Xabier Zabaltza
Contra la necrocracia
(hika 171-172 zka. 2005ko azaroa abendua)

Este artículo debería haberse titulado La miseria del historicismo, pero Karl Popper me quitó la idea para una de sus obras más conocidas, así que me he visto forzado a recurrir al feo neologismo que aparece arriba, cuyo creador, a pesar de mis esfuerzos, no he conseguido identificar.
Uno de los patriarcas del republicanismo histórico español, Fernando Garrido (1821-1883), definió la monarquía como “el dominio de los muertos sobre los vivos”. Recuérdese al respecto la expresión “le mort saisit le vif”, fórmula tradicional de sucesión en el trono francés que ha inspirado un artículo reciente de Javier Corcuera. La misma definición de Garrido se puede aplicar a ciertas manifestaciones de los nacionalismos. Y que quede claro por favor que cuando hablo de nacionalismos me refiero tanto a los que poseen estado propio (en nuestro caso el español y el francés) como a los que no lo poseen (el vasco).
Algunos nacionalistas, a los que llamaré tradicionalistas, tienen una concepción necrocrática de la vida pública. Creen que el pasado debe determinar el presente. Que los vivos tenemos la obligación moral de continuar la tarea de los muertos. Dado que los muertos están eso mismo, muertos, y resulta un tanto complicado conocer su opinión sobre los acontecimientos actuales, los tradicionalistas de toda especie se presentan a sí mismos como intérpretes de sus designios.
Nunca he entendido la fijación con la Historia para justificar proyectos políticos. En una sociedad democrática debería bastar con la voluntad de los ciudadanos para que cualquier propuesta (llámese independencia, co-soberanía, federalismo, centralismo o anarquía) pudiera al menos debatirse. La Historia sobra en el juego político.
El año pasado se celebró el milenario de la entronización de Sancho el Mayor. Tal efeméride dio lugar a una serie de celebraciones que en general tuvieron mucho más de reivindicación política que de rememoración histórica. A pesar de sus obvias diferencias, todas coincidieron en la manipulación de los hechos. En el plazo de muy pocos días se sucedieron en Hondarribia actos de exaltación abertzale Udalbiltza proclamó a Sancho rey de todos los vascos) y españolista (la Plataforma para la Unidad y la Libertad, Falange y algunos miembros del Partido Popular y del Foro de Ermua lo veneraron como rey de los españoles). No deja de ser grotesco que muchos de los que reivindican la figura de tan augusto prócer, monárquico y feudal por más señas, tengan a bien proclamarse republicanos.
Las posturas están ya tomadas, así que no espero convencer a nadie recordando aquí que Sancho III, rey de Pamplona entre los años 1004 y 1035, no se tituló Rey de Vasconia, ni siquiera Rey de Navarra. Sancho el Mayor no dominó ni la Ribera tudelana, ni gran parte de la actual Baja Navarra, ni Labort, ni Sola (aunque estableció vínculos de vasallaje con Gascuña, que incluía los países vascos transpirenaicos), y sí, en cambio, territorios no vascos, desde Astorga hasta la Ribagorza. La lengua de muchos de sus súbditos era sin duda el euskara, pero la de otros muchos era el romance y el idioma de la Corte era el latín. Por otra parte, los tres documentos en los que Sancho se titula “rex Dei Gratia Hyspaniarum”, fechados en 1017, 1030 y 1033 o son falsos o al menos se hallan muy interpolados. En cuanto al título de “rex ibericus”, esculpido en letras de molde en una estatua dedicada al monarca por el Ayuntamiento de Pamplona, se trata de una denominación del abad Oliba (no utilizada por tanto por el propio Sancho) que se documenta una sola vez. Roldán Jimeno y Aitor Pescador han realizado una exhaustiva recopilación de la documentación del Rey Magno y a ella remito al lector interesado.
