Xabier Etxeberria Mauleon
La autodeterminación: una revisión
(Galde, 6, Primavera de 2014).

1. Tiende a pensarse que la autodeterminación (en su versión fuerte como soberanía política) es lo que reclaman las que se consideran minorías nacionales dentro de un Estado. Pero de lo primero que hay que hacerse cargo es de que la autodeterminación es el derecho que ejercen actualmente los Estados existentes, en general considerándose naciones, configurando una comunidad interestatal en la que se reconocen mutuamente soberanía e integridad territorial. Lo que diversas minorías nacionales exigen no es que se active este derecho que estaría hibernado, sino que se concreten de otro modo los sujetos que lo disfrutan.

Si no se resalta este hecho es porque se da, a nivel de conciencia política dominante, una especie de naturalización de él. Sería “evidente” que los actuales Estados nacionales no solo ejercen sino que “deben” ejercer la autodeterminación-soberanía, además en propiedad. Sin embargo, como ninguna creación humana tiene que ser naturalizada, a estos Estados les corresponde dar razón ética del derecho de que disfrutan y de su monopolización.

2. Las razones tienen que ver con el hecho de que esos Estados se postulan como naciones. Implican esta lógica argumental:

  • Las identidades nacionales existen, implicando un componente objetivo –la cultura nacional, con su lengua, instituciones, costumbres, etc. y el territorio al que se remiten- y uno subjetivo –la conciencia de pertenencia a ella y el reconocimiento mutuo de sus miembros como connacionales, que se constituyen como sujetos con historia-.
  • Las culturas nacionales son valiosas: por ser relevantes para las elecciones de los individuos; porque sus contenidos no tienen un valor meramente instrumental, sino intrínseco, esto es, merecedor de ser respetado, en el que cabe ver la riqueza y pluralidad de la creatividad humana; porque son una referencia relevante para la identidad de las personas. El nacionalismo liberal enfatizará la primera razón y sospechará de las otras, mientras que el comunitarismo podrá sintetizar las tres.
  • Como valor no meramente instrumental o instrumental necesario para un valor fundamental como la autonomía de las personas, estas culturas nacionales y las identidades que amparan pueden reclamar las condiciones de posibilidad de su existencia. Pues bien, poseen tales características, se dirá, que precisan amparo público para expresarse, desarrollarse y pervivir. Lo que supone que tienen que encarnarse en estructuras público-políticas con la capacidad de autogobierno necesaria para garantizar ese amparo. La más plena de ellas es la estatal. La básica es el autogobierno dentro de un Estado, pero, como garantía frente a posibles  opresiones externas, implicando derecho de autodeterminación para decidir el estatus político ante ese y otros Estados.
  • En los Estados nacionales actuales el argumento concluiría así: nuestro Estado es una nación, luego tiene derecho a la soberanía de la que disfruta.  Es además única, luego tiene el monopolio. Las minorías nacionales disienten solo de este último paso; esto es, de los colectivos concretos a los que aplicar la lógica argumental.

3. Dejando para luego la última cuestión, pienso que la argumentación sobre el derecho de autodeterminación de las naciones posee la suficiente consistencia como para ser considerada con seriedad. Ahora bien, para sostenerse éticamente, deben asumirse además diversos principios para el ejercicio de tal derecho, dado que se reivindica como derecho humano, por tanto en interdependencia con los demás. Serían estos:

  • Reconocer a las demás naciones la autodeterminación que se reclama para la propia.
  • Tener un enfoque no esencialista de la cultura nacional, que la haga abierta a  convivencias plurales y en evolución.
  • Internamente, no coaccionar la autonomía de sus ciudadanos; y, externamente, no coaccionar la soberanía de otras naciones.
  • Apoyarse en la solidaridad interna de sus miembros como base para una equitativa justicia distributiva. Que solo es legítima si  incentiva a la vez eficazmente sus deberes de colaboración en la realización de la justicia internacional.

Como puede verse, son condiciones de respeto, democracia y solidaridad para el ejercicio de la soberanía y la autodeterminación. 

Desde la asunción de estos considerandos pienso que puede defenderse el derecho prima facie –sujeto a condiciones en su realización- a la autodeterminación de las naciones. Abierto a su relatividad histórica, esto es, viéndolo como concreción acorde con la actual conciencia política mayoritaria en la humanidad de un derecho más de fondo a dotarnos de estructuras políticas que amparen la libertad, la igualdad y la solidaridad.

4. Antes de abordar la polemicidad apuntada en la aplicación de la argumentación precedente (conflicto de identidades nacionales en un Estado), se impone confrontarla con una enmienda a la totalidad, que se está proponiendo especialmente en el mundo académico pero con intención de crear conciencia social. En síntesis  viene a decirse:

  • La referencia nacional para la organización política pudo tener su sentido y sus frutos, pero ahora solo acarrea perjuicios y no tiene base para ser relacionada con un derecho a mantener.
  • Lo que se impone es remitirla a la esfera privada, a la manera como se remitió la religión, constituyendo una cultura pública sin contenido étnico, únicamente cívica, con el procedimentalismo democrático y los valores de los derechos humanos.
  • Hay que crear una ciudadanía cosmopolita en la que los Estados, si perviven y no son superados en un Estado mundial, son básicamente demarcaciones administrativas federadas para facilitar estructuras de convivencia.

