en el mismo. Pero ¿quién puede negar que el Gobierno del Estado conducido por Rajoy y Saéz de Santamaría mantiene una clarísima línea de oposición a la reforma desde dentro de ese orden constitucional y bloquea, por tanto, la posibilidad misma de una negociación en serio?

No me parece difícil argumentar que en esta confrontación,  unos y otros utilizan líneas argumentales propias de la antipolítica: cuando unos acuden a argumentos esencialistas, que dividen el mundo entre <buenas personas>, <verdaderos demócratas>, <gente civilizada y culta> y, de otro lado, <opresores>, <franquistas>, <pintorescos vagos subvencionados>, los otros responden con una no menos esencialista concepción de la Constitución como texto sagrado e intocable, y con la consecuente criminalización de la idea misma de la independencia, la visión del enemigo constitucional frente al que vale todo. En suma, se ignora aquí lecciones elementales sobre la distinción entre conflictos negociables y no negociables, explicadas hace decenios por Hirschman. Si los conflictos son esencialistas, estáticos, del tipo aut/aut,, no cabe solución negociada. Si se afirma: <estoy dispuesto a negociar, pero debe quedar claro que sí o sí sobre el referéndum>; o bien, <la Constitución –que afirma la unidad de España- es el punto irrebasable e intocable>, no hay negociación posible. Se excluyen así decisiones políticas, que por definición son  pactadas en mayor o menor medida.

Para mostrarlo, voy a acudir auto del Tribunal Constitucional del sábado 26 de enero  de 2018 (la parte dispositiva del texto puede leerse aquí: http://w8ww.boe.es/boe/dias/2018/01/27/pdfs/BOE-A-2018-1140.pdf) que no pocos juristas y aun especialistas en Derecho constitucional han denunciado como un punto crítico en relación con los dos riesgos mencionados. Y ello como consecuencia  del pertinaz empeño del Gobierno Rajoy y, si cabe decirlo así, de la orientación dirigida por la abogada del Estado y Vicepresidenta Sáez de Santamaría, porque su protagonismo en este caso ha sido evidente, con el añadido del desaire del Gobierno al dictamen del Consejo de Estado, contrario a su propósito, algo desconocido hasta hoy.

Quiero insistir en que lo que me importa es el auto como expresión de la categoría, no de la anécdota. Como he señalado, creo que se trata de un ejemplo de hasta qué punto se fuerza a instituciones Constitucionales con función dirimente interna (no sólo jurídica, sino política) a supeditar el Derecho a una concepción schmittiana, reductiva de la política, la de la política entendida en clave amigo/enemigo, en la que la invocación del peligro que supone el enemigo constituye un passe partout para la pretensión de que todos cierren filas, con el consiguiente perjuicio para el Estado de Derecho. Añadiré que esa lógica tiene un campo en el que se ha experimentado hasta el límite, el de la denominada “guerra contra el terrorismo”, frente a la que se nos pide una y otra vez la “unidad de todos los demócratas”, que exigiría olvidar no ya las discrepancias, sino el propio pluralismo. Una lógica que acaba con el garantismo, descalificado como exceso buenista que dejaría inerme al Estado frente al enemigo. Véase, por ejemplo,  cómo a propósito de los execrables atentados terroristas de Barcelona y Cambrils, se ha criticado a quienes hemos denunciado la técnica (incluso el recurso retórico) de abatir al terrorista, a propósito de la cual no habría necesidad alguna de investigación o justificación, de forma que quienes pedimos investigación y explicaciones somos descalificados como cómplices objetivos del terrorismo. Es, a juicio de muchos de nosotros, una lógica incompatible con la democracia, porque, como se ha dicho, es la lógica de la razón de Estado (del “derecho” del Estado), no del Estado de Derecho.

