Xabier Etxeberria
Reconocimiento del daño causado
(El Diario Vasco, 30 de enero de 2012).

Es ya común reclamar a los terroristas que quieran entrar en procesos de reinserción, que reconozcan el daño causado. En un día como hoy, 30 de enero, que nos recuerda el asesinato de Gandhi, es pertinente que reflexionemos sobre el alcance que ello puede tener, visto desde la sensibilidad no violenta que esta víctima vivió y propuso. Inicialmente esta sensibilidad, que considero de gran afinamiento moral y que no tiene por qué ser políticamente ingenua, les va a resultar a los violentos radicalmente exigente, al confrontarlos con el mal hecho y con la restauración de la víctima; pero, atravesada la exigencia, les va a ofrecer posibilidades liberadoras.

Para empezar, les reclama que reconozcan todo el daño que han causado. Porque no solo han hecho a sus víctimas un daño psicocorporal y material, que estas comparten con todo sufriente. También han provocado daño moral, en la medida en que, al ser injusto, les han herido en el corazón de su dignidad, haciéndolas víctimas morales. Y han causado además daño cívico, en cuanto que, al atentar contra las personas por ejercer sus derechos de ciudadanía, dañándolas a ellas en esta dimensión, dañan además, en ellas, a la sociedad democrática en general.

El reconocimiento del daño, para que tenga calidad moral, no puede plasmarse en una fría y burocratizada declaración. Tiene que ser honesto y coherente. Lo que supone, por un lado, que se siente dolor psíquico y moral en relación con la víctima por habérselo causado, y, por otro lado, que se está dispuesto a la reparación. Lo primero establece puentes con el arrepentimiento. El terrorista puede aducir que no considera que deba arrepentirse de algo que, cuando lo hizo, pensó que no era malo, que estaba justificado. Pero si se sitúa en la perspectiva de la víctima, verá que este centramiento en sí mismo es secundario, dañino además para la víctima. Percibirá que lo que cuenta decisivamente es el mal que objetiva e injustamente le hizo a esta, más allá de lo que pensara y sintiera cuando lo hizo.

En cuanto a la reparación, el violentador, para realizarla en la medida de sus posibilidades y de nuevo con coherencia, deberá tener presentes las tres dimensiones del daño hecho: la relativa a las pérdidas y heridas materiales, corporales y psíquicas, prolongadas en los allegados del violentado, que le piden aportación de bienes enmarcados en el dolor por el sufrimiento causado; la que tiene que ver con la herida moral que causó en la dignidad, que le exige reconocimiento de la víctima en cuanto así afectada, como víctima moral en la que quebrantó en lo más nuclear el precepto más básico de no instrumentalizar a una persona; la que, por último, es herida cívica, que le reclama como reparación no solo reconocer efectivamente los derechos civiles y políticos del violentado -si ha sobrevivido-, sino, dado que esta herida le desborda a este, reconocer, también coherentemente, los supuestos éticos del sistema democrático colaborando con su conducta en su sostenimiento. Si lo primero, y en parte lo segundo, puede hacerse a nivel de relaciones interpersonales, lo tercero se hace plenamente cuando el victimario publifica de modo adecuado su reconocimiento, puesto que es entonces cuando incide en la dimensión pública en la que se sitúa nuestra condición cívica y el sistema democrático que él dañó.

Como se desprende de estas consideraciones, reconocer de verdad el daño causado implica ineludiblemente una crítica severa del pasado de violencia, su rechazo como tal, el deseo sincero de que no hubiera tenido lugar. Si esta crítica no existe, quiere decir que lo primero no se ha dado con sensibilidad moral y honestidad, porque se lo hace compatible con la justificación, aunque sea en el pasado, de la instrumentalización pura de la persona al servicio de una causa política. Evidentemente, esto es difícil y duro, porque supone percibir como negativo e indeseable lo que vertebró la identidad del violento y de la organización a la que perteneció; aunque estos nunca deben olvidar que es más duro todavía haber experimentado su violencia.

Todas estas consideraciones ponen de manifiesto la exigencia del enfoque no violento ante la reclamación del reconocimiento del daño por parte del perpetrador. Porque, en efecto, la radicalidad de este enfoque en el rechazo de toda violencia y en la petición firme de medios morales y no solo de fines, pone el listón muy alto. Pero, a su vez, en lo que exige está lo que ofrece, no únicamente a la víctima, sino a aquel a quien se lo exige, al victimario. Lo que ofrece a este tanto nivel personal como público.

A nivel personal, que haga este proceso supone para el violentador una restauración interior de su identidad, que pasa a reconstruirse de forma moralmente sustentada. Seguirá estando en su memoria el mal que hizo, porque forma parte de su propia historia y, especialmente, porque se lo debe a la víctima como reconocimiento memorial, pero podrá tratarse ya de un mal pasado, contra el que se ha confrontado. A nivel público, el proceso le resituará adecuadamente en el horizonte del espacio cívico, le abrirá el camino para reintegrarse en él, le permitirá reconfigurar en el marco de la legitimidad democrática sus proyectos políticos propios. No es magra aportación, que no entra en el cálculo frío, porque entonces se falsea, sino que se vive como un todo implicado en la revisión profunda de lo que se hizo, estimulada por la víctima. Ojalá lo aquí dicho empuje, en su modestia, a esa reflexión, crítica cuando se precise, que es antesala de opciones por la paz en la justicia, que aquí he propuesto que se modulen según el enfoque de la no violencia.
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Xabier Etxeberria es miembro de Bakeaz.