Considero interesante el debate en la medida en que es crítico-purificador de la priorización de la nación como referencia vertebradora de lo político. Pero pienso que su horizonte propositivo es inconsistente, al ignorarse que forma parte de nuestra condición humana constituirnos necesariamente insertados en culturas particulares y plurales; y que esto vale para todas las realidades. En este sentido, la distinción entre Estados cívicos y étnicos me parece no solo maniquea sino irreal. Todas las organizaciones de lo político tendrán connotaciones étnicas, culturales. Nos toca luchar por alentar que sean etnocívicas y no etnoincívicas. Puede discutirse si concretando la tarea en las estructuras estatonacionales existentes, o pensando en otras nuevas. Pero en este segundo caso, siendo conscientes de que también las novedades estarán contagiadas de lo étnico.

Por otro lado, hay quienes piensan que la referencia nacional es, per se, incapaz de civismo. Pero creo que los nacionalismos cívicos actuales –pongamos por caso Noruega- están ahí, con sus limitaciones (¿qué modelo no las tendrá?), para negar esta tesis. Lo que no debe conducir a aferrarse ahistóricamente al modelo nacional. Incluso éticamente purificado, podrá ser superado en un momento dado de la historia. Se trata de que seamos capaces de que ello acontezca porque la humanidad genera un modelo más positivo de convivencia. 

En definitiva, pienso que este debate puede ser estimulante. Con tal, añado, de que no se trampee con él. Como cuando se utiliza solo para críticas duras de los nacionalismos de las minorías defendiendo a la vez –o aceptando sin crítica- el sostenimiento de los actuales Estados nacionales unitarios en las que están. Se puede aducir que el mantenimiento de estos  solo se postula transitoria y estratégicamente, pero ello debe hacerse creíble acompañándolo de propuestas firmes de desnacionalización y desfronterización del Estado, que se verifican, por ejemplo, en el modo de afrontar la inmigración.

5. Como he avanzado, la polemicidad hoy políticamente central en torno a la autodeterminación se sitúa en la conflictividad entre sujetos que la reclaman: el Estado que se considera mononacional, y un sector de él que se autoafirma como nación estricta. Su intensidad viene dada por el hecho de que, aunque una nación se puede autodeterminar negociando su continuidad en un Estado, en la autodeterminación está la posibilidad de secesión.

Intentar resolver el conflicto demostrando argumentalmente que “nosotros” somos auténtica nación y “ellos” no lo son conduce a callejones sin salida por ausencia de criterios unívocos y compartidos sobre el tema, así como de evaluadores imparciales reconocidos por las partes. Pueden hacerse análisis al respecto, pero solo son fecundos si son intelectualmente honestos y están orientados a ilustrar el debate ciudadano y no prejuiciados por el propósito de ganar al adversario.

La vía justa de resolución de los conflictos políticos es la democrática. Pero aquí nos topamos con la espinosa cuestión de los “ámbitos de decisión”, que condicionan decisivamente los resultados. Si el ámbito es el Estado, la pretensión de la minoría queda bloqueada de arranque. Si es el territorio al que se remite la minoría, los resultados pueden ser inciertos, pero el hecho de que se le reconozca como ámbito de decisión es ya una aceptación básica previa de su pretensión. Emerge aquí una especie de vacío de la democracia: debe decidir “el pueblo”, pero previamente, sin decisión formalmente democrática, hay que decidir quién es el pueblo.

Ante este colapso cabe acudir a la Constitución “nacional” para reclamar que el ámbito sea el Estado. Pero eso supone no solo que reclamaciones importantes de un sector de la ciudadanía, aunque formalmente legítimas, se convierten en la práctica en una especie de “sin sentido” por su inviabilidad, sino que se fuerza por razones discutibles a colectivos relevantes a pertenencias estato-nacionales no queridas. Lo que chirría con la sensibilidad democrática.

Parece, por eso, más acorde con el espíritu de la democracia que se trate de llegar a acuerdos previos sobre el ámbito de decisión entre los representantes democráticos de las partes en conflicto. Parecería tarea imposible, pero, de nuevo, hay ejemplos que confirman que sí se puede, como el de Canadá-Quebec o Reino Unido-Escocia.

Creo que, de un modo u otro, los acuerdos tienen que implicar, por un lado, que el Estado debería atreverse, por sensibilidad democrática, a poner en cuestión la mononacionalidad aceptando que se confronte con las urnas en el territorio al que se remite la minoría nacional. Por otro lado, el nacionalismo de la minoría, también por sensibilidad democrática, debería estar en disposición de validar su pretensión con pruebas firmes que desborden el mero cómputo de mayorías-minorías, como el que se haya dado una reclamación de nación socialmente consistente y sostenida en el tiempo (lo que clarifica en la práctica una identidad nacional per se complicada de precisar), que el porcentaje de votos que valide la decisión sea más alto que el de la mayoría simple de votantes, etc.