El auto, expresión de una lógica jurídica marxista

Con envidiable y lúcida acidez, el profesor Presno Linera dejó escrito en su análisis de esta decisión del TC (https://presnolinera.wordpress.com/2018/01/29/los-hermanos-marx-y-el-auto-del-tribunal-constitucional-sobre-la-investidura-del-diputado-puigdemont/), que el esfuerzo por responder a la lógica de peligro extremo constitucional dio luz a una resolución propiamente marxista, entendiendo por lógica marxista la de Groucho Marx en Una noche en la ópera, que todos recordamos: “La parte contratante de la primera parte, será considerada como la parte contratante de la primera parte”. En efecto, el resultado del empeño del Gobierno por llevar al límite herramientas jurídicas (y no hablo de la existencia o no de conversaciones o mensajes del Gobierno a los magistrados del TC, sino del hecho del planteamiento mismo del recurso, pese al dictamen contrario del Consejo de Estado, una decisión que fuerza toda la práctica política en esta materia), es un auto cuya racionalidad jurídica resulta sumamente discutible. Y cabe preguntar: todo este esfuerzo, ¿por qué?

La obvia respuesta es que se trataba de no dejar fatalmente desairado al Gobierno en un asunto en el que se supone que  está en juego nada menos que la unidad de la nación española, ese bien jurídico prioritario enunciado en el artículo 2 de la Constitución, que algunos parecen considerar el contenido único del texto constitucional. Pero no es eso lo que me interesa aquí,  sino la justificación de cómo se llega a sostener que semejante decisión debía adoptarse por unanimidad. Me explico. No quiero discutir la tesis de quienes entienden que el aserto de que la nación española es una e indisoluble es la condición trascendental sin la cual es impensable España como Estado. Dejemos eso, por importante que sea, para otro día. Lo que trato de argumentar es si está justificado el valor otorgado al carácter unánime de las decisiones del TC a lo largo del contencioso catalán. No creo, en efecto, que a un lector mínimamente atento le haya pasado desapercibida la frecuente presentación de esa característica de unanimidad en términos de un logro encomiable, en gran medida atribuido a la sagacidad del anterior Presidente del TC y frustrado candidato a la magistratura en TEDH, el profesor Pérez de los Cobos. Una y otra vez, periodistas, expertos y opinadores de toda laya han insistido en que tal unanimidad de los magistrados del TC era tan difícil como imprescindible, para tener garantías a la hora de abordar  el desafío secesionista. Y sin embargo, ese argumento me parece abiertamente discutible y aun rechazable. Este es el núcleo de la cuestión que quiero discutir. Si la aspiración a la unanimidad -la imposición del ese objetivo- es compatible con las exigencias de la racionalidad jurídica y de la legitimidad democrática.

Sobre la unanimidad como criterio deseable en las decisiones jurídicas y políticas

Empecemos por consignar lo obvio: si se piensa con detenimiento, la unanimidad en las decisiones de órganos colegiados no pasa de ser una aspiración, pero es poco verosímil en términos de legitimidad democrática, porque es extremadamente difícil de conseguir si se respetan las exigencias imprescindibles del pluralismo y de la libertad de conciencia. En condiciones de libertad, lo normal es que se manifieste el disentimiento y la unanimidad es absolutamente excepcional. Esto es una obviedad, si se piensa por ejemplo en el procedimiento inexcusablemente plural que permite a las Asambleas legislativas interpretar las exigencias del Derecho y adoptar decisiones basadas en la voluntad política de la mayoría. Por supuesto, esa voluntad política que se impone en el juego plural de las mayorías,  tiene una condición, el control de legalidad que corresponde a los tribunales y, en su caso, el control de constitucionalidad que es competencia exclusiva del TC. Recordaré otra obviedad, por cierto: eso no significa que el TC tenga la última palabra porque, en determinadas materias, hay tribunales superiores al TC según la arquitectura jurídica de la UE (el Tribunal de Justicia de Luxemburgo y el TEDH de Estrasburgo).

¿Vale la misma presunción sobre la excepcionalidad de la unanimidad, en el caso de las decisiones judiciales? ¿Es, por el contrario, la unanimidad de las decisiones judiciales colegiadas una característica deseable para reforzar su fortaleza, su credibilidad, su fuerza de obligar y por tanto  los tribunales, pese a su carácter colegiado y, por ende, inevitablemente plural, deben orientar su esfuerzo a construir decisiones unánimes? ¿cuál es el precio de esa exigencia en términos de respeto a la libertad y al carácter deseable de razonabilidad, de la aceptabilidad de esas decisiones?