Los tradicionalistas de los diferentes países suelen parecerse entre ellos bastante más de lo que están dispuestos a admitir (como polos del mismo signo que son, se repelen mutuamente). Esas personas no suelen ser conscientes de las consecuencias que tendría detener el reloj de la historia. Si queremos justificar la unión de Álava, Guipúzcoa y Vizcaya en una misma entidad que Navarra recurriendo al reinado de Sancho III, tendremos que convenir que toda la merindad de Tudela y parte de las de Estella, Olite y Sangüesa son territorio musulmán, perteneciente sea al Califato de Córdoba, sea al reino taifa de Zaragoza (aunque, curiosamente, ninguno de los dos existe en la actualidad).
Una nación es simplemente la suma de los habitantes de un territorio. Nada menos, pero también nada más. Digan lo que digan Hegel y tantos románticos y neo-románticos, el Volksgeist no existe. Frente al mítico espíritu del pueblo, Alfred Cobban habla de un modo muy crítico del determinismo nacional. Tal principio implica la conversión de una nación en algo que trasciende la voluntad de los ciudadanos que la constituyen. Un ejemplo paradigmático de ese determinismo es el de José Antonio Primo de Rivera cuando afirmaba que “Aunque todos los españoles estuvieran conformes en convertir a Cataluña en país extranjero, sería el hacerlo un crimen merecedor de la cólera celeste”. Ese mismo esencialismo joseantoniano es el que inspira el artículo segundo de la vigente Constitución de 1978, al establecer la “indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles”. Sinceramente, creo que el discurso de algunos nacionalistas vascos no difiere en demasía del de José Antonio y el artículo segundo de la Constitución, cambiando simplemente el sujeto político, la Nación española por la Nación vasca.
Otra manifestación del determinismo nacional denunciado por Cobban es precisamente el historicismo político, que puede resumirse más o menos así: si tal territorio ha sido independiente en el pasado, tiene que recuperar su independencia, cuanto antes mejor. No hace falta insistir en que si ese principio se aplicara a rajatabla surgirían de repente miles de nuevos estados, con lo que el planeta se convertiría en un caos aún mayor de lo que es en la actualidad. Además las fronteras son objetos mutables a lo largo del tiempo y las que más convienen a un nacionalismo pueden ser las que menos convengan a otro y así ad nauseam, con lo que el conflicto está asegurado. A mí personalmente me parece irreprochable el principio de autodeterminación si se defiende de modo pacífico y desde el consenso. Si una mayoría clara de los ciudadanos de un territorio –aunque sea la provincia de Albacete– quieren constituir un estado, tienen en mi opinión todo el derecho a hacerlo, sin necesidad de apelar a Sancho el Mayor, a Viriato o a “nos ancêtres les Gaulois”. Y a la inversa: si esa mayoría estuviera a favor del mantenimiento del statu quo o incluso de renunciar a la autonomía, por muy heroico que hubiera sido su pasado, no habría nada que recriminarle.
El historicismo no es algo peculiar de nuestro país. Todos los nacionalismos, en Europa y fuera de ella, han recurrido en mayor o menor medida a la historia. En la primera mitad del siglo XIX, los primeros patriotas de las diversas nacionalidades en ascenso solían ser historiadores amateurs formados en la lengua del estado tenido por opresor y a menudo con un escaso dominio del idioma del pueblo que decían reivindicar. Pero es una constante en los nacionalismos que las justificaciones históricas (y pseudohistóricas) pasen a un discreto segundo plano en la medida en que otros factores, fundamentalmente la lengua y la voluntad general, cobran importancia, normalmente a partir de la década de 1870. Así ocurrió por ejemplo en Polonia, Finlandia, Chequia, Flandes y Cataluña; pero no, según vemos, en Vasconia. No es casualidad que la mayor parte de los autores que defienden la existencia de una nación vasca basándose en una interpretación sui generis de la historia de nuestro país escriban siempre en castellano. Salvo excepciones, el conocimiento de la lengua vasca brilla en ellos por su ausencia.
En el momento de escribir estas líneas está a punto de empezar la tramitación del nuevo Estatuto catalán en el Congreso de los Diputados. No puedo ocultar mi sorpresa por el hecho de que un nacionalismo moderno, de fundamento lingüístico, territorial y cívico (con unos niveles historicistas y necrocráticos moderados)como es el catalán haya desenterrado los derechos históricos que tan acertadamente había sepultado en 1978 y 1979. No sería justo sin embargo atribuir a la clase política catalana toda la responsabilidad en este entuerto. La propia Disposición Adicional Primera de la Constitución de 1978 “ampara y respeta los derechos históricos de los territorios forales”.
