Xabier Etxeberria

Sobre las víctimas del terrorismo
(Hika, 174zka 2006eko otsaila)

Ante una propuesta tan abierta como la que nos ha hecho Hika para reflexionar sobre “el tema de las víctimas en Euskadi”, cabe plantearse abordar con cierta precisión un aspecto parcial del mismo, pero entonces se tiene la sensación de que, por importante que sea, se dejan de afrontar cuestiones centrales; o puede tratar de ofrecerse una panorámica global de lo que implica, en cuyo caso se corre el riesgo de ser demasiado elemental y generalista. Consciente de los límites que acabo de apuntar, voy a optar por la segunda de las posibilidades, pero sólo a medias, pues no puedo pretender agotarla ni siquiera en su obligada presentación esquemática.

1. Creo oportuno por mi parte, y para comenzar, reformular las cuestiones relativas a las víctimas que aquí nos ocupan como cuestiones relativas a las víctimas del terrorismo. En su sentido más estricto entiendo que hay que considerar víctimas a aquellas personas que sufren una violencia, en la que incluyo la amenaza creíble de sufrirla, que es moralmente ilegítima (la violencia del Estado ejercida sobre los violentos acorde con los derechos humanos no lo es). Serán además víctimas del terrorismo si esa violencia ilegítima se la han causado o grupos con motivación política armados frente al Estado -grupos terroristas- o el propio Estado a través de una violencia que quebranta gravemente los derechos humanos y que tiene en la tortura su expresión máxima -terrorismo de Estado-. Precisar así el tema significa varias cosas a la hora de aplicarlo a la realidad vasca.

En primer lugar, supone postular la existencia de víctimas tanto por parte de ETA como por parte del Estado. Moralmente se trata en ambos casos de una violencia muy grave: en el primero agrandada además por el hecho de que se pretende justificada y en el segundo porque, aunque no justificada oficialmente al menos desde la transición - si bien a veces comprendida- supone la negación frontal de lo que las instituciones públicas deben perseguir. Fácticamente, y al menos también desde la transición, hay que subrayar, por otro lado, que la violencia de ETA ha sido mucho mayor (recuérdese que la violencia legítima del Estado contra ETA no crea víctimas) y que el desamparo de sus víctimas supervivientes, hasta muy recientemente, ha sido muy grave, acrecentado incluso con frecuencia con una humillación y persecución sociales añadidas.

En segundo lugar, la precedente concreción de quiénes son víctimas del terrorismo pide hacer una distinción entre los que son sólo víctimas y los que además de ser víctimas porque han sufrido una violencia ilegítima, terrorista, han sido victimarios, porque la han causado. En este segundo caso, la condición de victimario no invalida la condición de víctima, aunque exige los discernimientos oportunos a la hora de ejercer la solidaridad (no se puede homenajear a nadie por sus actos victimarios, como está sucediendo; hay que solidarizarse con él por sus sufrimientos como víctima) y a la hora de exigir justicia (en lo que se tiene de victimario toca padecer la justicia en sus justos límites; en lo que se tiene de víctima se tiene derecho a reclamarla).

2. Este último apunte nos introduce en una segunda cuestión. Dado que las víctimas que estamos contemplando han sufrido por definición una injusticia grave, lo primero que se nos plantea a la hora de abordar su problemática es hacer justicia.

Esta cuestión de la justicia puede afrontarse con dos sensibilidades: o bien centrándola decisivamente en la justicia penal (pidiendo las penas máximas que sean asumibles desde una perspectiva democrática), o bien postulando un planteamiento global abierto además a enfoques restauradores y a procesos de construcción de una sociedad pacificada. Es comprensible que la reacción de la mayoría de las víctimas se oriente espontáneamente hacia la primera posibilidad. Hay que reconocerles además su derecho democrático a defender que se aborde la violencia sufrida desde esa perspectiva –la retributiva-. Pero puede defenderse igualmente, como es mi caso, el abordaje global y articulado –enfoque restaurador-. Sólo que habrá que hacerlo en diálogo clarificatorio del mismo en el que estén implicadas las víctimas y encontrando concreciones que, además de buscar la pacificación postulada, muestren su potencial positivo de cara a éstas.

Un planteamiento global de la justicia debida pide integrar en él: el afianzamiento de la memoria social de la victimación sufrida, el reconocimiento social debido a las víctimas en su condición de víctimas, la reparación que precisan en los aspectos de salud y económicos, el castigo penal a los victimarios democráticamente justo y en perspectiva de rehabilitación. Si además situamos esta justicia integral en la perspectiva de la búsqueda de la paz, la idea básica que conviene defender es que es importante distinguir entre medidas centradas en las víctimas (las tres primeras) y medidas centradas en el victimario (la cuarta), para, a partir de tal distinción, poder hacer las oportunas propuestas.

