Xabier Zabaltza
Putas y puteros

A tenor de las encuestas, debo de ser uno de los pocos hombres de este país que nunca ha recurrido a los servicios de una prostituta. No me siento particularmente orgulloso por ello. Hay muchas maneras de comprar la atención de la persona deseada, no todas con dinero. Para la moral imperante, la que se acuesta por 50 euros es una puta y el que le paga, un putero, pero el que, con más o menos la misma intención, invita cenar a una chica y sigue los demás ritos establecidos, es un conquistador y ella, una mujer moderna y liberada.

            En Occidente, los hombres nos vemos bombardeados continuamente por imágenes de mujeres explosivas, pero inasequibles a la inmensa mayoría. Mujeres hermosísimas y solícitas que poco tienen que ver con las que nos codeamos todos los días. ¿Se extraña alguien de que tantos y tantos varones se sientan frustrados? Desde tiempo inmemorial, la sexualidad en el varón es inseparable de su autoestima, como la maternidad en tantas mujeres. Pero la cosa no termina ahí. Muchos hombres que no acuden a burdeles contribuyen a engordar los pingües beneficios de la industria del sexo consumiendo productos light. La pornografía, los bares de copas y las despedidas de soltero son la prostitución de los que tienen escrúpulos.

            Uno de los mitos más arraigados en nuestra civilización es la idea de progreso. La existencia de un millón de prostitutas en España cuestiona la veracidad de tal axioma, como la de la tan cacareada liberación sexual. En lo que a las relaciones entre hombres y mujeres se refiere, hemos avanzado desde el Paleolítico bastante menos de lo que el optimismo ilustrado dominante nos quiere hacer creer. Con las naturales excepciones en ambos casos, las mujeres siguen buscando en gran medida seguridad en sus parejas; los hombres, en gran medida, sexo. Cuando no lo encuentran en sus compañeras o cuando el que éstas están dispuestas a concederles no es tan frecuente o tan satisfactorio como desearían, muchos, sin más, lo compran y, mientras la demanda sea mayor que la oferta doméstica (pues los clientes de las meretrices suelen ser casados), van a seguir comprándolo. En todas las sociedades, la prostitución es indicativo del distinto lugar que ocupa la sexualidad en la escala de valores de hombres y mujeres, lo que, sinceramente, no creo que pueda arreglarse con una mera modificación legal, ni, menos aún, con discursos políticamente correctos. Es algo que afecta a lo más profundo de nuestra especie.

            En la regulación de la prostitución se impone el pragmatismo. Existen unos mínimos en los que ya existe el consenso: guerra sin cuartel contra una de las mayores lacras de nuestro tiempo, el tráfico de personas; prohibición de la práctica a menores de edad; penalización del proxenetismo y defensa de la salud e integridad física de las profesionales. Para ir más allá, hay que escuchar antes a las propias prostitutas que a los expertos e incluso a algunas feministas, por muy bienintencionados que sean unos y otras. En principio, cuesta considerar una forma de explotación la prostitución de lujo, minoritaria pero real, cuando tantos trabajadores de otros ámbitos, mujeres y hombres, ni siquiera pueden aspirar a ganar en un mes, en condiciones de empleo a menudo nada gratificantes, lo que algunas profesionales del sexo ganan en un solo día. En el moderno prohibicionismo existe una buena dosis del mismo puritanismo sexófobo de siempre.

            La permanencia de la prostitución en las sociedades industrializadas es un síntoma de algo muy serio: el desencuentro permanente entre hombres y mujeres en materia sexual. Tal vez la mayoría de los varones conceden al sexo más importancia de la que deberían, pero cabe preguntarse cómo podría ser de otra manera con el incesante goteo de anuncios, revistas o películas cuyo único sentido es la excitación de la sexualidad masculina. Una y otra vez, se estimula la libido de los hombres, pero no todos, ni mucho menos, son capaces de satisfacerla. Hemos creado una sociedad de mujeres-objeto, obsesionadas con la apariencia física, y hombres-sujeto, obsesionados con el sexo.

            Como ocurrió con el alcohol en los años veinte en Estados Unidos o con otras drogas en la actualidad, la satanización confiere un halo de misterio a la prostitución, que poco o nada contribuye a combatirla. Mucho más efectivo parece a largo plazo desmitificar el sexo, desacralizarlo, despojarlo de una vez de su carga pecaminosa, heredada de generaciones. Mientras haya hombres que se avergüencen de pedirles una felación a sus compañeras o mientras haya mujeres que les recriminen el mero hecho de solicitársela, existirá la prostitución, por más que el Estado se empeñe en desterrarla a las catacumbas. Así que mucho me temo que el oficio más viejo del mundo va a ser también el más duradero y uno de los más rentables, aunque, mientras persistan nuestros atávicos pudores, desgraciadamente no para las propias prostitutas.