Xabier Etxeberria
La presencia de las víctimas del
terrorismo en las aulas

(El Correo, 6 de noviembre de 2009)

          Escribo este artículo ofreciendo en él las resonancias que ha provocado en mí uno previo de Aintzane Ezenarro (El Correo, 23-10-09). Aclaro al respecto que lo que pretendo sobre todo no es personalizar la respuesta sino hacerme cargo de la cuestión de fondo que se nos plantea. Preciso, igualmente, que en los disensos que voy a manifestar late mi sincera intención de diálogo.

          Para empezar, veo positivo que los diversos responsables políticos se esfuercen por pronunciarse sobre el tema de la presencia educativa de las víctimas en general, y de las víctimas del terrorismo en particular, situándose en el nivel prepartidario, el nivel en el que se asientan los principios básicos de justicia y libertad, inspirados en los derechos humanos, que todos debemos compartir. Los argumentos que aportemos para justificar nuestras posturas en este tema tendrán que apoyarse en ellos. Por mi parte, ésa es mi intención aquí. Lo que digo tiene tras de sí trabajos realizados, con otros colegas, en el Aula de Ética de la Universidad de Deusto y en Bakeaz, en los que tratamos de asumir con honestidad este criterio, poniendo entre paréntesis nuestras opciones partidarias diversas. Si cito a estas dos organizaciones es debido a que en ambas estamos defendiendo con vigor la presencia física directa de las víctimas en general y de las víctimas del terrorismo en particular, aunque no haciendo de ello un tótem, como acusa Ezenarro, lo que espero resulte manifiesto por lo que sigue (adelanto, por cierto, que no hay que hacer tótem de la presencia, pero tampoco un tabú de la ausencia).

          Señalada de este modo la perspectiva, paso a consideraciones más precisas. En primer lugar, de la constatación de que se han dado frutos positivos en una experiencia educativa como la de 'Bakerako urratsak-Dando pasos hacia la paz', en la que se optó por que la presencia de las víctimas no fuera física y directa, no se puede concluir que se han cumplido todos los objetivos planteables y en sus intensidades suficientes. Conozco bien la experiencia. Y junto a los avances y logros ciertos, que celebro, he señalado, con otros colegas y con ánimo de que sea mejorada en el futuro, sus deficiencias significativas en el propio diseño y sus insuficiencias en el horizonte que contempla. Entre estas insuficiencias está, ciertamente, la de no aceptar la presencia directa de las víctimas. Dicho todo esto de otro modo: partiendo de donde partíamos -de la práctica ausencia, en cualquiera de sus expresiones, de las víctimas del terrorismo en la educación-, se ha dado ciertamente un avance, pero se trata de un avance incipiente, tímido y totalmente insuficiente. Aún queda mucho por hacer, no meramente extendiendo la experiencia, sino corrigiéndola y desarrollándola. Y en ese «por hacer», como un elemento significativo, pero no único, tendremos que contemplar la presencia directa de las víctimas.

          Centrándome ya en esta última cuestión, conviene resaltar que, si bien es cierto que hay que dar razones a favor de esta presencia directa, también hay que hurgar en las razones por las que se enfatiza la necesidad de su exclusiva presencia indirecta. Hay una argumentación, o mejor una motivación, que debe rechazarse por espuria, tanto si se concluye en una opción como en otra: la de pensar -sin declararlo- que la opción elegida es la que más conviene a nuestros intereses estrictamente partidarios. Hay además una segunda motivación, que es igualmente indebida y que afecta a la opción de rechazar la presencia directa: la de rehuir los conflictos que podría generar en las aulas.