La realización plena de los tres bloques de medidas que se dirigen directamente a las víctimas es una exigencia ineludible de justicia. Hay que llevarlos a cabo todos ellos, y llevarlos a cabo además de modos tales que, satisfaciendo a las víctimas, permitan ir gestando una sociedad pacificada. Eso pide no ser cicatero en los temas de reparación y orientar adecuadamente las expresiones de la memoria y del reconocimiento. En lo relativo a la memoria se trata, por ejemplo, de forjar tales modos de recuerdo que, implicando una fidelidad fundamental al pasado y a sus víctimas, sirvan a la justicia y a la paz, de la propia víctima en especial y de la sociedad en general. Lo que supone estar afinadamente atentos a enmarcar los recuerdos de victimación en nuestros presentes más grávidos de paz.

Lo que se nos muestra más polémico es lo que puede plantearse respecto al cuarto punto, el relativo al castigo al victimario. Desde el horizonte, tanto de formas de penas que se abren a la rehabilitación como de futuros de paz en los que se restauran socialmente -no digo afectivamente- las relaciones rotas, se está abierto a la posibilidad de reducción de las penas. Este es un tema delicado, porque no puede hacerse hiriendo la justicia básica debida a las víctimas. No me es posible tratarlo aquí con el detalle que precisaría. Sólo apunto que estas reducciones no pueden tener la forma de amnistía a los violentos (es dañar la memoria y el reconocimiento) sino de indultos, hechos además con tales condiciones (comenzando evidentemente por la más básica de renuncia firme a la violencia, pero añadiendo también ciertas exigencias mínimas de comportamiento hacia las víctimas) que los hagan razonablemente asumibles por éstas.

3. La tercera cuestión decisiva que creo debe tenerse presente, y que sólo tímidamente he apuntado en las consideraciones precedentes, es la siguiente: no se trata propiamente de que la sociedad, en sus dinámicas políticas y cívicas, esté atenta a asumir la realización de los derechos de las víctimas a la vez que se abre a procesos de construcción de paz, porque en ese caso las víctimas como tales son convertidas en sujetos pasivos; se trata de que las víctimas mismas ocupen en todo ello el lugar que les corresponde pasando a ser reconocidas como sujetos activos en su condición de víctimas. Con ello entramos en el tema de la iniciativa pública de éstas.

Para abordarlo es importante hacer la distinción entre nivel prepartidario y nivel partidario del debate socio-político. El primero cubre todas aquellas cuestiones que expresando el universal de los derechos humanos, son condición para la democracia y el pluralismo. El segundo remite al debate en torno a les expresiones políticas concretas de pluralismo, respecto a las que se toma partido; de cara a nuestro tema son especialmente relevantes las que tienen que ver con la delimitación de la identidad nacional.

Pues bien, las víctimas del terrorismo están en una situación compleja respecto a esta distinción. Son víctimas precisamente porque se han quebrantado sus derechos como humanos, con lo que la victimación en cuanto tal y la exigencia de justicia que emana de ella debe ser situada en el nivel político prepartidario. Pero, por otro lado, no puede olvidarse que la violencia que han sufrido es de motivación partidaria –nacionalista vasca en el caso de ETA- y que con mucha frecuencia la han sufrido por sus compromisos partidarios –en general no nacionalistas vascos-.

Estas circunstancias empujan espontáneamente a la confusión de niveles, a la confusión y entremezclado de conflictos (violento e identitario). Por difícil que sea, creo que, tanto de cara a la paz como de cara a la justificación de las diversas intervenciones y alianzas entre colectivos, se impone una adecuada distinción tanto de niveles como de conflictos, que, por otro lado, no debe ignorar sus conexiones fácticas. Aquí no nos toca concretar esto para los partidos políticos, sino para las víctimas y su iniciativa socio-política.

Respecto a este protagonismo de las víctimas, creo que pueden defenderse las siguientes propuestas, que, de todos modos, es importante dialogar con las propias víctimas. En primer lugar, hay que reconocerles pleno derecho para situar sus intervenciones tanto en el ámbito prepartidario como en el partidario. En segundo lugar, hay que reconocerles también una autoridad moral especial (para estimular el procedimentalismo democrático, no para sustituirlo) cuando se sitúan en el nivel prepartidario, sobre todo a la hora de determinar y llevar a cabo las exigencias de la justicia y en especial las tres primeras. En tercer lugar, se les puede pedir que disciernan coherentemente en sus luchas lo que es prepartidario de lo que es partidario, para remitir la victimación sustantivamente a lo primero. En cuarto lugar, cuando intervienen concretamente en el ámbito educativo, algo necesario que todos debemos estimular, debe pedírseles que se remitan únicamente al nivel prepartidario. En quinto lugar, cuando se sitúan en el nivel partidario en el debate social, tienen que ser consideradas con la autoridad cívica del resto de los ciudadanos, aunque hay que estar atentos para discernir en su lucha partidaria (por ejemplo cuando una víctima de ETA combate el nacionalismo vasco en cuanto tal) críticas al enfoque contrario que son en realidad desvelamiento de su no cumplimiento de algunas exigencias de lo prepartidario.

Acabo subrayando que es precisamente este protagonismo ajustado de las víctimas el que, como condición necesaria aunque no suficiente, nos permitirá abordar con honestidad moral y con solidez la búsqueda de la justicia y la paz en el afrontamiento de la conflictividad política vasca.