Conviene señalar que el marco legal procesal que regula la adopción de las decisiones judiciales ofrece pistas indiscutibles que apuntan en efecto al carácter deseable de la apariencia de unanimidad, característica de la tradición que se conoce como decisión per curiam.  De nuevo trato de explicarme: conforme a esa tradición, se entiende que la decisión judicial de un órgano colegiado, sea cual sea su fundamento aritmético, esto es, con independencia de que todos o sólo una mayoría de sus miembros estén de acuerdo en sus términos, es decisión del Tribunal. Frecuentemente (artículo 255 de la LOPJ), adoptada por mayoría: “los autos y sentencias se dictarán por mayoría absoluta de votos, salvo que expresamente la ley señale una mayor proporción”. Por su parte, el artículo 260.1 de la misma ley dispone “Todo el que tome parte en la votación de una sentencia o auto definitivo firmará lo acordado, aunque hubiere disentido de la mayoría; pero podrá, en este caso, anunciándolo en el momento de la votación o en el de la firma, formular voto particular, en forma de sentencia, en la que podrán aceptarse, por remisión, los puntos de hecho y fundamentos de derecho de la dictada por el Tribunal con los que estuviere conforme. Se produce así la ficción jurídica de una voluntad del órgano colegiado, aunque no sea, en muchos casos, unánime. Sin embargo, la práctica de los tribunales nos muestra una tendencia constante a construir decisiones por unanimidad, probablemente, como decía, en aras de la fuerza de las resoluciones que es entendida como condición de la seguridad jurídica. En todo caso, insisto en la apariencia de la unanimidad: no es que todos los miembros del Tribunal piensen lo mismo, sino que negocian para acordar una decisión unánime. Una negociación que no tiene por qué ser una mercadería, sino un acuerdo jurídicamente razonable. Y, en el peor de los casos, la decisión del Tribunal es una, aunque haya votos particulares (que pueden no ser discrepantes sobre la resolución misma, como sucede en el caso de los votos particulares concurrentes, a diferencia de los votos particulares disidentes). Hay que señalar que hay países u órganos que no admiten los votos particulares, aunque la regla general es la contraria. Incluso se cita el aserto jurídico según el cual, en determinadas jurisdicciones (piénsese en casos célebres del Tribunal Supremo norteamericano), <el voto disidente de hoy es la sentencia de mañana>.

Unanimidad y disenso en las decisiones del TC

El problema es mayor y aun a mi juicio diferente si hablamos de las decisiones del Tribunal Constitucional. En efecto, en estos días se ha repetido la tesis según la cual, precisamente por el lugar jerárquico que ocupa el TC en el ordenamiento y su función de última palabra sobre lo que es Derecho (sobre lo que es conforme a la Constitución), es aún mayor el carácter deseable de la unanimidad. Y el ejemplo por antonomasia sería precisamente el de la defensa de una condición básica de la Constitución (del Estado), como es la unidad de la nación española, frente al desafío secesionista. Reconoceré de nuevo lo que me parece una obviedad, esto es, que la línea roja es el carácter ilegal de ese desafío, esto es, el hecho de que se haya producido en flagrante y frecuente violación de principios constitucionales básicos (como el mencionado en el artículo 2, o como el de obediencia a las decisiones del propio TC). Otra cosa es la existencia de responsabilidades penales por comisión de delitos, hipótesis sobre la que deben decidir los tribunales ordinarios. Pero lo que me importa es, insisto, si cada vez que se acude al TC en recurso de constitucionalidad debe imponerse la unanimidad. O al menos si así ha de ser en casos de desafíos constitucionales extremos.

Mi respuesta es negativa y se basa en lo que me parece que aconseja el debate jurídico doctrinal sobre las dissenting opinions en sede constitucional y en particular del modelo que sigue la apuesta del TS norteamericano, consolidada por influencia del justice Marshall,  de la existencia de una opinion of the Court, perfectamente compatible con los votos disidentes, incluso con el prestigio del voto del dissent. Uno de los jueces más influyentes en la historia del TS norteamericano, el justice Holmes, fue conocido como “the Great Dissent”. Particularmente famoso es su voto articular disidente en el denominado caso Lochner, en 1905, en el que la mayoría del Tribunal Supremo declaró inconstitucional una ley de Nueva York que limitaba el horario de trabajo en las tahonas.. Pues bien, en las decisiones constitucionales no es infrecuente que los jueces tengan que afrontar el tipo de operación argumentativa que se ha denominado (Atienza) ponderación de principios, que puede ser particularmente difícil de realizar si nos hallamos ante casos en los que la arquitectura del sistema jurídico muestra sus límites (por ejemplo, cuando nos encontramos ante lo que se conoce como lagunas axiológicas, es decir, supuestos en los que la regulación jurídica aparece como insuficiente o insatisfactoria en términos de su adecuación y/o justificación: inconcluyente, en definitiva). La forma en que se haga prevalecer un principio, frente a otro, depende en gran medida de concepciones no ya jurídicas, sino ideológicas –políticas- y la única pista disponible es la exclusión de las que sean abiertamente inconstitucionales, pero eso no nos ofrece una respuesta jurídica evidente, una “verdad constitucional”, como a veces imaginan los legos.

