Zouhir Louassini

La revolución inconclusa
(El País, 17 de abril de 2011).

Hacia dónde está yendo el mundo árabe? La llamada primavera árabe ha abierto las puertas a la esperanza en un área que parecía inmersa en problemas sin salida. Unos cuantos meses no son suficientes para juzgar la capacidad de esta parte del mundo para encaminarse hacia una verdadera democracia.

Algunos aspectos, sin embargo, indican que el recorrido será largo y com La realidad árabe se presenta generalmente como algo incomprensible para los demás. Basta observar cómo se describe aún este mundo en los medios occidentales: lo que nunca faltan son voces para alertar del "peligro islamista-yihadista-fundamentalista". Una visión menos condicionada por los miedos podría, en cambio, encontrar otras claves de lectura: la chispa encendida por los jóvenes se caracteriza por el deseo de abrirse al mundo, la revolución árabe es un modo de aproximarse a Occidente. En Túnez y El Cairo no han faltado mensajes, en árabe y otros idiomas, que demuestran que los sueños de estos jóvenes son idénticos a los de todos los demás jóvenes del mundo: libertad, democracia, trabajo, etcétera. Para ellos el modelo ya existe y no hay necesidad de buscar ningún otro: Occidente. Es la victoria definitiva de la cultura democrático-liberal. En el mundo árabe parece tomar forma una visión que focaliza en el sistema democrático la única solución para gestionar la vida política. Se trata del primer paso para entrar a formar parte del mundo moderno. Esas son las convicciones de los jóvenes y así ha de interpretarse su mensaje.

Tras el referéndum egipcio sobre las reformas constitucionales, puede decirse que esta revolución ha perdido su primer desafío. Desde el momento en el que numerosos políticos del país insisten en defender el islam como religión del Estado, cuando el muftí de Egipto proclama que "el islam es una línea roja que nadie puede tocar", puede decirse que el Estado democrático ha registrado su primer fracaso. Los jóvenes que han luchado por la libertad y la dignidad han dejado que los políticos de siempre, los que usan la religión para acceder al poder, se apoderen de su victoria. Hablar de democracia y de religión de Estado es sencillamente una contradicción. En Egipto, por ejemplo, los coptos, el 8% de la población, quedan al margen de su Constitución.

La primavera árabe se presenta, pues, como una revolución inconclusa precisamente porque no ha afectado al papel de la religión mayoritaria y porque no ha aportado el respeto debido a las minorías. Y una democracia no puede considerarse válida sin estos ingredientes, al que cabe añadir el respeto para cada individuo singular. Un país que oficializa el predominio oficializado de un credo religioso condena automáticamente a los otros y también a los que no tienen ninguno.

En el mundo árabe-musulmán, el laicismo siempre ha sido malentendido porque se le asocia con la enemistad con la religión. Pero basta un simple diccionario para comprender su sentido más elemental: el intento de separar la vida política de la religiosa. Desde esta perspectiva el laicismo es, además, una garantía para la propia religión, la preserva de la inmoralidad que a menudo caracteriza al mundo político.

Durante los episodios de la plaza Tahir, los Hermanos Musulmanes se declararon favorables a aceptar la idea de una sociedad laica. Sin embargo, como afirma el escritor Alaa al Aswani en un artículo publicado recientemente, posteriormente han cambiado de lenguaje. Están dispuestos a todo con tal de obtener el poder y saben que el tiempo juega a su favor puesto que la sociedad egipcia se muestra bien dispuesta hacia un discurso religioso.

El laicismo, en sentido político-social, supone la reivindicación, por parte de un individuo o de un colectivo, de su autonomía de decisión respecto a cualquier clase de condicionamiento ideológico, moral y religioso ajeno. Garantiza así la libertad de elección y de acción incondicionada contra quienes consideran justo someter la posibilidad de decisión ajena a una ideología, autoridad religiosa o credo. Impide asimismo que haya una religión de Estado. Todo esto resulta posible porque el laicismo no dicta líneas de conducta moral, a diferencia de lo que sostienen algunos, sino que permite la convivencia pacífica de las más diversas posiciones.

La cuestión del laicismo nació en Occidente, durante el enfrentamiento entre el Estado y la Iglesia. En el mundo árabe-islámico, sobre todo en el suní, la situación debería ser menos complicada, al no existir una Iglesia ni una jerarquía que la represente. El islam, en efecto, más que como un Estado, se presenta como un modus vivendi. Desde esta perspectiva, podría revalorizarse efectivamente la independencia del Estado respecto a la religión musulmana, clarificando esa confusión, promovida y deseada por el islamismo político, que mezcla credo, política, identidad y gestión de un Estado.

Para que la revolución árabe no quede inconclusa es necesario que incluya el laicismo, considerándolo como la única opción posible, en la convicción de que cualquier otra senda conduciría al fracaso de la creación de una sociedad realmente democrática.