Xabier Etxeberria

El derecho a la seguridad
(El Correo, 10 de diciembre de 2005)

El 10 de diciembre, aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, sigue siendo una buena fecha para incentivar reflexiva y prácticamente nuestra apuesta por ellos. Dados, además, los tiempos que corren, creo que es oportuno que en esta ocasión nos fijemos concretamente en uno en especial: en el derecho a la seguridad.

La seguridad es un bien fundamental para una vida digna y realizada. Precisamente por eso puede ser reclamada como derecho. Aunque hay que advertir ya de arranque de que no es nada fácil vivirlo en su justa interrelación con los demás derechos, nuestros y de los otros. Para ver lo que supone, conviene comenzar con algunas aclaraciones conceptuales.

La seguridad, en positivo, puede definirse como el disfrute garantizado y estable de los bienes básicos. Estamos 'objetivamente' seguros cuando se han reducido al máximo razonable las posibilidades de sufrir una violencia. Y 'subjetivamente' seguros cuando experimentamos una convivencia en la que básicamente está ausente el miedo a los otros. En principio sería normal que la dimensión objetiva y la subjetiva se correspondieran equilibradamente, pero no es algo que va de sí (podemos, por ejemplo, vivir una inseguridad subjetiva -miedo- desproporcionadamente superior a las condiciones objetivas de inseguridad).

Respecto a la dimensión objetiva, debe incluirse como amenazas a la seguridad -como violencia- lo que atenta contra las libertades -violencia directa-, pero también, indisociablemente, lo que atenta contra las condiciones materiales de posibilidad de la vida y de la libertad que dependen de los humanos. Dicho en positivo: tenemos objetivamente cubiertas las condiciones de seguridad cuando se realizan eficazmente los derechos humanos en su indivisibilidad.

Esto significa que no sólo hay inseguridad en las violencias y amenazas directas a la libertad (inseguridad civil); también hay inseguridad en las carencias alimentarias, sanitarias, laborales, identitarias, medioambientales, etcétera (inseguridad social en sus diversas formas).

En cuanto a la dimensión subjetiva, el sentimiento de inseguridad -el miedo- varía no sólo en función de la amenaza objetiva, sino en función de nuestra personalidad y de la información que tenemos sobre las amenazas. La información, en concreto, influye tanto por los contenidos que transmite (no importa que sean reales o ficticios, con tal de que se muestren 'creíbles') como por los modos como los transmite (un mismo contenido puede transmitirse tranquilizadoramente, de forma equilibrada, o 'alarmadoramente' y producir efectos totalmente diferentes). Este último dato nos introduce en la posibilidad de la manipulación del miedo a partir de la información que se nos ofrece.

La tentación de manipulación del miedo (por parte de personajes públicos y medios de comunicación) aparece entonces de modo poderoso. Se convierte así el miedo en arma política y electoral. En principio, el miedo mesurado y con correspondencia objetiva actúa como advertencia de que debemos enfrentarnos a un peligro. Pero puede desbocarse con mucha facilidad. Son muy reveladoras al respecto estas ya viejas -pero muy actuales- afirmaciones del novelista francés Bernanos: «El miedo, el verdadero miedo, es un delirio furioso. De todas las locuras de las que somos capaces, es seguramente la más cruel. Nada iguala su impulso, nada puede aguantar su choque. La cólera que se le asemeja no es más que un estado pasajero, una brusca disipación de fuerzas del alma. Además, es ciega. El miedo, al contrario, con tal de que se supere la primera angustia, forma, con el odio, uno de los componentes psicológicos más estables que existen. Me pregunto incluso si el odio y el miedo, especies tan próximas la una a la otra, han llegado al último estadio de su evolución recíproca, si no se confundirán mañana en un sentimiento nuevo, todavía desconocido, que creemos sorprender a veces en una voz, en una mirada».

Como puede verse, entre los riesgos que corremos al abordar el tema de la seguridad, hay que destacar estos tres: el de la unilateralidad (hablar sólo de lo que he llamado seguridad civil, y no de lo que he llamado seguridad social); el de la vivencia neurotizada del miedo, que nos impulsa a cercenar 'preventivamente' los derechos de los que consideramos potenciales amenazas; y el de la manipulación del mismo. Con frecuencia, los tres riesgos entran en interrelaciones complejas.

La conclusión que cabe sacar de todo lo precedente es que la seguridad se nos muestra a la vez como derecho y como riesgo para los derechos. Como derecho importante, porque sin ella se carece de las posibilidades y de la confianza existencial necesaria para ejercer la libertad. Como riesgo para los derechos, porque a veces la anhelamos con tal vehemencia que estamos dispuestos a sacrificar nuestra libertad por ella. Pero, especialmente, porque estamos aún más dispuestos a sacrificar la libertad de los otros -llegando hasta el extremo de apoyar políticas represivas preventivas intraestatales e interestatales- para lograr nuestra máxima tranquilidad posible.

Pero cuando el miedo al otro supuestamente amenazante inspira reacciones que no se detienen en el análisis objetivo de la amenaza ni en los derechos de ese otro, que no buscan con ahínco alternativas no represivas, que desde posiciones de bienestar ignoran todo lo relativo a las inseguridades sociales o incluso las afianzan, comienza a cuajar una espiral de violencia que es muy difícil de frenar.

Los actuales procesos de globalización se están mostrando, por un lado, como espacios en los que se aumenta la inseguridad y, por otro, como escenarios privilegiados para la espiral de violencia que acabo de apuntar, desde búsquedas torcidas de seguridad a toda costa en contextos de debilitamiento del Estado social. Piénsese en las intervenciones unilaterales hechas según criterios de doble rasero, en la teoría y la práctica de la guerra y la represión preventiva, en la 'flexibilización' del no a la tortura, etcétera. En esta coyuntura, quienes más sufren son, por supuesto, las poblaciones vulnerables.

No pretendo en este espacio necesariamente breve avanzar en el diagnóstico ni apuntar posibles iniciativas políticas -en las que se necesitará articular adecuadamente la dimensión estatal con la global-. Sólo he querido subrayar, por un lado, que el derecho a la seguridad debe ser reclamado partiendo de una concepción adecuada de ésta y, por otro, que ante los riesgos de inseguridad se nos impone perentoriamente responder con modos acordes con los derechos humanos tomados en su interdependencia e indivisibilidad.