Aunque por razones políticas no se especificara cuáles eran esos territorios, en el debate constitucional quedó claro que sólo podían aspirar a tal título Álava y Navarra, que habían mantenido el Convenio/Concierto –utilizo la cómoda fórmula acuñada por Mikel Aranburu Urtasun–, y Guipúzcoa y Vizcaya, en las que fue abolido en 1937 y donde sería restablecido en 1981. La realidad ha demostrado que es una fuente constante de tensiones reconocer derechos históricos a cuatro provincias, pues las otras cuarenta y seis que conforman el Estado español, con razón o sin ella, en eso no entro, se sienten agraviadas. El desatino constitucional aumentó con la modificación del Estatuto de Aragón (1996) y la aprobación del proyecto de Estatuto Valenciano (2005), que también reconocen los derechos históricos de estas comunidades.
Si Álava y Navarra conservaron cierto autogobierno incluso durante la dictadura franquista, y si en Guipúzcoa y Vizcaya sólo hubo que realizar un salto de cuarenta y cuatro años, en los casos catalán, aragonés y valenciano (con la salvedad del derecho civil en los dos primeros territorios) hay que retrotraerse nada menos que a los Decretos de Nueva Planta de 1707-1716. Me llama poderosamente la atención por otro lado que los mismos medios de comunicación que denuncian la redacción actual del proyecto catalán practiquen la técnica del avestruz con respecto a la Disposición Adicional Primera de la Constitución (un auténtico coladero de derechos muy discutibles), así como con el vigente Estatuto aragonés y el proyecto valenciano. Es una prueba más del anticatalanismo vergonzante existente en muchos círculos.
Si he criticado el historicismo de un sector del nacionalismo vasco, por pura justicia tengo que reconocer que en la Vasconia continental, que posee una tradición democrática mucho más arraigada que la parte peninsular del país, las reivindicaciones identitarias no se plantean en términos históricos. El argumento para exigir la cooficialidad del euskara y la creación de un departamento, de una universidad en Bayona y de una Cámara Agraria (ésta última realizada por la vía de los hechos consumados en Ainhize este mismo año) ha sido exclusivamente la voluntad mayoritaria de los ciudadanos labortanos, bajonavarros y suletinos. La constitución de un Biltzar (Asamblea) con alcaldes de las tres provincias vascas transpirenaicas (1994) y el reconocimiento de Vasconia como un pays (1997), a pesar de su nulo contenido competencial, significan un hito de alto valor simbólico, al ser las primeras ocasiones en más de doscientos años en las que París admite oficialmente la existencia de una identidad vasca al norte del Bidasoa. Jamás he escuchado a nadie de la plataforma Batera basar sus reivindicaciones en que la Baja Navarra fue un reino hasta 1789. Los vascos del sur tenemos mucho que aprender de ellos.
El reconocimiento del principio de autodeterminación es una consecuencia lógica de una concepción radical de la democracia. Cuestión diferente son las condiciones que deben darse para su aplicación, la más urgente de las cuales es concretar de una vez cuál es el sujeto de ese derecho, algo que sigue sin estar claro en el caso vasco (¿es Vasconia en su conjunto?; ¿sólo la Comunidad Autónoma del País Vasco?; ¿tiene Álava derecho de autodeterminación?; ¿y la Margen Izquierda, donde los abertzales son minoría?...).
Pero eso supera las humildes intenciones de este artículo. No pretendo arrogarme la facultad de decidir algo que corresponde a los ciudadanos y a los partidos e instituciones que los representan. Me conformo con dejar constancia de que democracia significa siempre biocracia, es decir, el gobierno de los vivos y para los vivos. Somos nosotros quienes decidimos, no nuestros antepasados, por muy ilustres que fueran o creamos que fueron. Como decía un admirado profeta judío de hace dos mil años, desde luego mucho más citado que leído: “Dejad que los muertos entierren a sus muertos”.