Evidentemente, la nación que reclama autodeterminación vía derecho a decidir debe asumir los principios éticos antes señalados. Ejemplifico esto con lo que sucede en el País Vasco. Hay aún en un sector de reclamantes violencia cultural identitaria, pervivencia de la violencia global anterior, expresada en el no adecuado reconocimiento de las víctimas pasadas y en la continuación de la victimación por ese modo. Esto es, hay quebrantamiento de los principios. Este dato no obliga a parar la reivindicación de la autodeterminación, pero sí a expresarla de tal modo que muestre que se está superando positivamente el déficit moral. En la práctica, esto supone que “el ámbito vasco de decisión” debe retrasar su ejercicio mientras no esté razonablemente claro que esa violencia cultural es residual, condenada por el conjunto del nacionalismo. La violencia, sobre todo, ha creado víctimas, lo más decisivo. Pero sus protagonistas han lastrado además gravemente lo que pretendían defender. Es el propio nacionalismo el que debería alentar este “compás de espera activo” como purificación de lo que es –y como solidaridad con las víctimas-, sin ampararse disculpatoriamente en violencias de otros.

6. No debe ignorarse que la propuesta precedente implica decisiones que acarrean frustraciones sociales en unos u otros. Creo que se impone atenderlas por las dos partes del conflicto porque, con el adecuado discernimiento, expresan justa atención al otro. Por ejemplo, con dinámicas como estas.

Los partidarios de la tesis estato-nacional, para dar la oportunidad al derecho a decidir, podrían considerar que si la tesis nacionalista triunfa en el referendum, las frustraciones identitarias en el territorio afectado serán en conjunto menores. Y si no triunfa, también, por la razón democrática de aceptación de la voluntad mayoritaria democrática que se impone a todos.

Los identificados con la nación minoritaria deberían hacerse cargo de que el largo período de convivencia en el Estado ha generado múltiples cooperaciones entre las partes, así como diversidad de conciencias nacionales en el territorio al que se remite. Lo que hace razonable  la búsqueda primaria de un ejercicio de la autodeterminación que, expresando el autogobierno necesario, no se concrete como secesión. Y si se considera obligada esta secesión, hace exigencia clave para el que se secesiona el ofrecimiento de garantías efectivas –expresadas en propuestas concretas-  de no discriminación e inclusión para quienes, en su territorio, vivan un sentimiento nacional que pasa a ser minoritario.

Es normal, a su vez, que los que defienden el Estado nacional deseen el mantenimiento de la unidad política existente, pero deberían tratar de convencer de su conveniencia por razones de mantenimiento de la cooperación y la riqueza compartida de la diversidad, sin deslizarse hacia vías de confrontación e imposición, como la de amenazar con bloquear la pertenencia a la Unión Europea si hay secesión o la de forzar a una pregunta duramente secesionista en el referéndum, con la excusa de la claridad pero con la intención de que fracase la tesis de la minoría nacionalista. Limitándose, en cuanto a exigencia, a buscar una correcta concreción de los deberes de justicia que tienen que imponerse unos a otros si, tras la historia común compartida, la secesión se consuma.

A su vez, los partidarios de la minoría nacional no deberían plantearse una independencia autoafirmada en formas adolescentes, y menos aún asentada en un racismo larvado hacia aquel de quien se separan. Tampoco motivada por el duro cálculo de conveniencia autocentrada, la presente, por ejemplo, en el argumento de separación del otro por ser visto como lastre en la actual crisis: las exigencias éticas de solidaridad inter y transnacional condenan estas motivaciones.

Es normal que la sensibilidad a favor de todas estas consideraciones empuje a la búsqueda de “soluciones mediadoras”, como las (con)federales. Pero ejercerán tal función si, por un lado, se concretan en el presente como no separación, pero, por otro lado, no bloquean el derecho de autodeterminación de la minoría nacional que abre a la posibilidad de replanteamientos. Lo que introduce asimetrías no entre naciones en el Estado, pero sí entre autonomías nacionales y no nacionales. Ahora bien, si esto despierta la frustración que anida en el “deseo mimético” –de las segundas respecto a las primeras- todas las intenciones mediadoras quedarán bloqueadas.

7. Reconozco que estas observaciones, visto lo que hay, pueden ser tachadas de ensoñación. Me gustaría pensar que son horizonte hacia el que avanzar lo que se pueda. En cualquier caso, muestran que el conflicto en torno a la autodeterminación no debe afrontarse solo con la lógica de los principios que son encarnados en las circunstancias para tener en cuenta las consecuencias, sino también con una tercera perspectiva: la de las emociones públicas.

Para afrontar este tema, que tendrá siempre elementos de confrontación, se impone por eso promover una compleja imbricación entre política de los principios, política de la prudencia y política de los sentimientos. Esta última es especialmente relevante, por su capacidad tanto de bloquear como de estimular todo, según se concrete. Aunque por otro lado, la atención a las consecuencias es clave: habrá que tratar de mostrar que la solución que se propone es la que expresa más democracia y respeto a los derechos humanos para todos los implicados. Incluso, mejor colaboración, aunque tenga que adquirir una forma renovada.