          Comento con algún detalle esto último. Que, en concreto, las víctimas del terrorismo ligado al País Vasco se hagan directamente presentes en la educación, aquí, es una cuestión delicada, debido a que en nuestras aulas se refleja un clima social en el que, desgraciadamente, está aún relevantemente presente la indiferencia e incluso el menosprecio hacia estas víctimas. Ante este hecho, no podemos reclamar la inhibición de su presencia en general, ni tampoco de ciertas formas de presencia que serían 'provocadoras', porque es claudicación moral. Lo que hay que hacer es trabajar decididamente contra ese clima para ir haciendo posible toda forma de presencia que se justifique pedagógicamente. En este sentido, toca preguntarse con honestidad si las razones pedagógicas que se aducen para la inhibición de ciertas presencias son auténticas o son una excusa que nos evita confrontarnos con estas expresiones sociales de intolerancia y de falta de empatía hacia las víctimas, reflejadas en las aulas.

          Avanzando en el tema, considero fundamental no situar en disyuntiva presencia directa y presencia indirecta de las víctimas. Pedagógicamente, lo más correcto es una articulación adecuada de las dos formas de presencia. Cada una de ellas tiene sus ventajas y sus limitaciones, y por eso la riqueza educativa, y el reconocimiento debido a las víctimas, se logran plenamente cuando se imbrican en una afinada programación. La tarea no es fácil, y por eso se precisan apoyos institucionales, ofertas formativas, trabajos en equipo, experiencias progresivas, etcétera. Por cierto, si todos compartiéramos la necesidad de esta síntesis de presencias, se diluiría -quiero pensarlo- la perniciosa dimensión partidaria del actual debate.

          La razón justificadora fundamental de presencia de las víctimas, aquélla en la que deben encajarse otras también significativas como la de expresar el reconocimiento debido a éstas, es que con ella es como se logra el objetivo educativo irrenunciable de motivar hacia las convicciones y actitudes comportamentales hacia las víctimas que emanan de los derechos humanos. Es aquí donde hay que situar la pregunta directa que se nos lanza: la presencia directa, ¿aporta algo decisivo o es contraproducente?

          Arranco mi respuesta destacando que aporta algo decisivo: todo lo implicado en la relación del cara a cara. En concreto: superación, por evidencia, de todo acercamiento abstracto (la víctima, en su contundencia física, está ahí); fuerza de interpelación (la víctima es un sujeto presente que directamente me habla a mí); capacidad de interacción vital (puedo hacerme eco, podemos entrar en un diálogo sustentado en mi empatía lúcida, podemos abrirnos a la sorpresa). Hay ya experiencias educativas de presencia directa de víctimas de diverso tipo, incluidas las víctimas del terrorismo (desgraciadamente, fuera de Euskadi), que muestran su fecundidad.

          Si, por tanto, la presencia directa de las víctimas no es 'per se' contraproducente, sino al contrario, enriquecedora, es cierto que, por exigencia pedagógica, tiene que acompañarse de ciertas condiciones, por el bien de la víctima y del acto educativo. Para empezar, hay que garantizar a la víctima un clima en el aula que no va a ser de rechazo revictimizador, aunque quepan grados diversos de aceptación. En segundo lugar, es muy importante que la víctima que interviene en el acto educativo haya realizado en un grado razonable su proceso de duelo, para que suponga un avance de éste y no un retroceso. En tercer lugar, la víctima debe asumir que está ahí como testigo moral de la violencia sufrida, lo que le pide que sitúe su intervención en el nivel prepartidario. Por último, a la víctima, como a todo agente educativo, hay que pedirle dotes pedagógico-comunicativas adecuadas para la actividad que realice, a fin de que no se produzcan consecuencias negativas. Esta relación escueta puede sugerir que el listón se pone muy alto. Sé por mi parte que hay un número significativo de víctimas del terrorismo con disposición y capacidad para embarcarse en esta tarea y con estos parámetros.

          Ezenarro nos propone al final que la educación se haga cargo de una visión global del sufrimiento. Es fundamental añadir que ello sólo debe intentarse mediando con coherencia una decisiva distinción entre el sufrimiento injusto (el que hace víctimas en sentido moral -del terrorismo, de género, etcétera-) y el que responde a penas acordes con los derechos humanos por haber provocado en otros esos sufrimientos injustos. Sólo así avanzaremos en una educación para la paz que incluye en ésta a la justicia lo más humanizada posible.

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