Creo que forzar la exigencia de unanimidad es precisamente lo que ha provocado que podamos considerar justificada la metáfora marxista utilizada por Presno Linera. Y ello significa que la imposición de la unanimidad como objetivo a lograr a toda costa, produce efectos mucho peores que el reconocimiento de que, precisamente porque la Constitución no es el resultado de una voluntad hegemónica, monista, sino de una negociación plural, que trata de dar cabida al máximo de pluralidad ideológica, existe una pluralidad de interpretaciones constitucionales incluso en el seno del TC. Insisto en subrayar que la expresión de esta pluralidad no comporta necesariamente una debilidad del fallo.

Como dejara escrito Francisco Tomás y Valiente, “el voto particular…constituye una ventana abierta al exterior por la que el Tribunal hace pública sus propias dudas, aunque su fallo no pierda por ello rigor ni disminuya obviamente su eficacia. La autocrítica interna exteriorizada es así un poderoso instrumento de control, además de ser, desde la subjetividad de  los firmantes de cada voto, una vía de descargo”. Es decir, la exteriorización de la pluralidad de juicios de los magistrados (si no se trata de mera correa de transmisión de posiciones partidistas, sino de una legítima y razonada opiniión discrepante) no sólo no es signo de debilidad, sino que contribuye a una mejor seguridad jurídica, pues abre la discusión de lo jurídicamente razonable y potencia que incluso las decisiones del TC sean objeto de control de la crítica jurídica doctrinal, de modo que permanezca abierta –como es exigible en términos de legitimidad democrática del Derecho- la posibilidad de que <el voto disidente de hoy sea la sentencia de mañana>, si consigue convencer a la mayoría. Algo análogo a lo que da fundamento de legitimidad democrática, por ejemplo, a las manifestaciones coherentes de desobediencia civil.

Diré más. La imposición  per omne fas ac nefas (en castellano decimos por fas o nefas) de la unanimidad, deteriora el prestigio real de una institución imprescindible, en lugar de reforzarla. Cuando la unanimidad se erige en objetivo prioritario, hay casos como este en los que no hay otra forma de asegurarla que someter la decisión a piruetas formales, que son difícilmente compatibles con la exigencia de razonabilidad jurídica y política –no lo olvidemos- que cabe pedir de las decisiones de un órgano que no sólo es técnico jurídico sino que tiene una dimensión inexcusablemente política, la de establecer lo que no es compatible con el orden constitucional. Es decir, en las decisiones del TC importa que sean compatibles con las normas y principios constitucionales y, por tanto, que no las sacrifiquen  en aras de una exigencia de seguridad jurídica discutiblemente vinculada a la unanimidad. La seguridad es seguridad en las libertades, también en la libertad de elaboración de la propia decisión, lo que es también coherente con el principio constitucional básico de respeto al pluralismo. Las características de las decisiones de esta jurisdicción hacen altamente improbable la tesis de la única respuesta correcta. En los casos en que no sea así (y el del auto en cuestión me parece evidente que lo es, e incluso que la respuesta negativa avalada por el Consejo  de Estado era más razonable), lo lógico, lo coherente con la deseable exigencia de justificación razonable, también en términos del respeto al pluralismo ideológico, inexcusable ingrediente de la legitimidad democrática, es que la decisión del Tribunal sea el resultado de un voto de mayoría, con la presencia de votos particulares. Eso no significa que el TC se divida en términos de lógica partidista. Muy al contrario: es la lógica partidista (la de apoyo como sea al Gobierno frente a un enemigo constitucional) la que lleva a desastres como éste y al creciente desprestigio de una magistratura imprescindible, algo que no nos podemos permitir.

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